El amor y la ciudad que merecemos
Hace unos días conversaba con un amigo que recientemente se fue a vivir a una ciudad europea. Había sido cómplice de todo su proceso, ya que hace algunos años me tocó vivir la misma experiencia y le serví como una especie de “asesora” en todo su trámite. Me llamó emocionado por “facetime” (ventajas de la tecnología) y, con júbilo inocultable, me contaba todas sus impresiones sobre aquella ciudad: “qué hermosa, qué bueno es vivir en una ciudad tan amigable, las calles, puedo andar en bici, la gente es amable, el clima es perfecto” . Desbordado de emoción agregaba otras virtudes de la ciudad que empezaba a explorar. No pude evitar que sus palabras me transmitieran aquella emoción que siente uno cuando empieza un romance, lo sentí tan lleno de vida, tan encantado y fascinado por lo que empezaba a descubrir, que en el fondo experimenté -lo confieso- algo de envidia. Y es que así mismo ocurre en el amor, qué mágicos son los comienzos. Cuando empiezas a descubrir todo sobre esa persona, largas conversaciones, encuentros y más encuentros, todo es nuevo, hermoso, la risa es cómplice y el primer beso es la más agradable promesa. Así, es el primer paseo por una ciudad, una especie de promesa de lo que nos aguarda y así es la sensación de que todo es nuevo, todo es mágico, y casi te mueres por conocer su historia, lo cual hacemos también en el amor. De la ciudad recién encontrada, ansías descubrir sus leyendas y te desvives por explorarlo todo. ¡Qué maravillosa sensación! Una mezcla de emociones me invadía, por un lado, alegría de que el amigo estuviera experimentando todo aquello, y por el otro la no tan deseada comparación. ¿Y yo? ¿Qué sensaciones o emociones me estaba dando mi ciudad? ¿Me siento a gusto cuando piso sus calles? ¿Me siento segura? Y volví a la comparación de la ciudad con el amor. Evidentemente, diría un pesimista, todo al principio es bueno o en buen dominicano “escobita nueva barre bien”. Así que digamos que él está en el periodo rosa de la relación con su ciudad, mientras yo, en cambio, ya estoy en esa etapa donde pasó la dulzura del romance y nos conocemos, he aprendido a sortear sus cambios de humor (sí, esas veces que tengo que esquivar un hoyo o tirarme a la calle por falta de aceras o peor aún, esas veces en las que me encuentro con una calle cerrada por reparación sin previo aviso). He aprendido a aceptar que ya salimos menos (mi ciudad me ofrece pocas opciones gratuitas de entretenimiento patrocinada por la ciudad misma) he aprendido a amarla en la salud y en la enfermedad (incluso he asumido que la chikungunya llegó para quedarse)…entonces aquí hago un alto y reflexiono ¿me estaré volviendo conformista? Quisiera creer que mi ciudad puede ser mejor y ahí es fundamental el amor… sí, el amor que le tenga. Porque también en el amor uno debe luchar por hacer del otro una mejor persona, no juzgándolo quizás, pero aportándole. ¿Qué le aporto a mi ciudad? ¿Estoy haciendo algo para que sea mejor? ¿Soy buena ciudadana? ¿Me habré buscado esa apatía? Todas estas preguntas son aplicables y válidas para el amor, para la ciudad, para el amor por la ciudad. “Se ha perdido la magia”, he dicho al amor, he dicho a la ciudad. Debemos hablar, he recibido silencios como respuesta y cuando he corrido con suerte, después de algún berrinche o alguna baja en las encuestas o por qué no, alguna falla. La ciudad, como suele hacer el amor, en uno de sus trucos, ha intentado subir sus “bonos” dándome algún accesorio; ponerme un parque bonito, llevarme a una piscina por unos días. Pero al regreso, tropiezo con el hoyo, me cuido del mosquito, camino por la calle a falta de acera, recibo el silencio, recibo su ego, su “yoísmo”. Quisiera decir que deseo recuperar el amor, luchar por él, le he dado varias oportunidades para finalmente comprender que llegó la hora de un cambio. Un cambio que ponga por encima de todas las cosas el amor que merezco, la ciudad que merezc acogedora y propiciadora de solaz; la vida digna que merezco. El amor puede ser diferente, la ciudad también.