El árbol, señal de vida
POR J. R. ORLANDO REYES
Sembrar un árbol es más que una simple labor agrícola o ecológica. Es un acto de amor: de amor por los ríos, de amor por las aves, de amor por toda la fauna; de amor por la vida.
Sembrar un árbol es iniciar un proyecto de vida para las futuras generaciones, de las que nuestros hijos, nuestros nietos serán herederos y transformadores.
De ellos serán los mares y sus abundantes riquezas, de ellos serán los ríos de inmensos caudales que saciarán la sed, bañarán los llanos y preñarán la tierra; de ellos serán los bosques, que como en la tierra prometida, “emanarán leche y miel”.
De ellos serán los nimbos que derramarán gotas frescas en cualquier amanecer, en cualquier ocaso, en cualquier noche y harán florecer la tierra que se colmará de paz y prosperidad.
Pero si no sembramos hoy el árbol del futuro, nuestros nietos, nuestros hijos y hasta nosotros mismos llevaremos a cuestas el pesar de ver los mares alejados raudos de las costas, de ver los ríos apagar su existencia y resonará en nuestros oídos un lejano eco de angustia, de sed, de muerte…
Si no sembramos hoy el árbol del futuro, seremos alma en vela y eternos peregrinos cargados de nostalgia y de recuerdos, recorriendo la vastedad del mundo por los confines donde ayer hubo bosques, montañas y cordilleras que emanaban leche y miel y ya, convertidos en inmensos escenarios de desolación, de angustia, donde las piedras y las especies ponzoñosas más temerarias se disputarán la tierra seca.
Si no sembramos hoy el árbol del futuro, ellos, nuestros hijos y nuestros nietos, nos maldecirán por dejarles como herencia un mundo marcado por la desolación.
Hay tantos motivos para sembrar una árbol: por el hijo que nace y así verlo crecer juntos; por el aniversario de bodas, por la graduación, por la apertura de una empresa de la familia, por el enfermo que se curó, por nuestro propio cumpleaños, por la casa que construimos, por la visa que nos otorgó el consulado… en fin, que haya siempre una razón para sembrar el árbol del futuro, el que nos garantiza una estancia feliz en esta tierra pródiga que poco a poco la vamos convirtiendo en escenario de muerte.
Vamos a volver la vista atrás, retornemos al pasado, cuando la escuela dominicana celebraba el Día del Arbol con júbilo; se sembraba árboles por doquier, se le cantaba y se le recitaba a la Madre Naturaleza y ella entonces reciprocaba ese gesto de amor con la lluvia y luego con frutos dulces y abundantes.
Vamos hoy a las peladas montañas de Quisqueya, a las riberas resecas de ríos a punto de desaparecer, a las cálidas llanuras, vamos resueltos y decididos porque cada árbol que sembremos será un monumento que se levantará a nuestra memoria y frente a ellos, nuestros hijos y nietos se inclinarán reverentes y felices a recordar y disfrutar de nuestro legado.
JPM

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