Esas caretas que nos amordazan

 

 

En ese afán  de no parecer débiles,  de mostrar fortaleza, asumimos personajes disfrazados con el autoengaño. Actitudes con las que queremos mostrar que no somos vulnerables, que no estamos hechos de fragilidades.

 

Nos avergüenza que el mundo nos vea  temerosos, que nos perciba equivocados. Por eso preferimos  ver pasar y  mantenernos como espectadores. Sin correr riesgos.

 

Callamos o alzamos la voz para aumentar la sensación de fortaleza, que tal vez solo nos convence a nosotros mismos y a veces ni eso.

 

Como la basura que escondemos bajo los muebles o la alfombra, los temores, la rabia por los fracasos no se eliminan  si no barremos bien. En lugar de quedar limpio el espacio, esos desechos se descomponen y el olor nos delata.

 

Cuando en lugar de evaluar los errores y admitirnos que es bueno que nos duelan y que nos ayuden a elevarnos, los metemos bajo la cobija de esa falsa perfección,  retornan con bríos y nos pisotean, porque taparlos y seguir los engorda y nos hace más vulnerables.

 

Nunca puede ser malo reconocernos caídos en esos abismos, en ese afán de olvidar lo que somos, en esa intimidad ya sin caretas en la que nos reflejamos horribles.

 

Dejar que el miedo nos desnude, nos confronte y nos muestre inseguros no es condenable. No. El mayor acto de cobardía está en esconder los temores y pretender seguir la marcha para luego en privado fustigarnos y arrancarnos la piel en lo más profundo de la desesperación. 

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