Tomás Hernández Franco

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La poética dominicana y antillana tuvo en Tomás Hernández Franco el símbolo más sublime y luminoso. Fue un poeta, periodista y ensayista dominicano poseedor de una agudeza prístina y disfrutó así mismo de una oratoria regia que cautivó con sus expresiones a los públicos más exigentes y menos dados a los elogios inmerecidos.
Su pensamiento literario de aleteos libre y de vuelos generosos como las aves surcó los mares abiertos de la esperanza y lo llevó por sendas territoriales de las letras escasamente andadas por otro narrador. Su progenie culta le llevó a concebir una exaltación prematura por la literatura y a emplearse a fondo en el estudio del derecho, carrera que dejó inconclusa en la Francia de 1929.
Quizás el joven Hernández Franco no alcanzó a ver la 30ª edición de la carrera La Paris-Roubaix, ganada por el belga Charles Meunier, ni la película de ficción escrita por el novelista, poeta y autor teatral Jean Cocteau estrenada en París en 1929, titulada La sangre de un poeta. La canción que probablemente oyó cantar fue Ne me quitte pas o Les bourgeois, de Jacques Brel.
Sus anhelos de escritor tuvieron el parto inmaculado, sin mucho zarandeo de comadrona sudorosa, con su primera obra que trajo a la vida el nombre de Rezos bohemios. Me imagino al poeta Hernández Franco, eufórico en la ocasión de la puesta en circulación de este libro. Rezos bohemios, es uno de esos textos que obligan leerse más de una vez para arrancarle despaciosamente el elixir encantado que contiene adentro, como expresa el poeta y crítico literario islandés Oscar Wilde, que si no podéis disfrutar leyendo un libro repetidas veces de nada sirve leerlo una sola vez.
Ciertamente, Tomás Hernández Franco fue un paradigma de la poesía y de las letras dominicanas, cuya obra literaria ha sido apenas leída o conocida. Sus trabajos y aportación literaria han sido estudiados y reputada por un puñado de escritores y poetas nacionales, quienes sentimos que sus contribuciones tienen la condición del fuego que arde y que nos arrebata llevándonos a sus textos aunque sea en cenizas.
Hernández Franco es el más soberano y el más errante poeta dominicano que hemos tenido. Su lirismo tuvo el estilo impuesto por el movimiento dadaísta, de cuya corriente cultural y artística fue un fiel seguidor, principalmente del escritor y poeta dadaísta alemán Hugo Ball, quien fue respetado como el más brillante exponente de esta asombrosa corriente literaria.
Tomás Hernández Franco trabajó muy bien la técnica dadaísta destruyendo todos los códigos y sistemas establecidos en el mundo del arte. Este ilustre poeta tamborileño mostró un rechazo casi absoluto por lo tradicional en la literatura, cuyo movimiento tuvo sus inicios en los Estados Unidos en 1917; el dadísmo es un estilo de escribir poemas. Hernández Franco mostró también inclinación al llamado poeta maldito y critico de arte parisino, Charles Baudelaire.
Indudablemente Yelidá es uno de los poemas épicos más conocido de Hernández Franco. Este poema comienza con el muchacho noruego con alma erosionada por el glaciar, con el corazón vago. Veamos algunas estrofas de ese poema: Erick el muchacho noruego que tenía/alma de fiord y corazón de nieblas/apenas sospechaba en su larga vagancia de horizontes/ la boreal estirpe de la sangre que le cantaba caminos en las sienes/En el más largo mes del año había nacido/en la pesquera choza de brea y redes salpicada casi por las olas/parido estaba entre el milagro del mar y el sol de medianoche/de padre ausente naufragado.
Yelidá es mito y también narrativa que nos muestra el trasunto misterioso de una cultura hundida en las creencias de una civilización imaginaria. Hernández Franco nos transporta de una manera asombrosa y brillante a un plano novelesco que tiene que ver con una tradición y unos origines en el que el poeta en su iluminación onírica encuentra al personaje de Erick, aquel “muchacho de alma de fiord y corazón de nieblas”. Cuando leemos a Yelidá nos figuramos una historia real que ha sido mistificada con el paso del tiempo.
En este poema hay sin duda una especie de alegorismo en el que Hernández Franco expresa conceptos y realidades como aquella alegoría natural del movimiento cultural renacentista surgido principalmente en la Italia de los siglos XV y XVI en el que se determinó una nueva concepción humanista del hombre y del mundo.
Bruno Rosario Candelier, en su discurso introductivo como miembro del número de la Academia Dominicana de la Lengua, hablando deYelidá en la mitología insular dominicana, con la autoridad que le caracteriza como escritor, ensayista y narrador destacado expresó que “Una de las claves del éxito de Yelidá es la confluencia, en su estructura poemática, de las dos tendencias literarias contrapuestas: el realismo y el subjetivismo. El poeta estaba consciente de lo que hacía, pues quería empalmar la corriente realista, dominante en la poesía dominicana, a la imaginativa, única forma de lograr un poema de largo aliento creador”.
Bruno Rosario Candelier trajo un concepto de Jorge Luís Borges consignado en el prólogo de la obra El oro de los Tigres, escrito por el poeta, ensayista y cuentista argentino y usado en su discurso en la Academia titulado “La mitología insular en Yelidá”, veamos: “En el principio de los tiempos, tan dócil a la vaga especulación y a las inapelables cosmogonías, no había habido cosas poéticas o prosaicas. Todo sería un poco mágico. Thor no era el dios del truen era el trueno y el dios”.
De la misma manera que para Borges Thor era el trueno y el dios, Erick en Yelidá, de Tomás Hernández Franco, es la contraposición trashumante del fiord y las nieblas. Me arriesgo a decir que Hernández Franco asume él mismo el papel de Erick en Yelidá, ello así porque el poeta dominicano filosóficamente quiso a muchos mundos, nunca vivió como en la niebla, sabía quién era, a dónde iba y que venia del trópico crepitante.
Ese sentimiento crujiente le hacía vivir una vida de bohemio, como los hombres escritores hambrientos del Barrio Latino de París de la obra Escena de la vida bohemia, del escritor francés Henri Murger. Yelidá tiene un olor a costa, a burbujas, como aquel poema de Antonio Machado, Burbujas/Pompas, que dice: “Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles/como pompas de jabón/Me gusta verlos pintarse de sol y grana/volar bajo el cielo azul/temblar súbitamente y quebrarse”.
Yelidá tiene también olor a náufrago marino en los pechos del amor, tiene un olor a ángeles azules de rodilla ante las diosas negras antillanas, como aquella poesía de la cual habla de las relaciones entre la cultura africana y la literatura de América Latina, del crítico e hispanista italiano Giuseppe Billini, que penetró—según Billini–en la poesía y el teatro del Siglo de Oro español como un motivo folklórico que encontramos en El capellán de la virgen y en la Limpieza no manchada, de Lope de Vega.
Finalmente me inscribo en el sentir muy generalizado que la vigorosa personalidad literaria que simbolizó Tomás Hernández Franco en el mundo escritural dominicano y latinoamericano debe ser motivo de exaltación y de evocación perenne, como son veneradas las figuras de Jorge Luís Borges, en Argentina; Rubén Darío, en Nicaragua; Mario Benedetti, en Uruguay; Manuel del Cabral, Domingo Moreno Jiménez, Pedro Mir y Gastón Fernando Deligne, en la República Dominicana.

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