Probable ganador y seguro perdedor

 

 

Elegir a los funcionarios que habrán de dirigir el Estado, podría ser la decisión cívica más delicada que cada uno de nosotros debe de tomar. De ahí que en nuestro texto constitucional, elegir y ser elegible, está consagrado como el primer derecho de ciudadanía.  Va conectado al hecho de que tras la conclusión de un proceso comicial libre de perturbaciones, sus organizadores y quienes resultan más favorecidos se adelanten a declarar que se ha tratado de una fiesta de la democracia.

Sin embargo, esa afirmación no deja de ser un cliché meramente superficial, si se le vincula únicamente a la celebración de un certamen no viciado por situaciones que en el pasado empañaban su limpieza. Porque hablar de festejo tendría sentido verdadero, si de antemano tuviéramos la certeza de un escogimiento sabio, mediante el cual la propia población se garantice a sí misma el derecho a una vida digna y a un porvenir venturoso.

 

Se ha dicho una y mil veces que todo pueblo tiene el gobierno que se merece. Es la reproducción de un juicio incontrovertible del Eclesiástico, enriquecido en la versión didáctica de la Biblia, en cuyo texto se afirma que, como es el gobernante, así son sus ministros, como el que rige la ciudad, así son sus habitantes. Quiere decir, que la acreditación moral y las competencias que exhiban los ciudadanos a quienes el resto del país les confía su destino, depende del nivel crítico de la conciencia colectiva en función de elegir lo mejor del menú que en el torneo electoral se le ofrece al votante.

 

Lo anterior puede contrastarse con las simpatías deportivas. A menos que seamos apostadores impenitentes, las preferencias que profesamos no afectan nuestros medios de subsistencia. El desempeño del equipo predilecto nada tiene que ver con las condiciones materiales que determinan nuestra calidad de vida; sus efectos se circunscriben solo al plano emocional, donde se disipan sin lesionar el estado presente de nuestra prosperidad ni modificar las posibilidades de nuestro desarrollo futuro.

En cambio, cada regidor, alcalde, diputado y senador que por voluntad nuestra vaya a tomar juramento del cargo, recibe el mandato legítimo que luego se convierte en una especie de carta abierta para impulsar iniciativas que de algún modo incidirán en nuestra cotidianidad y en lo que pudiéramos esperar del mañana. Y ni decir de quien concite el favor del voto mayoritario para implementar desde la presidencia de la República las ejecutorias que condicionan el derrotero de la nación.

 

Todo esto nos introduce en el terreno del voto razonado, cuyo fin comporta un proceso de reflexión que nos obliga a un cuestionamiento honesto en torno a nuestro deber de pensar como jueces probos comprometidos con la tarea de sentenciar la idoneidad de los ciudadanos que merecen gobernar y la descalificación de aquellos que no reúnen el talento, la vocación ni las condiciones éticas que demanda el desempeño pulcro y eficiente de una posición electiva donde quedan en juego nuestros intereses individuales y la preservación del patrimonio común.

 

En este punto deberían aflorar en nuestra mente los criterios valorativos que fundamentan la racionalidad por la que se determinan nuestras resoluciones. Si el análisis nos capacita a decidirnos por lo más selecto de la sociedad, el probable ganador lo será todo el país. Probable, porque habría que esperar la conducta de cada elegido durante el ejercicio de sus funciones.  Y he ahí la importancia de contar con un régimen efectivo de consecuencias que castigue sin miramientos la prevaricación a todos los niveles de los poderes que componen el Estado.

 

Si por el contrario, el sufragio favorece la mediocridad, la simulación y la engañifa de quienes solo ven una plataforma de lucro personal en la posición que les confiamos mediante el valor de nuestro voto, el seguro perdedor también lo será todo el país. Seguro, porque ningún pueblo se garantiza a sí mismo el derecho a una vida digna y a un porvenir venturoso, si teniendo el poder soberano de escoger a los mejores gobernantes, incurre en la torpeza de relegarlos para apoyar el predominio de la insensatez.

Ojalá que brille la luz de la sabiduría. Quiera Dios que las urnas se atiborren de votos racionales.

jpm

 

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