Catorce poetas no cambian la poesía

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.

 

El hígado del cisne se cotiza en la Bolsa de Valores parisina, pero nadie ha podido cortarle el cuello a la estética del cisne de Darío.

Ni los incómodos de aquel Broadway, ni los místicos ni los interioristas que quisieran ser Rilke. No viene ningún poeta a cortarle el cuello al cisne. Vienen…llegarán de catorce países. Un pequeñito grupo local recibiría a los invitados. ¡Bienvenidos poetas!

Lamentablemente, una fuerte duda me mata, creo que los huéspedes no serían capaces de invitar a un personaje como El Querido ni a la segunda base, mucho menos a don Rafael Herrera, quien diría en el cónclave que necesitamos agrónomos para hortalizas, plátanos [no por la escasez en los supermercados], tomates, perejil, melones y no poetas. Sin embargo, Dionisio López Cabral diría que todos somos necesarios, incluyendo «A los héroes sin nombre», de Federico Bermúdez.

La gente del país no dudaría que el ministro de Cultura, aunque haya caminado por las calles de Cannes durante los días del Gobierno con los cuartos que pagan los dominicanos, no tiene vuelo ni agallas para entender el propio ministerio.

Yo desperté temprano el dia que mataron al arquitecto de Palmira. Los perros herejes llevaban rolex y me sorprendió un aluvión de muros y laptop, una irrupción de átomos, algas, una pecera alfa. Me sorprende una alforja de pan de remolacha y dientes de león mucho más que la espera del discurso poético.

Todo, tanto como nada, resultaría imposible esperar el misterio súbitamente debajo de tu falda y no escuchar el cantar de los cantares y la entrada reciente a la Puerta del Conde, la luna viniéndose de Sierra Leona a California y dos o tres poetas, vestidos de Tolomeo, borrachos anunciando el miedo a los robots y a los cachorros en vez del miedo a la incertidumbre del mundo.

Todos queremos ser en el circo del dia, perdón, algunos quisieran ser Newton, Maxwell o Naviel y Stokes

En la Isla de las Herejías viven poetas premiados que escriben sus poemas. A otros se los escriben. Y cómo no decir, que algunos reciben premios no merecidos o distribuidos por el canon de la connivencia. Unos hasta se visten de monjes, otros de hechiceros y hasta de colectores de papas y prestamistas a productores de Ocoa y Constanza. Otra especie sería los poetas filósofos que pretenden descubrir la filosofía a miles de años del mundo helénico.

¡Siempre hay un poco más o menos! Nada es extraño en la Isla de las Herejías, lugar donde a veces los actores son bufones de una noche sin estrellas, mientras otros poetas, uno, dos o tres acechan los premios y lanzan maldiciones.

¡Oh los olvidados del Ministerio de Cultura!

Nadie se atrevería a pensar, al menos que comience a nevar en una isla caribeña, que el Gobierno recogería las obras poética y literarias de los creadores que viven en callejones, en veredas, quebradas o en las borrosas calles del Once, como diría Borges.

El pobre poeta desintegrado de la sociedad aún en la era del internet no conoce la avenida Abraham Lincoln y mucho menos la torre bancaria de la Máximo Gómez ni la torre del Banco Central con sus fábulas y cifras de crecimiento mientras la brecha social es cada día más profunda.

Sin embargo, el pobre poeta desintegrado espera ansioso al mensajero de las grandes instituciones privadas o públicas donde trabajan los seudos poetas que se consideran a sí mismos las «gemas» de la poesía de la Isla de las Herejías, para entregarle la producción literaria que le fue encomendada a cambio de un par de pesos y una botella de ron del malo con lo cual trata el poeta de mitigar sus apuros, embriagándose o para que no se le vaya la Pascua, como escribiría Luís de Góngora.

Aquel que mal paga el talento ajeno se le ve recibir envanecido el premio por su «capacidad poética» y promueve su nombre con el descaro del que paga por un producto al cual no ha contribuido.

El verdadero poeta en aquel barrio marginado al ver las premiaciones en la televisión, entre hipos de embriaguez y un estómago gemebundo, le dice a su esposa e hijos, un tanto embriagado: «¡Mi amor, mi amor, trae los muchachos para que vean que mi poesía ganó el primer premio!» Y uno de los niños le dice al padre: «Papá, pero no eres tú el poeta premiado» «No te preocupes hijo, que pudiste comer con lo que ese vanidoso, trabajando en aire acondicionado, me pagó por mi intelecto» —le contesta con ojos llorosos y rostro cariacontecido—.

Y, en medio de esa disyuntiva existencial, la esposa abnegada y complacida con el talento de su esposo le responde, acariciándole suavemente el pelo: «Mi amor, yo sé que tú eres un gran poeta. Sin embargo, ese premio ya nos lo comimos; tenemos que darle gracias a Dios por tu talento, quizás dentro de un año o cuando vuelvan poetas al país volveremos a comer pollo frito con arroz y habichuelas. Pero, una cosa te digo, si tengo que irme a trabajar a las zonas francas de las bancas hasta que aparezca otro trabajo por encargo lo haré con cariño por amor a la poesía».

En esta isla también existe el sueño

En la Isla  de las Herejías también existe el sueño. Así las cosas, en un viaje mágico a El Jardín de Versalles, el más famoso del mundo, construido por Luís XIV, en Francia, observé una hermosa mariposa gigante posada plácidamente sobre una flor preciosa, de una vistosidad deslumbradora. En sus alas de colores llamativos leí un poema para niños que alcancé a leer con impresionante deleite como fruto exquisito de la pluma inigualable de Federico García Lorca, titulado «Mariposa», de cuya composición me gustaría compartir algunas estrofas, a manera de ponerle alas a nuestros sueños  de chiquillos:

«Mariposa del aire ¡qué hermosa eres! Mariposa del aire dorada y verde. Luz de candil… Mariposa del aire, quédate ahí, ahí, ahí. No te quieres parar, pararte no quieres… Mariposa del aire, dorada y verde. Luz de candil… Mariposa del aire, quédate ahí, ahí, ahí. Mariposa del aire, quédate ahí, ahí, ahí. Mariposa ¿estás ahí?»

Tal vez todos los poetas de catorce países han visitado El Jardín de Versalles o tal vez ninguno. Dudaría que les escriban poemas a las escasas mariposas que visitan el Jardín Botánico de Santo Domingo. Ni los aedos en ritual de huéspedes ni los convidantes les escribirán a nuestras bellas mariposas; ante ese vacío recurro a la memoria de Neruda, él como nadie supo escribirle a las hermosas «Mariposas de otoño». Veamos con qué melosidad se deslizó su pluma encandilada:

«La mariposa volotea y arde —con el sol— a veces. Mancha volante y llamarada, ahora se queda parada sobre una hoja que la mece. Me decían: No tienes nada. No estás enfermo. Te parece. Yo tampoco decía nada. Y paso el tiempo de las mieses. Hoy una mano de congoja llena de otoño el horizonte. Y hasta de mi alma caen hojas. Me decían: No tienes nada. No estás enfermo. Te parece. Era la hora de las espigas. El sol, ahora, convalece. Todo se va en la vida, amigos. Se va o parece. Se va la mano que te induce. Se va o parece». Se va la rosa que desates. También la boca que te bese. El agua, la sombra y el vaso…».

Vendrán poetas. Habrá premios. Se premiarán entre sí. Sucederá lo mismo que ha acontecido anteriormente en la Isla. Serán poetas con vergeles y sin ellos, donde no aparecen flores y hojas sin mariposas gigantes. Vienen después del equinoccio a disfrutar del solsticio de inverno del hemisferio norte.

Entre los poetas que nos visitan no vendrá uno parecido a aquel bogotano que se llamó José Asunción Silva, que escribió desde jardinelandia en Colombia una poesía a las «Mariposas». Vamos a leer desde un dulce aposento unos hermosísimos fragmentos de este poema:

«En tu aposento  tienes, en urna frágil, clavadas mariposas, que, si brillante rayo de sol las toca, parecen nácares o pedazos de cielo, cielos de tarde, o brillos opalinos de alas suaves, hijas del aire, fijas ya para siempre las alas ágiles, las alas, peregrinas de ignotos valles, que como los deseos de tu alma amante a las aurora parecen resucitarse, cuando de tus ventanas las hojas abres y da el sol en tus ojos y en los cristales».

¡No es posible que en una isla de herejes, con el porcentaje de analfabetismo más alto del mundo, a pesar del cuatro por ciento, vengan poetas de otras tierras a inspirarse en un seudo jardín donde nunca se le haya escrito a las mariposas de Federico García Lorca, a las de Pablo Neruda, a las de José Asunción Silva ni a las del poeta mejicano Manuel Gutiérrez Nájera, al menos que se dirijan a las oficinas de la Oisoe y les escriban un contracanto a la muerte.

Disfrutemos tan solo unos trozos del poema «Mariposas» de Gutiérrez Nájera: «Ora blancas cual copos de nieve, ora negras, azules o rojas, en miríadas esmaltan el aire y en los pétalos frescos retozan. Leves saltan del cáliz abierto, como prófugas almas de rosas y con gracia gentil se columpian en sus verdes hamacas de hojas. Una chispa de luz les da vida y una gota al caer las ahoga; aparecen al claro del día y ya muertas las halla la sombra…».

En la Isla no hay espacio para las mariposas

En la Isla de Las Herejías no hay espacios para las mariposas ni para su elegante sustancia, su misterio. Abren la puerta del baño y veo los zapatos del cadáver. Veo el cuerpo sin vida de un arquitecto que no forma parte del mundo de las corporaciones constructoras.

El país se alarma y salen los trapos sucios. En los vientos calientes de una medida de coerción la prensa nos despierta a bombos y platillos con la llegada de catorce poetas extranjeros. ¿Acaso quieren mecernos, como diría León Felipe, en una hamaca? ¿Acaso bastaría un festival de rones o vinos?

¡No! Vamos a excluir los rones por exquisitos quesos holandeses, por tortas, chocolates y membrillo español. Vámonos al paraíso de los néctares, a la noche de locos y locas. Vámonos a navegar sin destino, olvidémonos de la física, la cuántica, los dioses, los mitos y comencemos a hacernos dinosaurios.

Por encima de partículas grandes o pequeñas despertemos sin miedo y comencemos a darnos cuenta que la creación poética en la Isla se suspende en dos o tres «figuras» enaltecidas con el apoyo del gran capital privado local y el paraguas palaciego que les reserva premios y distinciones a creaciones repetidas y publicadas, muchas veces poemas no escritos por los galardonas sino por poetas de la sombra, pobres de solemnidad, que viven en barrios marginados, sin recursos, pero, en cambio, con talento sobrados, los cuales deberían ser a quienes el Estado elogie y saque de la sombra, como aquel poema «Elogio a la sombra», de Borges. Son a esos poetas a quienes solo les queda el «hombre y su alma» a los que el Estado debería rescatar.

 

 

 

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