El día que entró el mar

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El 4 de agosto del año 1946, poco después del mediodía, nos entreteníamos jugando parché chino junto a unos amiguitos, tumbados sobre la alta acera de la casa donde vivíamos en la calle París, en el centro de la capital dominicana. Desvestidos de la cintura hacia arriba, el pequeño grupo recibía el fresco del cemento que le atenuaba la tórrida temperatura de aquel inicio de tarde dominguera que se nos haría inolvidable, mientras a cada turno hacíamos los movimientos de las bolitas para avanzar en el juego. Un sudoroso carretero pasaba en aquel momento con una carga de piedras picadas, que aun se usaban en las obras de construcción, y en la avenida José Trujillo Valdéz, distante apenas unos pocos metros de nuestra casa, el calor reverberaba en la tarvia. Mientras tanto, en un patio de la calle Abreu, Carlitos Taylor, un popular guitarrista, tenía el palpito de que su mujer no le era fiel y en aquel momento le cuestionaba acerca de las dudas que albergaba al respecto. En un lugar lejano del país, en la provincia Julia Molina, un maremoto originado por un desplazamiento tectónico ocurrido en la fosa de Milwakee, llevó sus terribles olas hasta una pequeña aldea de pescadores llamada “Matancitas”, barriéndola del mapa y ocasionando la muerte de algunos lugareños. Ese cataclismo, seguido de un terremoto, afectó una amplia región del país, donde hubo muchas construcciones dañadas, aunque no grandes pérdidas de vida. El sismo se extendió a la ciudad capital, sacudiéndola de la modorra que el agobiante calor le imponía. Las canicas de vivos colores de nuestro parché, comenzaron a salirse de sus puestos. Las mujeres corrieron de sus casas para arrodillarse en la terrosa calle y darse golpes en el pecho mientras gritaban: “¡Misericordia Señor”¡. El poste del alumbrado junto a la acera se “jamaqueaba” y en ese instante temí que se viniera al suelo. Solo cayó la bombilla. En la cuartería de la calle Abreu, la mujer de aquel negro cocolo, largo y flaco como lo era Carlitos Taylor, ante el acto misterioso y sorpresivo fenómeno, lo entendió como una señal superior para que confesara su pecado y arrodillada ante su demandante compañero le confió que ella siempre lo había engañado. El juglar, con la filosofía de la vida que adquiere el hombre que ha aprendido mucho, recibió la noticia calmado y aprovechó aquella experiencia suya para componer una picante guaracha que por algún tiempo se escuchó con profusión en las radio y los ambientes cabareteros: “¡Qué malas son, que malas son, que malas son las mujeres. Qué buenas son, que buenas son, que buenas son cuando quieren” El domingo siguiente al fenómeno de la naturaleza que tanto miedo y daño había causado, y que en la capital llevó a muchas personas a dormir en los parques en las noches inmediatas al temblor por temor a otro estremecimiento, como podía ocurrir, según decían, fue celebrada una misa de Acción de Gracias al pie de Obelisco. La mañana era esplendorosa y una gran concurrencia se dio cita en aquel acto de liturgia. RUMOR Mientras se celebraba la misa bajo un sol radiante y al fondo un mar profundamente azul y calmo, la parte alta de la capital se agitaba: se violentaba el comportamiento colectivo ante un creciente rumor que había surgido en un pueblo todavía enturbiado por la tragedia ocurrida apenas una semana antes. Un movimiento intenso de gente y vehículos comenzaba a tornarse atropellado y marchaba en forma desaforada. A su paso alertaba con el sobrecogedor anuncio de que el mar estaba entrando a la capital y las aguas llegaban a la mitad del Obelisco. Otra oleada de gente con el pavor en el rostro, corría gritando que la calle El Conde se encontraba bajo las aguas y los peces nadaban a su antojo en ella, y las olas habían comenzado a llegar a la avenida Mella. La gente en la parte alta abandonaba sus casas sin cerrarlas y huía, como le huyó el raciocinio ante el rumor. Unos dejaban sus pertenencias y otros cargaban con todo lo que podían, aterrorizados por las heraldos catastróficos que acercaban cada vez más ese mar impetuoso, indetenible y destructor que se iba tragando la ciudad, como la reedición de un castigo bíblico. Las calles que conducían a las alturas; a los potreros de Venturita, donde se construía La Voz Dominicana, al aeropuerto y a la salida para el Cibao, eran un caos total de vehículos de toda clase y gente con sus corotos a cuesta, marchando en un desfile abigarrado y patético. Hasta imágenes de santos se veían cargados en las cabezas de algunos que corrían, mientras le encomendaban su salvación al que representaba el santo compañero en su desbandada. Pepé Justiniano, conocido hombre de la radio, se encontraba junto al declamador Juan Llibre y otros contertulios en la casa de un amigo común en la calle Caracas, cuando sorprendidos por la tumultuosa caravana que por allí pasaba anunciando la ocupación de ciudad por el mar, que ya estaba en los alrededores del parque Julia Molina, uno de sus compañeros, impresionado por el pánico colectivo que mostraba la gente, sugirió a su compañeros agregarse al caótico éxodo. Pepé, calmado como era su carácter, consideró que lo más sensato sería subirse al techo de la casa y asegurarse donde se encontraba el mar antes de agregarse a aquella marcha de desesperados. Así lo hizo y para su sorpresa y tranquilidad a la vez, vio allá, en la lejanía, las aguas azules, y apacibles como en una postal. Bajó y se lo hizo saber a sus compañeros, por lo que decidieron seguir disfrutando de su placentero domingo entre tragos y poesías, mientras por las calles marejadas humanas escapaban de la hecatombe que un rumor había creado.

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