Añoranzas del concón (Viviendo en la inopia)

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-I-

… A falta de pan, cazabe! 

 En las ‘Crónicas’ del ‘descubrimiento’ de las tierras colocadas al Occidente de lo que, en el curso del Siglo XV, constituía el único territorio conocido, y que hoy aparece consignado como el Viejo Mundo -esto es, Europa, Asia y una parte de África-, los escribanos refieren que, en su avanzada de conquista y ‘evangelización’ de lo que, luego, habría de denominarse como Nuevo Mundo -y más propiamente América, o el Continente Americano-, el Almirante de la Mar Oceána Cristóbal Colón y otros de menor jerarquía que le secundaron  y apoyaron en sus afanes de dominio y apropiación de bienes y adquisición de suficiente cantidad de vasallos en capacidad de ejecutar, bajo su férreo mandato, las agotadoras jornadas de trabajo que fuese necesario acometer, se cuidaron de abastecer de suficiente cantidad de alimento de toda especie, ganado y otros animales y aves de crianza, dispuestos para la reproducción y obtención de carne y leche, caballos de superior calidad y fortaleza, capaces de adaptarse a los hostiles y enmarañados territorios que tenían por delante, perros de presa, hábilmente adiestrados para perseguir, acorralar y despanzurrar a todo aquel que se rebelase a las ‘nobles’ labores de evangelización y difusión de la cultura hispana que tenían como agenda y, algo que es de suma importancia, una variada selección de semillas de cereales y diversas frutas que, a su modo de ver, tendrían fácil adaptación y reproducción en las nuevas tierras.

El tiempo se encargó de demostrar que, en su gran mayoría, aquellos cereales que constituyen la pieza básica para la elaboración del pan, pasteles y bocadillos tan a tono con los gustos y costumbres de la avanzada conquistadora, tuvieron un lento proceso de adaptación en las cálidas tierras del arco antillano, razón por la cual, en poco tiempo, con el agotamiento de las reservas y motivados en la hambruna que les sobrevino, los nobles castellanos se vieron precisados a apelar, para su consumo, a lo que habían calificado como un magro, reseco y desabrido alimento, que era consumido con fruición por los indígenas, podía ser almacenado por semanas y meses sin observar deterioro ni descomposición y que, según se podía observar, constituía la parte esencial en la alimentación de dichas comunidades tribales.

Dicho alimento era elaborado a base de la yuca o mandioca, luego de un interesante y concienzudo proceso de elaboración de una harina rustica obtenida tras el guayado de los tubérculos en unos curiosos ralladores de piedra; Luego de ser  exprimido y secado al sol para eliminar todo vestigio líquido, la masa era colocada en la superficie de grandes hornos o burenes, en donde se moldeaba en forma de tortas circulares que se doraban, hasta convertirse en una masa compacta, de consistencia agradable y fácil de masticar.

Por lo general, dicho alimento era consumido de manera natural o, en el mejor de los casos, acompañado de carnes o pescado. Recibía el nombre de Cazabe o Cazabí, tal y como ha sido consignado por los Cronistas de Indias y, como antes dijimos, ante el virtual proceso de desabastecimiento en materia de alimentos, la horda conquistadora tuvo que dar con sus rodillas en el suelo y apelar, sin chistar, al maravilloso alimento que, a todas luces, mantenía en tan perfectas condiciones de salud y esbeltez a la indiada.

‘… a falta de pan, Cazabe!’, hubo de constituirse, en aquellos años, en el refrán por excelencia entre los colonos españoles que encaminaban, con denodado afán, la empresa colonizadora, de construcción de villas y ciudades y de explotación desaforada de minas en busca del dorado metal.

Y así ha quedado, como componente fundamental de la idiosincrasia del pueblo dominicano, constituyéndose en un elemento que navega en la siquis del individuo, principalmente en los estratos bajos de la sociedad, para referirse a los tiempos de pobreza extrema, calamidad, escasez, carencia de recursos y limitaciones para la subsistencia.

El autor es escritor. Reside en EU

-II-

Alitas, ‘cocotes’ y patas de pollo, entre otras menudencias

La Antropología Social, como ciencia nodal en el estudio de los comportamientos humanos     a través de los anos, deberá abordar en algún momento la proclividad del dominicano, principalmente de aquellos que, como el suscrito, provienen de un medio rural en el que predominan las limitaciones y carencias fruto de la condición social, a preferir las partes menudas del pollo y otras especies de aves de consumo, al momento de degustar un buen plato de comida típica, como es frecuente en nuestro país. Eran tiempos en que las precarias condiciones de vida de los enclaves humanos establecidos mayoritariamente en la zona rural del país apenas permitían la disposición de un pollo, gallo o gallina, de la limitada crianza, para ser guisado como complemento de la magra comida del día. Como es de entender, en familias numerosas, salpicadas por demás con las normas imperantes en nuestra típica cultura machista, la regla básica dictaminaba que lo que se conoce como piezas (o presas) principales del pollo -esto es, muslos, pechuga, etc.-, fuesen asignadas a los padrotes del hogar (padre, abuelo, hermanos mayores, etc.), quedando lo demás -si es que quedaba algo-, para ser distribuido equitativamente entre los menores de la casa.

Como parte de un conglomerado social en el que primaban estos hábitos y costumbres, confieso sin empacho que, desde pequeño, me hice asiduo a las alitas, los cocotes, patas, carapachos y cualquier otra menudencia con la que fuese premiado mi plato. Y lo disfruté, por años, hasta la saciedad. A tal extremo que hoy día en que han mejorado sustancialmente las condiciones de vida y proliferan los negocios de pollos horneados y ‘pica pollos’, en sus múltiples variedades y presentaciones  -gracias, en gran medida, al abaratamiento derivado de la incursión, en el negocio de comida rápida, de inversionistas provenientes del continente asiático, específicamente chinos-, esa atávica costumbre se impone, todavía, en mis gustos y apetencias, prefiriendo un buen servicio de alitas crujientes, antes que un desproporcionado muslo o una descomunal pechuga, como, indudablemente, prefieren los miembros de mi prole.

-III-

Arenques, sardinas, pica-pica y ‘marifinga’.

La sabiduría popular, tan dada, en ocasiones, en hacer burlas y provocar hilaridad con situaciones del diario vivir, ha estampado en la creencia de la gente el supuesto de que los miembros de la hermana nación haitiana, en su extracción más humilde, reciclan, por así decirlo,  las piezas de arenque empleadas en la elaboración de un Locrio, reservándolas para segundos –o terceros- usos, con los mismos fines.

Sin pretender contradecir este aserto, argüido, a veces, por quienes manejan en forma sardónica estos elementos propios del subdesarrollo en el que se debate un pueblo digno de mejor suerte, como la República de Haití, hemos de decir que, también en apartadas regiones de nuestro país, mucha gente que vive en la más abyecta miseria, apartada de la atención, el favor y las prebendas oficiales,  vive o le ha tocado vivir en similares situaciones.

Cierto es que hubo tiempos en que, en los campos, se amarraban los perros con longanizas, frase con la que se alude a épocas de bonanza, vastedad en los cultivos y reproducción de las crianzas en plena armonía con la naturaleza. El descuido y desatención a las personas que residen en las comunidades campesinas, la concentración de los recursos del presupuesto en obras de carácter suntuario y de relumbrón, el manejo turbio y amañado de las ayudas estatales, que, por lo general, han ido a parar a quienes menos las necesitan, ha dado por resultado que los sectores campesinos del presente disten mucho de los de hace décadas, cuando ‘cualquier sastre del campo al del pueblo le hac(ía) un flu’, y la producción agrícola abastecía con creces la demanda de los pueblos y las grandes ciudades.

En esos años de escasez, desabastecimiento y, en ocasiones, hambruna, nuestra gente humilde hubo de hacerse asidua a las sardinas y pica-pica, como suplemento en la dieta diaria y las comidas de medio día.

Y, de aquellos tiempos de la Alianza para el Progreso y la Intervención Norteamericana de 1965, con su secuela de ‘ayuda humanitaria’ junto a las que llegaba además y de manera subrepticia el veneno de la vigilancia, control político y adocenamiento de los ímpetus libertarios de nuestros pueblos tercermundistas, también llegaron, para quedarse, los famosos bollos con mantequilla y la ‘Marifinga’, ambos elaborados con harina de maíz.

-IV-

El divorcio mío va a llegar el día que me le echen agua al concón’ (*) 

(*).- Tubérculo Gourmet; personaje popular.

Hubo un tiempo, en el seno de ciertos conglomerados urbanos de nuestro país, en que raspar de manera ostensible la costra del arroz que queda pegada al fondo del caldero, era censurada acremente, constituyendo motivo de burla y miradas despectivas -entre los vecinos- y vergüenza, para los afectados.  Razones de tipo social podían dejar latente, en el seno de la vecindad, la creencia de que al actuar de esta manera –raspando el concón- se estaba completando en el plato una porción de alimento que, por razones de tipo económico, no estaba siendo suplida, en el gasto diario. Dicho en otras palabras, a falta de dinero, para comprar más arroz, se disponía del concón para completar!

Y esto, para todo aquel que ha vivido en barrios y se ha forjado en la cultura de las ‘cuarterías’, es el componente fundamental de una formación que viaja en el subconsciente del individuo, sin abandonarle jamás.

En el anecdotario popular, ‘Raspar el concón’ en tiempos de crisis, significa, sin más ni más, completar lo que falta en el plato, para llenar la panza. El tiempo y la usanza han determinado que, en forma paulatina, mucha gente se haya aficionado a este crujiente y delicioso ‘complemento’ en la dieta diaria del dominicano, a tal extremo de, en algunos casos, se da preferencia al concón, antes que al resto de la comida.

Recuerdo, en mis tiempos de estudiante de la UASD, cuando, a falta de servicio en el Comedor Universitario, acudíamos en la hora del almuerzo, a uno cualquiera de los tarantines de expendio de comida. El de Doña Pimpa brillaba entre nuestros favoritos. Un asiduo comensal, experto en asuntos del ‘buen comer’, -y quien, aquí entre nos, de manera consuetudinaria apelaba a su humilde condición económica, para evadir el pago exacto del servicio de comida- se apersonaba cada día, de manera puntual, y, apelando a una formula ensayada repetidas veces, pedía –y, más que pedir, ordenaba-:

-‘Deme un plato de concón, lo habichuelea, lo salsea, me le echa un poco de espagueti y me le pone una tajada de aguacate’.

A todo lo cual, y como colofón, agregaba:

-‘Ah, y que no pase de 10 pesos, que no tengo más!’-

A todo ello, con su tradicional manejo de buena samaritana, además de lo solicitado, Pimpa respondía agregando una que otra porción de carne, en calidad de ñapa y en muestra de solidaridad para con el jocoso personaje, quien se alejaba de allí a disfrutar su opíparo plato, a la sombra de una de las matas de cajuil que aún perviven en las cercanías, dejando flotando en el ambiente un poco de humor y fraternidad, de esa que hace tanta falta entre los humanos.

Tiempos pasados, que aún perviven en la nostalgia!

De mi parte, y al igual que el versátil gurú de la gastronomía dominicana –me refiero a Tubérculo Gourmet, personificado de manera magistral por el laureado humorista Raymond Pozo-, confieso ante todos que yo también soy loco con un conconcito!

  jpm-am

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Diego Pere
Diego Pere
2 meses hace

me facina