“Esto lo vamos a arreglar en el 2020″

 

Lo lamentable de esta frase que componemos cada cuatro años es que se ha traducido en una actitud, casi en una cultura. Somos una sociedad electorera. Todo está desde ahora postergado para el 2020. Todos los planes, todas las alianzas y acuerdos posibles se habrán de prorrogar hasta el minuto final cuando se cierren formalmente todas las posibilidades de acuerdos entre partidos y grupos postulantes.

En lo adelante viviremos en un agitado y bullicioso activismo político que se dispersa en sufrir el fastidioso cansancio de la espera, mientras no se propone nada, ni se resuelve nada. No hay espacio para pensar en una oposición firme, constructiva y bien orientada. No hay esfuerzos en busca de definir un ejercicio político que tenga impacto en el presente y que se proyecte con esperanza hacia el futuro.

El 2020 es el número mágico que traerá la redención que no se consumó en el 2016. Los mismos políticos hacen las mismas promesas, encantan las mismas gentes y todos congelan su realidad presente y juegan su suerte al 2020, una meta suprema, cuya cercanía nos pone ante la posibilidad de lo único que se aspira: el poder, concebido en este caso como el acceso a las estructuras gubernamentales que permiten el manejo y la administración de los recursos públicos, o que otorga la necesaria influencia para   orientar esos recursos hacia conveniencias   y apetencias particulares.

No importa si se está en el gobierno o se está en la oposición, el tiempo que va de lo que resta del 2016 hasta el 2020, no se entiende como un periodo para planificar un accionar político enfocado o con perspectiva de transformación.  Para nuestros políticos se trata de un plazo desesperante y fatal que hay que agotar sin importar qué se hace.

Todo el aporte social y la dinámica de transformación y cambio que se pueda iniciar ahora, se detiene en un embeleso electoralista, en una espera paralizante y engañosa. Alguien se ha referido a la “esperanza aprendida”, parece que desde nuestro país podemos hablar de la “espera electoral aprendida”.

El presente político constructivo, capaz de aportar ahora, se posterga porque hay que estar en condiciones óptimas para el 2020. Una gran parte de políticos y ciudadanos se conforma con mirar golosamente una piñata que se mueve cronológicamente alrededor de sus cabezas y que estallará en la fecha indicada para repartir su contenido entre los más hábiles y osados.

Las medidas que implican orden y organización y que afectan a grupos populares o política y económicamente posicionados son postergadas indefinidamente. Quienes dirigen el país temen correr riesgos políticos, “hay que contar con el apoyo popular para el 2020, y es mejor dejar eso así”.

Pero igual tenemos una población que ha reducido su participación ciudadana a las posibilidades de un voto. Su realización es el triunfo de su candidato. Si no fue ahora en el 16, será en el 20. El calendario ciudadano es cronológicamente electoralista. La ciudadanía tiene una inexplicable capacidad de espera, una resignada actitud que es capaz de postergar el presente hasta el 2020, que es cuando supuestamente se realizaran todos los sueños.

La política dominicana es una telenovela con episodios repetitivos y cansones que termina cada cuatro años, justo donde había comenzado. Todo el presente y el futuro del pueblo tiene su suerte colgada en el 2020, puerto de llegada y partida al que apuntan todos los arreglos, diálogos, análisis y expectativas.

Nuestras elecciones son apuestas donde unos parecen ganarlo todo y otros perderlo todo. Los que pierden cuando se van se llevan todo lo que pueden. Esto ya es una costumbre.  Existe un procedimiento velado para la depredación y el despojo que todos los políticos conocen, y en cierta forma aceptan como normal.

Por eso nuestras elecciones resultan tan tumultuosas, tan dramáticas y arrebatadoras, tan apasionantes y hasta violentas, como si la República se fuera a deshacer y a reconstruir en un solo día. Por eso los conteos son seguidos con tanto suspenso y ansiedad, y esos resultados por goteo se vuelven tan traumáticos, frustrantes y deprimentes.

Vivimos en una cultura política electoralista, cíclica y repetitiva. Nuestros partidos son máquinas electoralistas que, aunque muy débiles para generar las transformaciones sociales que demandan los tiempos, han logrado desplegar una avasallante fuerza clientelar, sin que se haya logrado articular una voluntad colectiva capaz de contener esta nociva práctica.

jpm

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