Las caricias de Dios

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El autor es periodista. Reside en Santo Domingo.

En el trajín de la vida, en los afanes cotidianos, todos o la mayoría de los seres humanos, estamos bajo la presión del reloj, de la lucha permanente por la subsistencia, la obtención de la abundancia y riqueza material, a veces apartadas de las normas de la decencia, honestidad y valores cristianos. Nos olvidamos de los mandamientos de Dios y sus propósitos divinos e imperecederos para toda la humanidad. 

E igual, casi todos nos olvidamos de que Él fue y sigue siendo el creador del Universo y, por lo tanto, es y será siempre el dueño de la vida, de la muerte y de la resurrección. Sin Dios nada somos, con su gracia y misericordia podemos vivir en gozo y plenitud espiritual y material. 

Todos, o casi todos caminamos rápido, en ocasiones, por caminos pedregosos y fangosos, pisoteando y destruyendo a nuestro paso fauna y flora, arrebatando cosas ajenas, robando y matando esperanzas y vidas, creyéndonos con el derecho, el poder y la libertad para ello, ignorando que esta potestad es exclusivamente del Creador. Nos consideramos por encima del bien y el mal. 

Otras veces nos olvidamos de las enseñanzas de Jesucristo para que administremos nuestras vidas por el sano sendero de la luz, amor, justicia, solidaridad y verdad. Si no nos detenemos a pensar en el bien común, en ser ciudadanos ejemplares, de ser luz y auxilio para otros, de poca utilidad es y será nuestra existencia terrenal. 

Pocos entendemos y asimilamos que nuestra trascendencia de vida no está abrazada al oro y la plata y otras fortunas atesoradas. Esa trascendencia humana la pauta el Espíritu Santo de Dios, quien obra en nosotros para que experimentemos su bondad y pleno regocijo espiritual. 

Cuando el Espíritu de Dios obra en nosotros, experimentamos bondad, paz, justicia, solidaridad, mansedumbre y abundante amor, ahí estamos recibiendo una de sus caricias. Y lo mejor de todo es que Él nos las dá gratuitamente, sin ningún esfuerzo, sin ninguna inversión, solo necesitamos abrirle nuestra mente y corazón, y pedírselas con devoción, fé y entrega.  

 Debemos entender y aceptar que Dios no regatea ni negocia su amor y sus bendiciones hacia nosotros, nos las dá porque le place, y punto. Sus caricias son inmensas e inagotables. Nos acaricia cuando nos facilita la vida y nos la alarga aún en riqueza o pobreza, en salud o enfermedad, en tribulación o pleno regocijo. 

Nos acaricia cuando nos facilita un trabajo bien remunerado, cuando podemos adquirir una casa, un vehículo, cuando terminamos de pagar un préstamo en el banco, cuando recuperamos la salud, cuando superamos un dolor tortuoso, cuando tenemos suficiente comida en la mesa, medicinas para los achaques, ropa para vestir. Cuando abrazamos a nuestros padres, hermanos y amigos. Cuando vemos nacer y crecer a un hijo o un nieto. 

Otra conmovedora caricia de Dios es cuando nuestro hijo o nieto balbucea el nombre de papá o de mamá, en su primer año, y cuando nos regala su angelical sonrisa. Cuando llega la primavera, el otoño o el invierno, cuando desfrutamos de una buena música, de un libro interesante, de una buena compañía, y cuando recibe la solidaridad de un dilecto amigo. 

Esas son caricias divinas, aunque siempre las ignoramos, no las valoramos como regalos permanentes de Dios para nuestro deleite y mejor ejercicio de vida. El espíritu de Dios nos enseña y obsequia eso, sin proponérnoslo, y a veces, sin merecerlo, para que conduzcamos nuestra existencia por el camino del amor, la fe, la justicia, y el pleno e inexpugnable humanismo. 

En sus caricias se resume su fulgurante faro de luz que nos guía por la senda de la bondad, la verdad y la vida en plenitud. Y agreguemos a todo ello, el aire, el oxígeno, la inteligencia, el libre albedrío, y la vida misma. Con Dios todo, sin Él nada somos.

jpm-am

 

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