La muerte de Luis Carbonell

Cuando una voz nacida con una cualidad excepcional para la declamación se extingue en medio de la noche, es como si todas las lamparillas dejaran de alumbrar al soplo sutil de un viento céfiro y el verso que sale de la voz de un acuarelista de la poesía antillana, como fué la poesía recitada por el declamador cubano Luís Carbonell; la magia del artista permanece y se agiganta sobre el lienzo primoroso en el que quedó perpetuada su obra sublime. El recuerdo de mi primer encuentro personal, me trae la imagen de Luís Carbonell, aquel hombre alto de estatura, de temperamento intensamente afable, de estructura dominante de humor y de motivación. Aquella mañana otoñal despertó risueña y la tierra se volvía lozana, como si la presencia del fascinante visitante procedente del suelo de Martí viniera vestido con el traje blanco del prócer a traerle al pueblo de Santiago de los Caballeros su dulce voz y su dramaturgia poética. Era el año 1956 cuando mi amigo y entonces compañero de estudios, Richard Pou, me invitó a la antigua Emisora La voz de la reelección, propiedad de su padre don Expedy Pou, a conocer y a oír el recital en la voz acrisolada y admirablemente extraordinaria del recitador cubano Luís Carbonell. Recuerdo vivamente que aquel declamador colosal de poesías negroide, a la salida de la cabina de la emisora de la cual salió cubierto de gloria, colocó su mano izquierda en mi cabeza, con la santidad del que tiene el toque santo de un vicario, y me pregunto sonriente, como el que sale complacid ¿te gustaron mis poesías? Contestándole sin temor: ¡claro maestro! Y seguidamente le dije: “tiene usted una voz y un arte poético que destila olor a cañaveral, a trapiche y a sudor de buey antillano”. Los allí presentes, locutores y el publico apiñado en el estrecho saloncito de la segunda planta de la emisora, a cuyo lugar se entraba por la calle Benito Monción, incluyendo a mi amigo Richard, tocaron, uno mi cabeza y otros mi espalda en señal de reconocimiento por la agudeza de mi ocurrencia frente al artista cubano. Allí oí de su voz por primera vez aquellas famosas interpretaciones que tanto hicieron reír al publico, tales com “Los 15 de Florita”, “Mamita quiero arrollá”, “La maravilla del siglo”, “Me voy de flir”, “Y tu Águeda donde esta”. Luís Carbonell fue un artista no solo hijo benemérito de Cuba, era el símbolo vivo y más elocuente de la recitación latinoamericana y antillana; el tono de su voz profunda de negro atabalero, y su canto de hechicero encantado se oía como si viniera de la espesura de los cañaverales del Caribe, con danzarinas negras contorsionando su cuerpo untáo de aceite de culebra africana. Este artista cantaba rumba con el vestuario del rumbero santiaguero y mientras declamaba llenaba de fascinación a blancos hipócritas habaneros a quienes al repiqueteo del atabal africano les hacía imaginarse negros, fumaban tabaco, bebían ron hecho en los campos y encomiaban su futuro a los dioses yorubas en la Santería cubana, como changó (Santa Bárbara), Babalú Aye (San Lázaro), Eleguá (Santo Niño de Atocha), Obatalá (la Virgen de la Mercedes) y Yemazá (La Virgen de Regla) La muerte de Luís Carbonell cierra en Cuba un capitulo eminente de la dramaturgia poética y, sobre todo, en América Latina, en una parte de los Estados Unidos, como en Nueva Orleáns, Florida, San Diego, Nueva York, Los Ángeles, Puerto Rico, en las islas Canarias, España y República Dominicana, donde hay una cultura de la práctica de la santería de los antiguos esclavos negros. Este artista simbolizó la voz y el espíritu de una tradición de la cultura Yoruba, la cual fue un legado de la diáspora de los esclavos que vinieron desde el suroeste de Nigeria y por tanto del pueblo de Ife, a tierra cubana.

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