La fosa de abril

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EL AUTOR es político. Reside en Santo Domingo.

Conducía la barca de mi vida, digo la barca porque la vida no merece diminutivo, pero traducido a lo material, mi barca estaba más cerca de ser balsa que barca, flotando críticamente en medio de la turbulenta marejada social de la nación.

La Era Cristiana contaba 1984 años, y la iglesia celebraba, en el devoto abril, el martirologio supremo del Salvador.

La mayoría olvidaba al egregio fallecido milenario con paganismo inmundo, paradójicamente celebrando en su nombre.

La Semana Santa liberaba en muchos el anticristo que se niega a morir en la conciencia del hombre.

La herejía inconfesa alimentaba la bestia del vicio que recorría con desenfrenado libertinaje la necesidad de desahogo social del hombre aprisionado.

En ese fatídico abril, el sol apuñalaba la tierra con fiereza apocalíptica, la temperatura le había declarado la guerra a los desnudos, huérfanos como siempre de artificios para soliviantar la agresión climatológica, la sequía hacía languidecer a los cuerpos, el sopor era un río en cada uno, mosquitos y otras plagas también estaban de carnaval pagano, integrados a la caldera social de la miseria.

Yo vivía al lado de un semillero humano de insensible hacinamiento, me llegaban los vapores de la miseria con su olor a sudor sin identidad.

Durante tres días de retiro libertino, 20, 21 y 22 de abril de 1984, la irredenta multitud se había refugiado en el mar, rico en salario de la antigüedad, con virtud de terapia paradisíaca, tan inmenso que tiene el poder de curar la irredención social crónica con el olvido, por desgracia fugazmente.

Terminado el asueto “santo” reapareció como vampiro en la noche la lapidaria, convicta y confesa irredención social, con rostro mortecino, cuando los humildes volvieron a la realidad que desafía los preceptos bíblicos cristianos de la condición celestial del infierno.

 

Como si no fuere suficiente, al retornar a la caldera citadina a la mansedumbre de la resignación y el olvido le habían subido la temperatura de la sobrevivencia, por dictamen del “sanedrín” de la economía que protege las estructuras de los privilegios de los hijos del Olimpo, el FMI, como si pronunciara la palabra “crucifíquenlos”, la misma que produjo un eco en la conciencia universal cuando crucificaron al Salvador.

Ahora se deshidratarían más rápido, acortando su camino existencial por la injusticia del hombre contra el hombre, y hasta la sal marina que había sazonado los cuerpos en el mar se sumó a la penitencia y ahí estalló la rebelión del hambre abriendo una fosa en abril que sepultó a cientos de almas, sin la liturgia del Salvador.

Mientras mi barca anclaba en puerto seguro, liberada de la endiablada marea humana, el descarnado debate no era el valor de la vida sino el valor aritmético de los muertos, como si la cantidad le cambiaría el rostro al crimen.

Reitero que era abril y extrañamente a mí tampoco me preocupó cuántos fueron, sino que murieron sin flores, aunque estábamos en primavera, y el monaguillo que recibió la orden, por absurdo del destino, se llamaba Salvador.

      

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