Un catalán en la corte del dictador Trujillo
Leyendo “Walter Benjamin: A Critical Life”, la monumental biografía del filósofo judío alemán escrita por Howard Eiland y Michael W. Jennings, me entero que Max Horkheimer había intentado en 1940 conseguir empleo y residencia en la República Dominicana para su amigo Benjamin.
Que Horkheimer no lograse conseguir que Benjamin se asentase en Santo Domingo me llamó la atención pues, como bien ha demostrado Bernardo Vega, mucho antes de la matanza de haitianos ordenada por Rafael Leónidas Trujillo en 1937, pero, con mucho mayor intensidad, cuando empeora la imagen internacional del régimen trujillista como consecuencia de dicha matanza y, simultáneamente, se produce un notable incremento de la persecución de los judíos en Europa, el mal llamado “Benefactor de la Patria” había mostrado pública y continuamente su interés de que el país acogiese al menos un millón de judíos europeos.
La política de Trujillo contrastaba con la de gobiernos como el de Eduardo Santos en Colombia que, como bien revela Juan Camilo Restrepo (“¿Por qué Kelsen no vino a Colombia?”, 7 de julio de 2016, www.ambitojuridico.com), a pesar de que recibió a los refugiados de la Guerra Civil española, desde el año 1938 prohibió a los funcionarios consulares colombianos en el extranjero visar “pasaportes de individuos que hayan perdido su nacionalidad de origen o no la tengan”, lo que impidió al gran jurista Hans Kelsen obtener visa para impartir clases en la Universidad Nacional de Colombia y le obligó a radicarse finalmente en Estados Unidos, donde desarrollaría su segunda, última y fructífera etapa de su vida académica, aunque ello no impediría la enorme influencia que el austríaco, a partir de 1940, ejercería en la evolución de la Filosofía del Derecho en Colombia, en el sistema constitucional inaugurado en 1991 por el constituyente colombiano y en la teoría neoconstitucionalista que le sirve de sustento.
Casi tres meses después que Horkheimer comunicara a Benjamin su fracaso en el intento de residenciarlo en Santo Domingo, el 26 de septiembre de 1940, con un grupo de policías del régimen franquista en la puerta, tras serle negada también la posibilidad de cruzar España y viajar en barco de Lisboa a Estados Unidos, Benjamin muere solo en la habitación del hotel que le acogió en el pueblo catalán de Port Bou. Dejó una nota en la que decía que “en una situación sin salida no tengo más opción que ponerle fin”, lo que parecía ser indicio de un suicidio, logrado gracias a una sobredosis de morfina, lo que no se compadece, sin embargo, con la “hemorragia cerebral” certificada por el correspondiente médico legista como causa de su muerte, que lleva a algunos, como el escritor Stuart Jeffries, a sostener la hipótesis de que Benjamin fue asesinado por agentes de Stalin, en connivencia con los nazis en virtud del pacto de no agresión firmado entre la Unión Soviética y Alemania en 1939.
COINCIDENCIAS
Como una de esas “coincidencias significativas” a las que se refería Carl Jung, en el mismo año de 1940 en que Benjamin no puede viajar a Santo Domingo ni Kelsen a Colombia, llega a la República Dominicana un intelectual español, catalán (como el pueblo donde murió Benjamin, otra coincidencia), desconocido en esa época –y todavía hoy- por la comunidad literaria iberoamericana.
Su nombre es Baltasar Miró y viviría en el país hasta 1946, viajando después –¡oh, juguetona coincidencia!- a Colombia y, posteriormente, a Buenos Aires, donde se suicidaría –nueva coincidencia-, al igual que Stefan Zweig en Petrópolis (Brasil) y Benjamin en Port Bou.
Me he topado con este personaje gracias a un magnífico artículo de Guilia Nazo (“El exilio de Baltasar Miró entre varias fronteras”). Miró llega a la República Dominicana, como refugiado republicano huyendo del Generalísimo Francisco Franco, autoproclamado “caudillo de España por la gracia de Dios”. Arriba a un país cuyo sistema político es la antítesis de la derrotada República española.
Se trata de un régimen, en palabras de Allen Wells (“Un Sión Tropical: el general Trujillo, Franklin Roosevelt y los judíos de Sosúa”), “obsesionado con detener la ola de inmigrantes haitianos que cruzaban la frontera occidental de su país” pero que, en Sosúa, buscando “blanquear la raza”, recibiría “con los brazos abiertos a los refugiados judíos que huían del arianismo nazi: irónicamente esos mismos judíos eran objeto de desprecio y escarnio en Europa por sus características ‘raciales’”.
TRUJILLISTA
Miró, según Nazo, se sumaría al dispositivo propagandístico de Trujillo, al “discurso de la repetición” (Diógenes Céspedes), la “jerga” (Andrés L. Mateo) de la “Patria nueva”, concreción pragmática del viejo sueño elitista del arielismo eterno de los intelectuales nacionalistas, “que encontraron en la dictadura de Trujillo la realización del Estado arielista” (Céspedes). Viaja a los alrededores de Elías Piña y ahí se inspira para escribir sus “Cartones de la frontera”, donde presenta la “dominicanización de la frontera” como “gesta de la hispanidad” y considera al negro dominicano como un elemento plenamente integrado “en lo español” y contrapuesto al primitivo, peligroso e insalvable “negro africano” de Haití.
Tristísimo destino el de este catalán obligado, recurriendo a “una manida retórica hispanófila,” a “contrastar las tinieblas del mundo haitiano con la luz, carga de destellos castellanos, de la misión del tirano dominicano”, enalteciendo así a una España que el racismo nacionalista catalán –al igual que el vasco de Sabino Arana y el gallego de Castelao- siempre consideró “africana”, hogar de castellanos -solo comparables a “los zulúes y los antropófagos”, verdaderos “bereberes de la Península” ibérica, con “sangre árabe y africana” inoculada-, refugio del “judío peninsular” y madriguera del “anárquico andaluz”, este último “hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”.
JPM