De cuando éramos pobres

 

¿Lo real es siempre político?

Hago la pregunta recordándome de cuando éramos pobres. De cuando fuimos tan infelices que perdíamos el recuerdo de nuestra construcción, y la cualidad histórica de las cosas se esfumaba en la mentira  del líder de turno que quería dibujarnos una claridad feliz.  Ya no. Todo es fácil, inocente. De un país de dureza hemos pasado, casi por arte de magia, a un país de ensueño. Los pobres, esos incordios de la existencia, no están para amargarnos la vida; y, a lo sumo, constituimos ahora el reinado de la clase media. En una palabra, el país ha ingresado a la categoría de los objetos lujosos: hemos robado a Dios el privilegio de multiplicar la riqueza, y los pobres son hoy el pálido retablo del olvido. Lejos ha quedado aquel molestoso informe del  Banco Mundial, maliciosamente titulado “Cuando la prosperidad no es compartida: los vínculos débiles entre la riqueza y la equidad en la República Dominicana”. O esa infame crónica del despojo del “Programa de  las Naciones Unidas para el  Desarrollo”. Y, sin quizás, el malhadado resumen de OXFAM titulado “Justicia fiscal para reducir la desigualdad en Latinoamérica”. Todos muy recientes, y todos una oratoria fulminante contra la simulación del progreso que hemos tenido que aguantar como estrategia política. ¡Vade-Retro!

De cuando éramos pobres quedan las cenizas. Como promedio, los organismos internacionales cotejaban la pobreza entre un 40 y un 42%, con una franja sombría de indigentes que oscilaba del 20 al 21%. Y teníamos una realidad laboral en la cual el 55% era empleo informal, y el 20% de los empleos formales apenas ganaban el costo de la canasta familiar. Ahora no. Nuestro trabajo es suficiente para un nivel de confort estimable. Y lo que antes eran pobres de solemnidad, en este instante pueden ahorrar considerables excedentes provenientes de sus salarios. La CEPAL nos decía que, apenas en el 2012, el 20% de la población más pobre recibió el 3.9% de la escala salarial, y ello equivale a la misma proporción de diez años atrás,  un dato que inmoviliza al quintil más bajo de la sociedad. Mientras que el 20% más rico de la población recibió el 50% del ingreso total de la nación. ¡Una inalcanzable cumbre de la desigualdad!

Un verdadero trajinar era el vivir, si a ello agregamos que los servicios básicos eran un soberano desastre. Llegar a un hospital era como atravesar los siete círculos del infierno dantesco. La luz eléctrica era como un milagro divino porque los apagones nos empañaban la vista, y la vista es el más distinguido de todos los sentidos. La educación no pasaba de ser un lisiado sin bríos que se atrincheraba en todos los discursos, y que caía y caía para volver a caer. Vivíamos en la inseguridad, naufragábamos en el terror de las calles oscuras, como todas las criaturas atravesábamos nuestro valle de lágrimas. Hasta  que llegaron el Dios-Danilo y el mago Temo-cho. ¡Danilo es Dios, y el mago Temo-cho su profeta!  Bastó con mover una varita y siglos de miseria se disolvieron en agua de borrajas. En una lejanía en la que el Mago Temo-cho  no corría el riesgo de ser desmentido se leyeron los números. El verbo se desplegó y liberó al sustantivo Patria de todas sus miserias ancestrales, ¡al fin se decretaba la abolición de la pobreza! El mago Temo-cho  nos autorizaba a confundir la realidad con la imaginación. Con el arañazo de una estadística que le eximia de las pruebas, se derribaron todos los referentes de la realidad. El párpado algo plegado, la frente fruncida, revestido de la coraza del cinismo, el mago Temo-cho bajó del podio con la mirada pensativa, noblemente fijada en su misión redentora. Al otro día se marchó a la ONUcon el Dios-Danilo, quien en un discurso de alcance universal oficializarían la hazaña de abolir la pobreza en un abrir y cerrar de ojos. ¡Danilo es Dios, y el mago Temo-cho su profeta!

El Dios-Danilo y el mago Temo-cho son más fuerte que lo real, le imponen sus leyes; y talvez sea cierto que los pobres han desaparecido. Aunque solo ellos no los ven; lo que los esfuma es la impostura, el cinismo, que promete la felicidad y lleva a la desventura.  ¿Lo real es siempre político?

 

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