Época navideña y luto
Diciembre abre sus puertas como un umbral de luces y nostalgias. La ciudad se enciende en destellos intermitentes que palpitan en ventanas y árboles, como si la urbe respirara un aire distinto, festivo y efímero. La música alegre que brota de las radios se convierte en telón de fondo de un escenario donde el “sueldo trece” otorga a muchos un respiro, un instante de abundancia que les permite sumarse al júbilo colectivo.
El Estado, consciente de las carencias, procura alivio en los barrios con jornadas de alimentos a bajo precio, y por unos días la pobreza parece suavizarse, como si la esperanza se vistiera de pan y de arroz.
Pero la vida, implacable, no se detiene ante el brillo de las guirnaldas. Los hospitales siguen colmados de cuerpos frágiles, la muerte no concede tregua y los accidentes de tránsito multiplican las ausencias. Para quienes enfrentan la enfermedad, la prisión o la pérdida de un ser amado, la Navidad no es canto ni celebración: es ruido que hiere, música que se vuelve estruendo, invitaciones que pesan como cargas imposibles.
El dolor no se mezcla con la algarabía. Mientras unos se visten de colores vivos, otros recurren a la sobriedad del luto, esa tradición que durante generaciones fue signo de respeto y memoria. El negro riguroso, llevado por las mujeres durante un año tras la muerte de un familiar cercano, se transformaba luego en el “medio luto”, con tonos sobrios de blanco y gris. No faltaban mujeres que, tras la pérdida violenta de un esposo o un hijo, permanecían vestidas de negro hasta el último día de su vida, como si el duelo se hubiera tatuado en su piel.

Hoy, las nuevas generaciones han relajado esas costumbres. La migración, las culturas extranjeras y el influjo de lo digital han diluido la rigurosidad del luto, sustituyendo la memoria por tendencias y modas.
Sin embargo, más allá de las transformaciones, quienes gozan de prosperidad en estas fechas tienen un deber moral: ser solidarios con los que sufren. Moderar la música, contener las risas, compartir la cena con quienes carecen de recursos y ofrecer un abrazo sincero son gestos que ennoblecen. La empatía exige reconocer que no todos poseen el ánimo para preparar banquetes ni la fuerza para participar del bullicio festivo.
La verdadera grandeza humana se revela en la solidaridad, en comprender que la vida es un río que nos arrastra a todos, y que tarde o temprano seremos parte de los que lloran. Prepararse para ese momento con respeto y compasión hacia los demás es, en esencia, un acto de sabiduría y humanidad.
JPM

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