La izquierda radical en picada mortal

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EL AUTOR es economista. Reside en Suiza.

 
POR FABIO RAFAEL FIALLO
En el siglo pasado, cuando dictaduras militares de derecha azotaban América Latina, los movimientos de izquierda desempeñaron un papel señero en el combate por la instauración de la democracia. Dichos movimientos luchaban en ese entonces contra el continuismo de los caudillos de turno y los golpes de Estado militares, así como en pro del respeto a los derechos humanos. Inspirados por una ideología marxista según ellos “científica”, pretendían por añadidura ser heraldos de una sociedad igualitaria y justa.
 
Por tan encomiable actitud, sus integrantes (no menos, ni más, que los abanderados de idearios liberales, antitotalitarios y por ende anticomunistas) pagaron un elevado precio en términos de encarcelamientos, torturas y muertes.
 
            Hoy, al observar y comparar la actitud de los diferentes grupos políticos ante las violaciones a los derechos humanos perpetradas por el castrochavismo y sus aliados, uno no puede sino constatar que no queda principio ni valor alguno, de aquellos enarbolados otrora por los movimientos autodenominados “progresistas”, que no haya sido ignorado, mancillado o traicionado por la actual izquierda radical.
 
            Comenzando por el combate contra el continuismo. Ellos, que ayer execraban la perpetuación en el poder de los dictadores de derecha y aún hoy se movilizan contra cualquier intento de reelección de líderes políticos del campo adverso, comprenden, justifican, y hasta aplauden, el continuismo más largo y trágico de la historia latinoamericana, es decir, el de la gerontocracia castrista, así como el de los megalómanos del “socialismo del siglo XXI” Daniel Ortega y Evo Morales
 
Ahora le tocó el turno al presidente venezolano, Nicolás Maduro, de mostrar sus apetitos continuistas al convocar una asamblea constituyente – sin respetar los cánones estipulados en la Constitución legada por el propio Hugo Chávez – con el único propósito de eliminar la Asamblea Nacional elegida por el pueblo y postergar, o suprimir, la elección de presidente por sufragio universal.
 
La iniciativa de Maduro ha sido repudiada no sólo por la oposición sino también por un gran número de figuras prominentes del chavismo y amplios sectores de la comunidad internacional, entre otros, los gobiernos de Argentina, Brasil, Colombia, México, Perú, España y Estados Unidos, así como el presidente del Parlamento Europeo. Hasta Suiza, país neutro e imparcial por antonomasia, ha tomado posición en contra de la constituyente. Pero la izquierda radical ha preferido servir de altoparlante del régimen dictatorial y continuista de Maduro e ignorar, o peor aun negar, la amplia abstención del pueblo venezolano a la elección de dicha asamblea el pasado domingo 30 de julio.
 
El despotismo del régimen de Maduro — con su secuela de asesinados a mansalva, heridos, torturados y detenidos — ha sido denunciado incluso por la fiscal general de Venezuela, Luisa Ortega Díaz, y en general por lo que se ha dado en llamar el «chavismo crítico». Sin embargo, la izquierda radical del continente (así como Podemos en España) ha hecho oídos sordos a esas acusaciones. 
 
La misma doble moral se observa con respecto a los golpes de Estado. Ellos, que esgrimen la retórica antigolpista para repudiar el fallido intento de derrocamiento del presidente Hugo Chávez en 2002 o la evicción del poder (hecha no obstante en conformidad con los cánones constitucionales) de sus aliados Manuel Zelaya de Honduras y Fenando Lugo de Paraguay, no han tenido reparo alguno en aplaudir cualquier ruptura del orden constitucional siempre y cuando la misma provenga de «fuerzas progresistas». Tal fue el caso de los golpes militares del general Velasco Alvarado en Perú y Omar Torrijos  en Panamá a finales de los años 60, así como la intentona golpista de Hugo Chávez en 1992.
 
            De nuevo se hacen de la vista gorda frente al golpe de Estado antiparlamentario perpetrado por su amigote Nicolás Maduro, quien ha despojado a la Asamblea Nacional, elegida por el pueblo venezolano, de sus prerrogativas constitucionales.
 
              El doble rasero que practica la izquierda castrochavista también ha dejado hecho trizas su pretendido ideal de justicia social. Ellos, que tanto han condenado las desigualdades existentes en la sociedad capitalista, nada dicen a propósito de la nueva clase corrupta que se ha adueñado de las riquezas de Venezuela, la llamada boliburguesía, cuyas fortunas mal habidas suelen terminar depositadas en bancos del exterior o invertidas en firmas o suntuosas propiedades en el denostado imperio.
 
Y cuando salen a la luz escándalos de corrupción involucrando a dirigentes del castrochavismo, tales como los develados por los Panama Papers o por las pesquisas de la justicia brasileña en torno a la firma Odebrecht, la izquierda radical prefiere mirar hacia otro lado, supuestamente para no hacerles el juego a los “enemigos de la revolución”. Durante el 22º encuentro del Foro de Sao Paulo celebrado en El Salvador en junio de 2016, dicha izquierda llegó a calificar de “intervencionistas” las revelaciones de los Panama Papers relativas a jerarcas del chavismo.
 
Ellos, que se apresuran en reclamar sanciones ejemplares contra gobernantes de otros países involucrados en actos de corrupción, callan ante el hecho de que Venezuela fue señalado como el país en que, exceptuando Brasil, jerarcas gubernamentales recibieron los sobornos más elevados de aquellos pagados por la firma brasileña Odebrecht.
 
            Y ni que decir del silencio de los adoradores del castrochavismo ante las desigualdades de la Cuba castrista, donde la holganza en que viven los jerarcas del régimen (con poder de compra necesario para adquirir artículos, entre otros, en las lujosas tiendas de la recién inaugurada Manzana Kempinski), contrasta con las vicisitudes de los cubanos de a pie, quienes tienen que consagrar su jornada a “resolver”, es decir, arreglárselas con salarios de miseria y esforzándose cada día por encontrar alimentos, medicinas y otros artículos de primera necesidad para poder subsistir.
 
    No hay mejor ejemplo al respecto que el caso de Antonio Castro, primogénito de Fidel, quien se ha distinguido grandemente en competiciones de golf (deporte inaccesible para el cubano común) a la manera en que Ramfis Trujillo, hijo del dictador Rafael Leonidas Trujillo, descollaba en el polo ecuestre.
 
Ahora bien, a diferencia de los aguerridos antitrujillistas que se indignaban y protestaban con razón ante los irritantes privilegios de la familia del tirano, los zurdos radicales de hoy día deponen sus ansias de igualdad frente a las condiciones nepotistas en que transcurre la vida del hijo de su ídolo Fidel, asemejándose así a los vasallos de la época feudal, quienes contemplaban absortos, en los torneos de aquel entonces, las proezas realizadas por el señorito de la familia a la que servían y cubrían de pleitesía.
 
            El trastocamiento de valores de la izquierda castrochavista se manifiesta con no menos fuerza en el campo de la equidad de género.
 
          Los miembros de esa izquierda nunca han dicho esta boca es mía ante las detenciones y palizas infligidas regularmente a las Damas de Blanco por las tropas de choque del castrismo por el simple hecho de reclamar la liberación de los presos políticos cubanos.
 
            Tienen por el contrario el tupé de seguir loando, por su retórica “antiimperialista”, a un Daniel Ortega a quien sólo el poder y el soborno salvaron de las denuncias de violación sexual de su hijastra Zoilamérica.
 
En Venezuela, por el simple hecho de tomar parte en las manifestaciones de protestas, más de 300 mujeres han sido arrestadas y muchas han conocido hasta la tortura. Cinco de ellas han denunciado haber sido víctimas de actos lascivos. Pero eso le ha importado un bledo a la izquierda radical del continente, más preocupada por no empañar la imagen de la revolución bolivariana que por ser consecuente con los principios que dice defender.
 
            Detengámonos aquí un instante, y planteemos dos preguntas, amigo lector.
 
¿Cómo es posible que los integrantes de esa izquierda hayan permanecido impávidos ante el oprobio sufrido por Lilian Tintori, esposa del preso político Leopoldo López, a quien, en más de una ocasión, los carceleros del castrochavismo le hurgaron hasta las partes más íntimas del cuerpo antes de permitirle visitar a su marido.
 
¿Acaso a los izquierdistas revolucionarios les habría gustado que sus madres, esposas, hijas o tías hubiesen recibido un trato similar cuando iban a visitar a un ser querido a tal o cual prisión de Marcos Pérez Jiménez, Trujillo o de otras dictaduras de derecha que martirizaron a nuestro continente?
 
Para defenderse, sacarán del bolsillo (como lo hacen cada vez que se encuentran en dificultad) el sempiterno comodín del antiimperialismo. Contra toda evidencia, argüirán que se trata de mentiras, o como mucho de exageraciones lanzadas por el imperio y sus lacayos con el objeto de desacreditar, y finalmente derrocar, a gobiernos que defienden el derecho a la autodeterminación de sus pueblos frente al injerencismo imperial.
Burda falacia; pues si en verdad tomaran a pecho el derecho a la autodeterminación, lo primero que tendrían que hacer es exigirles a las dictaduras castrochavistas respetar el derecho de los pueblos bajo sus botas a escoger libremente sus gobernantes.
 
Más aun, cuando algún compañero de lucha se decide a condenar las violaciones a los derechos humanos cometidas por regímenes de izquierda (como ha sido el caso, en épocas diferentes, de los intelectuales Octavio Paz y Mario Vargas Llosa y de los ex guerrilleros Huber Matos, Teodoro Petkoff y Joaquín Villalobos), la izquierda radical vierte su hiel acusándolo inmediatamente de “renegado”, “traidor” o “mercenario al servicio del imperio”.
 
Y para que el descaro sea completo, los izquierdistas de marras suelen afirmar que pertenecen a la estirpe de los luchadores nacionalistas que se batieron contra las intervenciones yanquis del siglo pasado.
 
            No, mil veces no. Nuestros próceres no izaron el pendón de la soberanía nacional, exponiendo sus vidas y sufriendo torturas y prisión, para que tiranos disfrazados de patriotas pretendan escudarse detrás de esa enseña para perpetrar crímenes injustificables. Al contrario, de haber vivido en estos tiempos nuestros, aquellos próceres hubieran de seguro combatido con denuedo a los tiranos que hoy pretenden usurpar su honroso legado.
 
Aferrada obstinadamente a un discurso digno de la época de la Inquisición y de los juicios stalinianos, ¿podrá la izquierda radical salir de su entumecimiento intelectual y superar su desgaste moral?
JPM
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