La Santa Sede ¿Primer Estado en reconocer la Independencia Dominicana?
POR FERNANDO PEREZ MEMEN
Durante la dominación haitiana la Iglesia Católica en la parte oriental, de la isla de Santo Domingo además de perder sus fueros e inmunidades, continuó como en el anterior régimen español sin comunicación directa con la Santa Sede, y la Provincia Eclesiástica dominicana sufrió, de nueva cuenta, un profundo cambio al perder el Arzobispado el título de «Primado de las Indias».
Años antes las contingencias políticas produjeron como inmediatos efectos transformaciones en el régimen de la Iglesia Dominicana. Así sucedió como efecto del Tratado de Basilea del 1795, y el traspaso de la parte oriental de Santo Domingo a Francia. En este contexto el 23 de noviembre de 1803, el Papa Pío VII, en la bula in Universalis Ecclesiae Regimini separó las dos diócesis sufragáneas del Arzobispado de Santo Domingo, es decir, Caracas (Venezuela), y Santiago de Cuba, así dejó de existir la provincia Eclesiástica Dominicana.
La vuelta de Santo Domingo a España a causa de la Reconquista de Juan Sánchez Ramírez en 1809, produjo como uno de sus principales efectos, siete años después, y por el mismo Papa, en la Bula Divinis Praeceptis del 28 de noviembre del 1816, la restauración de la extinta Iglesia Metropolitana de Santo Domingo con su antiguo título de «Primada de las Indias», y le asignó como única diócesis sufragánea, la de San Juan de Puerto Rico.
Señalados estos precedentes, importante es resaltar que el Manifiesto del 16 de enero de 1844, que es el acta de nuestra Independencia, tras presentar como uno de los grandes agravios sufridos por los dominicanos la política religiosa del régimen haitiano, de carácter liberal y anticlerical, asumió el compromiso de darle un tratamiento diferente a la religión Católica cuando se constituye el nuevo Estado, pero sin desconocer la tolerancia religiosa.
En este tenor el documento declaró: «La religión Católica, Apostólica y Romana será protegida en todo su esplendor como la del Estado; pero ninguno será perseguido ni castigado por sus opiniones religiosas».
Casi dos meses y medio después de proclamada la República, en el trajín de la guerra, apareció la primera disposición relativa a la Iglesia Católica, y tradujo la orientación que el nuevo Estado siguió en sus relaciones con el culto católico. En el decreto de la Junta Central Gubernativa del 11 de mayo de 1844 se consideró que: «La Religión Católica, Apostólica y Romana, siendo la del Estado, ha de ser mantenida en todo su esplendor». En el documento se percibe claramente el valor político social que se da al culto cuando apunta: «que importa realizar este agente poderoso de la sociedad que une a los hombres entre sí con su creador, por medio de los lazos suaves de la caridad».
Más adelante, el 22 de octubre, la comisión encargada de redactar el programa de la Constitución primera de la República, cuyos miembros eran cinco, y de los cuales, tres eran sacerdotes, señaló el sitial en que colocaría a la Iglesia en la organización jurídico-política de la sociedad dominicana.
La Religión Católica, Apostólica, Romana, ese rico patrimonio heredado de nuestros mayores, y que los dominicanos profesan por convicción, ha sido repuesta en su antiguo esplendor e independencia. El declararla Religión del Estado ha sido con el doble objeto de santificar con este público testimonio de nuestra creencia, las leyes patrias y que éstas a su vez impriman al culto de los dominicanos, a más del de la veneración a que es acreedora, todo el carácter de una institución política.
En la Ley Fundamental del 1844, el constituyente en el cual de 29 diputados 8 eran sacerdotes, en el Art. 38 declaró taxativamente que: «La Religión Católica, Apostólica y Romana es la Religión del Estado». Reivindicó a la Iglesia, sacando al poder público de la esfera propia del gobierno eclesiástico, que había invadido el Estado Haitiano, al poner en manos del Poder Ejecutivo la facultad de asignar el radio de acción del ministerio sacerdotal y, al hacer dependientes a los curas de los Consejos de Notables. Así el preindicado artículo constitucional continuó declarando que: «Sus ministros, en cuanto al ejercicio de su ministerio eclesiástico, dependen solamente de los prelados canónicamente instituidos».
El nuevo Estado, sin embargo, recibió cierta herencia regalista y galicana, y asumió la facultad del Patronato legitimando con la nueva concepción de la soberanía popular. Así el referido decreto de la Junta Central Gubernativa consideró:
Que los pueblos, así como pueden nombrar sus mandatarios, pueden también elegir a sus pastores sometiéndolos a la autoridad y aprobación de Su Santidad el Sumo Pontífice, cabeza visible de la Iglesia.
La Junta, por tanto, en representación de la voluntad popular y del poder soberano del pueblo, siguió la misma senda trillada por la Regencia Española en 1810, y Fernando VII, en 1815 al restablecer la Arquidiócesis de Santo Domingo con sus antiguos títulos y prerrogativas, y la presentación de Valera a la Santa Sede como arzobispo. En ese sentido en el Art. 1º. del preindicado decreto restituyó a su antiguo ser y Estado la Santa Iglesia Catedral, de esta ciudad; y el gobierno eligió por arzobispo de ella al Doctor Tomás de Portes e Infante. En el Art. 2º. Señala que se dará cuenta al Papa de dichas elecciones a fin de que se dignara aprobarlas.
De suerte que el nuevo régimen se revela heredero del regalismo, aunque moderado, por la circunstancia del decidido apoyo del clero frente a la lucha que libraba contra los haitianos, cuya influencia social se había vigorizado en aquellos momentos, al ser presentado como la principal víctima del régimen anterior. El referido informe de la comisión redactora del texto constitucional del 1844, expresó el pensamiento regalista del gobierno dominicano:
El estado actual del clero y de los asuntos eclesiásticos requiere imperiosamente un pronto remedio, a cuyo efecto la comisión para conciliar la independencia de todo lo espiritual, de la administración civil, con la intervención necesaria del poder temporal en los negocios relativos a las disciplina eclesiástica ha creído que no se puede presentar medio más obvio que concluir un concordato con la Santa Sede pero como esta medida puede sufrir dilaciones, y que es urgente proveer todo lo concerniente a tan delicada materia, le ha parecido bien autorizar al Poder Ejecutivo para que de acuerdo con el Diocesano, impetre inmediatamente a Su Santidad a favor de la República Dominicana, la gracia de presentación para las mitras y prebendas en toda la extensión del territorio.
El regalismo, como se observa, queda neutralizado, por la circunstancia antes expuesta, el régimen reconoció «la intervención necesaria del poder temporal» en los asuntos eclesiásticos, pero decidió asumir una actitud conciliatoria con la potestad religiosa, ínterin se lograra firmar un concordato con la Santa Sede, para de común acuerdo solicitar al Papa el Patronato.
A diferencia de algunos de los nuevos estados americanos que se declararon herederos del Patronato y consideraban que con la independencia esa prerrogativa de la Corona española había pasado a las nuevas naciones, y era un derecho inherente a su soberanía, el Gobierno Dominicano, a pesar de que lo ejerció al nombrar a Portes, al restablecer la catedral a su «antiguo ser y Estado», y al «dictar varias leyes reguladoras del culto», dando a entender que ejerció esa facultad de manera provisional, «porque los males que afectaban a la religión del Estado reclamaban urgentes remedios», y como no consideró dicha atribución como un derecho propio o inherente a la soberanía de la nación, decidió solicitarlo de común acuerdo con el arzobispo electo.
La Carta Substantiva del 1844, en su Art. 208, siguió esa misma línea de pensamiento, y reflejó, por un lado, cierto matiz ultramontano, y otro, regalista:
El Presidente de la República está autorizado para de acuerdo con el Diocesano, impetrar de la Santa Sede a favor de la República Dominicana, la gracia de presentación para todas las mitras y prebendas eclesiásticas, en la extensión de su territorio; y además para entablar negociaciones con la misma Santa Sede, a fin de ejecutar un concordato. Hasta entonces los asuntos puramente eclesiásticos serán decididos conforme a los sagrados cánones.
Las dificultades por las que atravesaba la República imposibilitaron la firma de un concordato. La Santa Sede aceptó la nominación de Portes, del cual tenía plena confianza, pues desde los últimos años de Boyer, mantuvo una constante comunicación con Roma, y a diferencia de los vicarios del Oeste, siempre se inclinó a favorecer los intereses del Vaticano frente a los de Haití. La aceptación de Portes como arzobispo por Pío IX, en 1848, ha de entenderse como un reconocimiento tácito o implícito de la soberanía de la República, y concomitantemente del Patronato en el nuevo Estado. Junto con las bulas el Sumo Pontífice escribió a Santana congratulandose por:
La elección que ha hecho del benemérito eclesiástico Tomás Portes, como enteramente digno del cargo arquiepiscopal, según nos consta de varios suficientes documentos, y particularmente de la esclarecida recomendación consignada en tus cartas, en las que le ensalzas y colmas de elogios.
Luego de la confirmación pontificia de la elección de Portes, el Poder Público se creyó con base legítima para ejercer el Patronato e hizo ciertas compensaciones a la Iglesia. Asignó sueldo al arzobispo, a los prebendados y canónigos del restablecido cabildo catedral, y a la única monja existente en el convento de Regina. Creó, además, un colegio seminario y se comprometió a sostenerlo con la suma de doce mil pesos anuales.
Estableció, asimismo, en la República, el Código de la Restauración francesa, legislación favorable a los intereses eclesiásticos.
Es importante considerar que se fueron configurando importantes precedentes para el reconocimiento del Vaticano a la República Dominicana, entre otros, el Papa aprobó la conducta de Monseñor Pedro Valera y Jiménez de no aceptar la propuesta del Presidente Juan Pedro Boyer de trasladar el Arzobispado de Santo Domingo a Haití; asimismo la organización de la Iglesia dominicana que dejó antes de su salida al exilio en Cuba; el documento pontificio fechado el 20 de noviembre de 1826 del cual tuvo noticia el gobierno haitiano a la muerte del prelado, en el que designaba a Portes e Infante Vicario General y Delegado Apostólico con jurisdicción sólo para el Este de la isla; la nominación del Padre Tisserant como prefecto Apostólico de Haití, el 31 de enero de 1844, la que no aceptó el régimen haitiano, porque creía que aceptarla era reconocer lo que la Santa Sede consideraba como un hecho consumado «la separación de la parte del Este». Y, finalmente, el reconocimiento de la Silla Apostólica a la independencia de nuestro país, de nueva cuenta, quedó implícitamente hecho en el concordato entre el Vaticano y la República Haitiana en 1860, en el mismo se habla de erigir diócesis y de designar obispos dentro de la parte occidental, y no alude a la parte Este de la isla de Santo Domingo.
Interesa también significar que la aceptación de la Santa Sede de las disposiciones de la Junta Central Gubernativa en relación al restablecimiento de la catedral a «su antiguo ser y estado», y la elección de Portes fue en reconocimiento del ejercicio del Patronato en el país, y en rigor, efecto derivado de una entidad independiente o soberana.
Diez años después del ejercicio provisional del Patronato, en el sentido de considerarlo como una gracia que había que solicitarle al Romano Pontífice, y no un derecho inherente de la soberanía de la nación, fue preceptuado en este sentido por la primera reforma constitucional de 1854.
En la Ley fundamental de Moca del 19 de febrero de 1858, se estableció que entre las atribuciones del Poder Ejecutivo (art. 84) está la de «ejercer el Patronato de la República» (párrafo 24). La reforma constitucional del 14 de noviembre de 1865, en su artículo 74 señaló, entre las atribuciones del Poder Ejecutivo, la de «ejercer el Patronato de la República». Atributo que ejerció en cooperación con el Congreso (art. 51, párrafo 24). La reforma del 27 de febrero de 1866 (art. 39) pasó esa atribución al Poder Legislativo. La revisión del 14 de septiembre de 1872 volvió al Art. 208 de la Constitución primera de 1844 al reconocer al Patronato como una gracia pontificia, y facultó al presidente a solicitarla. La misma idea aparece en la reforma del 7 de mayo de 1877. La Constitución de 1896 en su art. 25 facultó al Poder Ejecutivo a ejercerlo en cooperación con el Legislativo. La Carta Substantiva del 1908, denominada Constitución de Santiago suprimió todo lo relativo al referido derecho por lo que el jefe del Estado quedó desprovisto de base jurídica para continuar ejerciéndolo.
El reconocimiento tácito o implícito de la Silla Apostólica a la Independencia de nuestro país se inscribe en los cambios que se produjeron en la política internacional entre la tercera y cuarta década del siglo XIX, caracterizados por la muerte de Fernando VII, el debilitamiento del legitimismo, el reconocimiento de la emancipación de algunos países hispanoamericanos por la Regente María Cristina, la desorganización religiosa y las múltiples necesidades espirituales en esas naciones, y la falta de obispos para enfrentarlas fueron entre otros, los condicionantes que influyeron para que Roma se acercara y reconociera a los nuevos Estados Latinoamericanos.
Precisamente los primeros pasos de acercamiento los inició Roma con Haití en 1821, al enviar en calidad de Delegado Apostólico a Pierre Glory, obispo de Macri, ciudad de Anatolia, en Turquía Asiática, sin haberlo solicitado el Presidente Juan Pedro Boyer, en este sentido se ha de recordar que la Constitución haitiana de 1816 en su artículo 50 facultaba al Poder Ejecutivo a solicitar al Papa el nombramiento de un obispo residente para crear un clero nacional. No obstante el fracaso de esta Misión, por imprudencia del propio eclesiástico que entró en controversias con algunos sacerdotes, la Santa Sede trató a Haití como una nación soberana, como se advierte en la documentación que trajo Glory, el Papa se dirigió a Boyer llamándole Presidente de Haití, lo cual implicaba un reconocimiento de facto de su independencia. Y esto se ha de significar como el inicio del acercamiento de la Santa Sede a las nuevas naciones latinoamericanas.
En el período de 1834 y 1842 tanto la Silla Apostólica como Haití mostraron sumo interés de establecer relaciones sobre la base de un concordato. Cuatro Misiones Pontificias fueron enviadas a ese país, fruto de ellas fueron las disposiciones de los proyectos de concordatos, pero nada se logró, la Santa Sede exigió la derogación de las leyes constitucionales y adjetivas contrarias a los intereses de la Iglesia Católica, y Boyer y sus consejeros no accedieron a ello.
En el contexto de cambios en las relaciones internacionales que influyeran en que Roma se acercara a las nuevas naciones, convendría señalar que el Papa León XII designó en 1827 un obispo para Colombia, al margen del Regio Patronato, y confirió poderes a Monseñor Muzio para el nombramiento de tres vicarios apostólicos con carácter episcopal para Chile y la Argentina, y años más tarde, el 28 de febrero de 1831, Gregorio XVI restableció el episcopado en México. Estos actos pontificios, en rigor, se han de interpretar como reconocimientos tácitos o implícitos a la independencia de esos países.
Estos precedentes encuadraron la actitud vigorosamente positiva de la Santa Sede cuando aprobó la medida de la Junta Central Gubernativa del 11 de mayo de 1844 de restablecer la catedral a «su antiguo ser y Estado» y el nombramiento de Tomás de Portes e Infante como arzobispo metropolitano de Santo Domingo. Y la solicitud que hizo después de manera formal el Presidente Pedro Santana al Papa Gregorio XVI en carta datada el 26 de marzo de 1845. El sucesor de éste Pío IX atendió y acogió con beneplácito la presentación de Santana, la cual calificó de «esclarecida recomendación», y nombró a Portes arzobispo de Santo Domingo por la Bula Divina disponente Clementia, datada en Roma el 13 de febrero de 1847.
Portes fue consagrado el 12 de noviembre de 1848 por Juan Martín Niewindt, obispo de Cytrium y Vicario Apostólico de Curazao. Por el decreto del 23 de marzo de 1851 el Congreso Nacional interpretó la confirmación del Romano Pontífice a la presentación de Portes por el Presidente Santana, como el reconocimiento de la Santa Sede del Patronato en la nación dominicana, idea que compartimos, como antes hemos visto, y además consideramos este hecho, como un efecto derivado, de una causa eficiente, es decir, el reconocimiento por parte de la Silla Apostólica a la existencia de la República Dominicana, como un Estado soberano e independiente.
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