Con mi peor enemigo

Mis
esfínteres literalmente se abrieron de par en par y mi cuerpo y espíritu fueron
invadidos por una extraña sensación de calor y frio cuando ese hombre puesto de
pie y muy erguido me dijo: “usted está confabulado con mi peor enemigo”. No sé
de donde saque fuerza para responderle: “explíquese mejor, compañero
presidente”.

En
cuestión de segundos pensé que ese líder
y prócer me acusaba de traidor o de tener doble militancia, o quizás de
mantener contacto con algún miembro de
la Agencia Central de Inteligencia (CIA) o de algún otro crimen político mayor, que merecería mi
expulsión sumaria del Partido. Claro que
en cualquier caso yo proclamaría mi inocencia.

Cuando
me repitió la terrible frase de “usted está
confabulado con mi peor enemigo”, mis
rodillas ya no soportaban el peso del resto de mi cuerpo, pero
aun así, volví a reclamarle:”
explíquese mejor, compañero presidente”. Fue
entonces cuando me dijo que su
peor enemigo era el tiempo, a quien tenía que ganarle la batalla que habían entablado.

Mi
cuerpo volvió a oxigenarse cuando
entendí que la dura reprimenda estuvo motivada en mi repetida tardanza en
llegar a su oficina política para llevarle los originales de Vanguardia del
Pueblo y realizar otras encomiendas
menores en mi condición de mandadero.

Yo
tenía poco menos de 20 años y Juan Bosch más de 60, pero en ese momento, el
líder me enseñó sobre el valor del
tiempo, más aun cuando se emprende la tarea de construir el instrumento
político que completaría la obra
inconclusa de Duarte. Él estaba consciente de que tenía que aprovechar cada minuto en pensar, escribir,
estudiar, discutir y transmitir sus enseñanzas a “esos oficiales conscientes
valientes y disciplinados”, que eran los miembros del Partido.

Para
resolver el problema de la tardanza, don Juan
dispuso que me asignaran un vehículo y además aumento
mi asignación de 60 pesos a cien
pesos mensuales, con los cuales ya podía
pagar el alquiler de mi pensión estudiantil y atender algunas exigencias
estomacales, pero el regalo mayor lo fue
sin dudas, la lección sobre el valor del
tiempo.

Desde ese día han transcurrido casi 40 años,
pero todavía hoy es válido reclamar de
la dirección del Partido y del Gobierno no desperdiciar el tiempo, que debe ser
seccionado en días, horas y segundos,
para poder aprovechar hasta sus
vísceras, en la ingente tarea de construir y consolidar una sociedad basada en justicia, prosperidad y
equidad.

Quizás,
Juan Bosch ya temía que tarde o temprano
una enfermedad neurológica atacaría su memoria y destruiría su extraordinaria capacidad de pensar, razón por
la cual trabajaba sin descanso, como quien
procura alcanzar la meta en tiempo record. Creo que pudo ganarle el combate al tiempo porque su
legado político, literario y ético
constituye un valioso tesoro para presente y futuras generaciones.

Ojala
que el Gobierno, Partido y la sociedad
toda entablen una lucha sin cuartel contra quien hace
casi cuatro décadas se constituyó
en el más encarnizado rival de Juan Bosch y para que el prócer no indilgue a líderes y dirigentes la terrible acusación de
“usted está confabulado con mi peor
enemigo”.

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