Viaje por el sur profundo

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EL AUTOR es Master en Gestión y Políticas Públicas. Reside en Santo Domingo

En un caluroso día de julio, con el sol ardiendo y sus rayos enfurecidos como un guerrero en batalla, avanzaba en solitario por la autopista, rumbo al sur profundo. Un lugar donde el calor abraza con su aliento ardiente, donde hombres patriotas labran la tierra y los valles se visten con graneros, mientras la pobreza silente se cierne como una sombra.

El aire, enrarecido, se llenaba de destellos de nubes solitarias que, en el vasto horizonte, parecían derretirse como copos de algodón. Una estela de luz empapaba todo a su alrededor, mientras los matorrales, sedientos, se erguían como espejos de la ilusión, reflejando el calor que emanaba del pavimento casi hirviente.

Con el cinturón suelto, me acomodé en el asiento delantero de la camioneta Chevrolet 4×4, modelo 2020. Aseguré el cinturón y, consciente de que el viaje requería tiempo y paciencia, dejé que la carretera me guiara. Me entretenía observando los pueblitos y parajes, cada uno un universo de diversidad.

Todo parecía repetirse: bohíos y ranchitos exhibían sus productos: limones, berenjenas, tomates, auyamas, guineos, plátanos, miel de abejas y, por supuesto, el maní tostado en funditas. Aquella gente, trabajadora y humilde, luchaba día a día por su sustento como manda Dios.

Eran 350 kilómetros de autopista y caminos que subían y bajaban entre lomas y montañas. El sol seguía su curso, reflejándose en el pavimento y creando la ilusión de una pista resbaladiza. Pensaba en el calor que ardía sobre la superficie, como llamas danzantes de un fogón.

Así, recorría la carretera palmo a palmo, observando a mi alrededor: gente alegre, amable, con pupilas llenas de vida que ofrecían sonrisas de amistad y esperanza. Fijé mi mirada en el revoloteo de las gallinas en sus gallineros, que parecían ignorar su destino, mientras el gallo aleteaba y su canto resonaba como un grito de libertad: ¡¡Cucurucu!!

Con la llegada del atardecer, el sol descendía hacia el ocaso, desplegando su melena dorada como un león que se retira tras las montañas. Los rayos se atenuaban, y, con ellos, la gente comenzaba a recoger sus mercaderías, despidiéndose de un día laborioso.

Fue un viaje acogedor, relajante, bañado en sueños despiertos y descalzos. La inmensidad del paisaje traía consigo un aroma de tristeza, un lamento que se alzaba al cerrar las puertas del horizonte, mientras el hombre del campo se preparaba para el descanso tras su larga jornada. Mas, al final, la luna asomaba como un faro, velando los anhelos del poeta y llenando de magia la noche de los enamorados.

Así, recibí la sensación de que la naturaleza, en su esplendor, recompensa al divino creador. Cada elemento encuentra su razón de ser: el calor del verano, el frío del invierno, la desesperanza que se convierte en esperanza, y el desamor que se transforma en amor. La pobreza y la riqueza, en un giro de equilibrio, acompañan la supervivencia. El transcurrir del tiempo disipa el dolor y cada uno cosecha lo que ha sembrado en el vasto campo de la vida.

of-am

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