Cuando nada puede hacerse

 

 

De todas las causas que promueven las pugnas por el control territorial, el factor económico ha sido el más poderoso. Innumerables conflictos se han debido también a rencillas sucesorias, intolerancia religiosa y contradicciones ideológicas insalvables, pero nunca al margen de intereses económicos. Un elemento común a todos los demás, ha sido, por lo general, el ego dominante, germen de la ambición de poder por la cual sucumben grandes imperios.

Prácticamente, la superficie del planeta permanece constante, pero sobre ese espacio fijo se han superpuesto las distintas civilizaciones. Las guerras por el control territorial tienen mucho que ver con esa limitación, al igual que los tratados de paz y los repartos forzosos de territorios que se derivan de esas contiendas.

Muchos pueblos creyeron necesitar un espacio vital que garantizara su perpetuación. Conscientes o no,  forjaron su porvenir sustentando la concepción doctrinaria del destino manifiesto. Abraham avanzó hacia Canaán enarbolando la doctrina de la Tierra Prometida. Dominar los predios de esa fértil demarcación geográfica, comportaba un propósito esencialmente económico. La rica y productiva heredad de Canaán fue repartida entre los hijos de Jacob. Con el paso de los años, las doce tribus de Israel se fundieron en dos reinos antagónicos: Judá e Israel. La ambición de poder suele destruir o dividir sin tener en cuenta nexos ni parentescos. También el vasto imperio de Alejandro Magno se despedazó por las diferencias irreconciliables de los generales que le sucedieron.

En la célebre trayectoria del rey de los griegos y la de Carlomagno hubo cierto paralelismo. En épocas y espacios distintos, ambos monarcas expandieron los respectivos imperios de sus progenitores. Alejandro Magno se convirtió en rey de los persas y faraón de Egipto. A Carlomagno se le considera el padre de Europa. La dinastía ptolemaica desprendida del imperio de Alejandro Magno, colapsó bajo el poder del Imperio Romano de Occidente, entidad política que Carlomagno intentó restaurar. De esa idea del rey de los francos nacería el Primer Reich. No prosperó en su momento, debido a la guerra que enfrentó a su hijo con los tres de éste que se repartieron el imperio carolingio por pedazos. Padres, hijos, hermanos y viejos amigos, suelen matarse entre sí cegados por la ambición de poder.

Cuando las pasiones religiosas se extreman, igual ocurre con esas luchas fratricidas. La disputa por la legitimidad sucesoria de Mahoma perdura hasta nuestros días. Reclamos chiitas y sunitas cercenaron los dominios del profeta de Alá tan pronto éste dejó de respirar. Musulmanes, cristianos y judíos, son ramas del mismo árbol troncal: Abraham; pero la irracionalidad impide que coexistan pacíficamente.

En medio de esos avatares, Balduino II empeñó al mayor de sus hijos reuniendo fondos para mantener su reino en Constantinopla. Pignorar un hijo entraña una decisión desesperada. Recuerda la de Abraham aguardando la ofrenda que libraría al suyo del holocausto inminente. Ambos casos sugieren un drama de afecciones emocionales que la historia no puede transmitir con fidelidad. Escribir una historia objetiva del sufrimiento, tal y como cada cual lo padece, sería imposible. Novelistas, dramaturgos y poetas, intentan cubrir ese déficit narrativo.

Las guerras engrandecen y aniquilan; los tratados de paz enriquecen y despojan. Un caso sui géneris fue la Conferencia de Berlín de 1885, donde los ricos territorios de África se repartieron como piñata. En 1697 España perdió un tercio de nuestra isla por efecto del Tratado de Rijswijk; el resto por el de Basilea.  Gracias al tratado de paz suscrito con Haití en 1874, nuestro país perdió cinco poblaciones y uno de sus valles más fértiles. Las cúpulas de los bandos beligerantes son las que deciden las cláusulas de esos tratados; la gente común se entera cuando nada puede hacerse.

jpm

 

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