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Una exclusión que atrasa y un atraso que excluye
En este país, en el que la opulencia y la más lancinante pobreza conviven en los sectores “exclusivos”, las mansiones suntuosas y las deprimentes casitas están separadas solo por una línea ficticia de estatus social. Puesto que en algunos no está el muro, esa pared real de bloques y cementos que crea dos universos, la abismal diferencia es más evidente, más fácil de retratar. Obvio, el lado “malo” es ese en el que las adolescentes, muchas veces previo “tacazo” de cocaína son incitadas a moverse lascivas frente a cámaras de celulares que difundirán sus imágenes en las redes sociales. Esas chicas pobres, que tan cerca viven de las de clase acomodada, están en otro mundo, en uno en el que la inequidad las comprime y las coloca en posición de desventaja. Es más fácil abandonar los estudios, ceder a las drogas, al sexo por presión cuando el bullicio del barrio llama. El esfuerzo para salir a flote y rehuir de la contaminación es en muchos lugares extremo. Es menos resistente el muchacho que se mueve entre carencias y presiones sociales que le impulsan a ponerse “alante», a cambiar su situación social y económica como sea, porque para él en este sistema discriminante no hay cabida. Por eso el estigma contra los barrios pobres, que no siempre tienen uno rico al lado para medirlos, recrudece esa verdad y disminuye las posibilidades de cambio. Cuando son negadas oportunidades a gente con capacidad solo porque se toma como referencia el sitio de donde viene, se convierten en infranqueables las puertas para la transformación social seria, no la de las teorías. Esa revolución no se hace con discursos ni maquineismos. Para alcanzarla es necesaria una postura de firme compromiso con esa causa, pero ante todo y sobre todo, creer en ella y en los resultados que arrojaría.