Ineficiencia de los organismos de control
En la República Dominicana, los escándalos de corrupción parecen repetirse con una inquietante familiaridad. Esta vez, el epicentro ha sido el Seguro Nacional de Salud (SeNaSa), una entidad cuyo propósito esencial es garantizar acceso a servicios médicos a la población, y que, según la acusación del Ministerio Público, habría sido utilizada para montar una compleja red de desfalco de fondos públicos.
Más allá de la figura individual del doctor Santiago Hazim, señalado como el principal responsable del esquema denominado “Caso Cobra”, este episodio obliga a revisar con seriedad y profundidad el desempeño de los órganos encargados de prevenir, fiscalizar y sancionar el uso indebido de los recursos del Estado.
El relato contenido en la solicitud de medida de coerción del Ministerio Público describe un entramado en el que, supuestamente, se exigía a contratistas entregar entre un 30 % y un 35 % del valor total de los contratos adjudicados, a modo de soborno.
A esto se suman acusaciones que incluyen operaciones irregulares, contratos amañados y beneficios a terceros vinculados al poder, utilizando incluso la red del régimen subsidiado como mecanismo de operación. El monto defraudado, según las autoridades, supera con creces los 15 mil millones de pesos.

Pero el foco del análisis no puede limitarse a las acciones de los imputados. Lo verdaderamente alarmante es cómo pudo desarrollarse un esquema de esta magnitud sin que ninguna de las instituciones de control y vigilancia estatales actuara de forma efectiva.
En este sentido, es inevitable cuestionar el papel de la Superintendencia de Salud y Riesgos Laborales (SISALRIL), que tiene la función de fiscalizar los procesos y operaciones de SeNaSa. ¿Qué tipo de supervisión se ejercía sobre los contratos y pagos? ¿Dónde están los informes de auditoría periódica? ¿Por qué, si existían irregularidades, no se produjo ninguna denuncia o acción correctiva con antelación?
En un momento dado, el Poder Ejecutivo dispuso la inclusión de dos millones de personas al régimen subsidiado de salud, asignando para ello recursos directos del Presupuesto General del Estado.
Esto implicaba, por ley, que además de SISALRIL, también la Contraloría General de la República y la Cámara de Cuentas debían fiscalizar de manera activa la ejecución de esos fondos. Pero los controles no aparecieron, ni antes ni durante el presunto entramado.
Omisiones
Este cúmulo de omisiones institucionales pone en evidencia una falla estructural de fondo: el sistema dominicano de control administrativo funciona de manera decorativa, más que operativa.
Se ha apostado por un andamiaje legal robusto, con múltiples entidades que se superponen en funciones, pero que en la práctica carecen de voluntad, independencia o capacidad efectiva para ejercer sus mandatos. Esta fragilidad institucional facilita que actores con acceso al poder se sientan seguros de actuar al margen de la ley, sin temor a consecuencias inmediatas.
El “Caso Cobra” no es una excepción. Es parte de una larga cadena de escándalos similares donde se repite el mismo patrón: funcionarios o exfuncionarios acusados de corrupción, instituciones de control que no previeron ni detuvieron las irregularidades, y una ciudadanía que se entera tarde, cuando los daños ya están hechos. El resultado es una especie de ciclo vicioso donde los hechos se repiten, los protagonistas se alternan, pero el esquema subyacente se mantiene intacto.
A todo esto se suma el fenómeno de la judicialización mediática. Si bien es necesario que el Ministerio Público comunique a la sociedad el avance de sus investigaciones, también es evidente que el modo de presentar los casos –con ruedas de prensa, filtraciones de expedientes y declaraciones públicas– genera un juicio paralelo que puede comprometer la presunción de inocencia y dañar reputaciones antes de que se emita una sentencia.
Esto, sin embargo, no debería distraer del punto central: la ineficiencia de los organismos de control para prevenir hechos de esta naturaleza.
jpm-am

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