René Marte, muerto en combate a los 20 años

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EL AUTOR es ingeniero agrónomo. Reside en Santo Domingo.

 

POR DOMINGO MARTE

 

Qué se siente ante el hallazgo del cadáver de un hermano a quien se busca en una zona de combate con la esperanza de encontrarlo vivo? Una búsqueda aferrada a una ilusión, frágil como una pompa jabonosa, que se quiebra cuando aquellos con trajes de combatientes parecidos a tu hermano no responden a tu grito, o aquellos que se mueven todavía en las aceras disparando al enemigo y pone en ellos el cuerpo y el alma de tu hermano, y en breve descubre que no lo son.

El 28 de abril de 1965 un combatiente constitucionalista le comunicó a mi padre que René había caído en combate al final de la calle El Conde, cuando él y otros enfrentaban a francotiradores de las tropas enemigas apostados en el edificio de Molinos Dominicanos.

Mi familia vivía en la calle Espaillat y me localizaron en los alrededores para darme la noticia. Había razones para creer la especie o ponerla en duda, espoleada esta por un pálpito de esperanza de encontrarlo solo herido. La intrepidez de René rayaba en la temeridad; él, integrado al cuerpo de hombres ranas, había estado volando de azotea en azotea de las calles céntricas colocando bazucas y morteros, y se desplazaba a los lugares donde le dijeran o creyera que la acción estaba al rojo vivo.

Le pedí a mi amigo Ignacio Caraballo, compañero de trabajo que vivía en una pensión en la calle 30 de Marzo, que me acompañara y entre silbidos de balas corrimos hacia el este de la calle Padre Billini. Yo llevaba un revólver en el cinto e Ignacio iba desarmado. En el camino nos encontramos con un joven llamado Rafaelito, mensajero en la Secretaría de Agricultura, que con mucha alegría nos dijo que había aprendido a disparar un fusil. No lo volvimos a ver más, ni en la zona de combate ni en Agricultura.

Cuando estábamos en los aleros del edificio Copello, en la calle El Conde con Arzobispo Meriño hubo un intenso tableteo de ametralladoras y disparos con armas pesadas, que nos obligó a recular y tirarnos al suelo, acción que se repitió varias veces. Ante la probabilidad de que nos mataran a ambos le pedí a Ignacio que regresara a mi casa y que si en tres horas yo no aparecía le contara a mi familia lo que pasó.

En medio de tableteos intermitentes corrí con los nervios de punta hasta el final de la calle El Conde, donde estaban algunos combatientes. Con latidos acelerados me detuve en varios lugares a inspeccionarlos y a preguntar por René, hasta que un joven me condujo al frente de un edificio donde había un cuerpo tendido en el suelo. Llorando me abracé a su cuerpo y le estampé un beso en su rostro tierno de 20 años. Estaba desangrado, muerto, pero en su rostro brillaba la dignidad.

Pedí ayuda al joven para transportarlo hasta la calle Arzobispo Meriño y al negarse fanfarroneé con mi revólver de que si no colaboraba dispararía. Creo que más por conmiseración que por miedo, él y otros me ayudaron a llevarlo a ese lugar desde el cual pudimos transportarlo en un carro hasta la casa.

Los miembros de mi familia llorábamos a raudales por René, pero el dolor y los lamentos angustiosos de mi madre ahondaban nuestro sufrimiento y la de nuestros vecinos.

El enterramiento estuvo también lleno de peripecias. Esa noche dejamos el cadáver en un nicho que mis padres tenían en el cementerio de la Máximo Gómez, con la esperanza de regresar al día siguiente a terminar la tarea.
Esta es una variante de muchas historias no contadas de millares de jóvenes que se inmolaron en la Guerra de Abril de 1965 con los anhelos de un país mejor.

JPM

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