Pensamientos cruzados

No lo había imaginado. Siempre pensé que mientras más vivía una persona sería más conocida en el lugar de su nacimiento, aunque hubiera dejado de vivir en el lugar. Total, allí quedaban algunos familiares, compañeros de estudio, amigos de la infancia o después de ella.

Ya no es posible asegurar que, como antes, alguien nacerá en una ciudad y vivirá allí toda su vida, sin alejarse, muchas veces, más allá del pueblo más cercano. Ahora, los mismos padres condicionan la lejanía de sus hijos para que estudien, se superen, alcancen una carrera universitaria o al menos, tengan mayores oportunidades de trabajo y de progreso. Tan pronto se hacen bachilleres lo sientan en una silla y le preguntan cuáles son sus planes y propósitos. Y siempre que los hijos señalen que quieren seguir estudiando, se hacen planes para enviarlos al mejor lugar posible, aun fuera del país, siempre y cuando lo tolere la economía familiar. Basta que los padres estén convencidos de que se trata de personas inteligentes y capaces de evaluar los efectos de sus actos.

Este mundo es un lugar de negocios, hay que aceptar la realidad. Los sentimentalismos se han ido desechando y en la actualidad continúan siendo considerados de poco valor. Ahora a nada se le da tanta importancia como a don dinero. Por eso dicen que hoy en día, cuando un hombre pretende a una mujer le habla sin rodeos y ella, antes de decidir, le pide dar media vuelta para ver si trae cartera en el bolsillo de atrás de los pantalones y apreciar el grosor de la misma. Ya hablar bonito o declamar poemas no cuenta. Lo que se espera es una invitación a cenar en un buen restaurante y, después, dependiendo del costo de la cena, dar como compensación la entrega total del cuerpo o parte de él. Que nadie se llame a engaño.

En mis tiempos se tenía memoria de todos los nacidos en el pueblo y de los logros de alguno que, excepcionalmente, consiguió salir a estudiar al extranjero y obtener un título universitario en una ciudad de renombre o pudo desarrollar los talentos naturales con los que nació sin ir a ningún lado. Como Nápoles, que no fue nunca a una escuela de canto ni salió de la ciudad, pero tenía voz de tenor y se iba a la orilla del río Nigua por las tardes y se ponía a cantar fragmentos de óperas que quién sabe cómo se aprendía y su voz se oía muy lejos del lugar en que se ubicaba. O Soriano, que sin haber tenido instructor ni disponer de la facilidad de una pista, se iba al estadio de beisbol y corría sobre la grama en menos de un minuto la distancia que separaba la pared del jardín central de la receptoría.

Cuando algún muchacho contemporáneo era llevado de vacaciones al extranjero, tras su regreso se convertía en el foco de atención. Desde que se ocultaba el sol nos reuníamos todos los jóvenes del barrio y lo rodeábamos y escuchábamos por horas los relatos de las cosas increíbles que vio en el país que visitó. Cómo entender entonces que había ciudades en otros países con calles de tres o cuatro carriles en cada sentido por donde transitaban cientos de automóviles de todo tipo y autobuses transportando a la gente para todos lados, si nuestro pueblo tenía apenas seis calles y ninguna poseía una longitud superior a los mil metros y todos las recorríamos caminando y los pocos automóviles que se veían durante las mañanas eran usados como transporte que iban o regresaban de la ciudad capital y, por lo general, se dirigían a otros pueblos más lejanos del sur. Y en qué cabeza podía caber que en esas ciudades extranjeras hubiera torres de 40 y 50 pisos y que se subía y se bajaba usando unos elevadores eléctricos rapidísimos.

Nuestra ciudad se percibía quieta y silenciosa. No había en ella afanes desmedidos ni inquietudes extremas. Por eso, la realidad de que existían otras ciudades muy diferentes a la nuestra destrozaba nuestros sueños. Se hacía tan difícil para el hombre común costear siquiera el pasaporte, que pensar en la posibilidad de poder viajar algún día a otro país nos resultaba una ofensa al intelecto. Esos eran privilegios exclusivos de los amigos del dictador, que andaban en autos último modelo, vestían trajes finos y habitaban en casas muy por encima del nivel de la mayor parte del pueblo. Además, el régimen cuidaba que nos mantuviéramos convencidos de que las ocho mayores tentaciones que enfrentábamos los humanos eran: el materialismo, el orgullo, el egoísmo, la pereza, el resentimiento, el sexo, la glotonería y la mentira, además del comunismo, claro está. De ese modo, nuestras ambiciones eran muy limitadas. Y en esas condiciones, si por alguna casualidad del destino alguno de nosotros llegaba a una de esas ciudades desarrolladas se sentiría incómodo, fuera de lugar, extraño a ese ambiente dislocado y carente de  pureza y bondad y terminaría tremendamente aburrido.Con esta certeza en el corazón nos conformábamos con nuestras limitaciones y carencias y las considerábamos normales.

Todos nos conocíamos y tratábamos. Y eso tenía sus ventajas y desventajas.Una de las desventajas más notorias era que nadie tenía secretos. Se dormía con puertas y ventanas abiertas sin que nadie osara traspasar malsanamente el umbral de alguna puerta ajena. Pero se aguzaban los oídos prestos a conocer los secretos que se confesaban a la noche.

Los niños debían saludar a los adultos con una reverencia y si entre ellos había alguna familiaridad estaban obligados a pedir su bendición.

Cuando alguien se enteraba de alguna verdad que había estado oculta hasta ese momento, la callaba si resultaba ofensiva para el prestigio de una persona amiga. Se cuidaba la moralidad de los demás con mucho celo.

Sin que los ancianos fueran exhaustivos, daban a los niños una base muy útil de principios que debían respetar a lo largo de su existencia.

Sospecho que los componentes de las nuevas generaciones no son capaces de comprender con cuánto celo se exigía el cumplimiento de los principios sembrados en el hogar desde el nacimiento.

Los funerales de aquel tiempo tenían plañideras espontáneas y pagadas. Pero no todo era apariencia de tristeza. Había momentos para comer hasta llenarse y de hacer cuentos después de la medianoche y hasta de tomar alguna bebida embriagante.

La generación actual es totalmente indiferente. Ya no se velan los muertos en la casa y ni siquiera se les lleva al templo. Ahora, todo se resuelve en una funeraria con mucha parsimonia, en donde ni se grita. Todo se limita a un discurso religioso que no amerita de ensayos de tanto repetirse.

¡Cómo han cambiado las cosas con el paso del tiempo! Antes, los viejos se conocían en la iglesia y los jóvenes, dando vueltas en el parque al son de la banda municipal. Al cruzarse con un grupo de muchachas que caminaban en sentido contrario alguno dirigía palabras elogiosas hacia una de ellas que las escuchaba con coquetería. Esa era la forma más común de que surgiera un noviazgo. Había excepciones, claro, pero eran eso, no la regla.

Recuerdo que una vez apareció en el pueblo un señor muy obeso y se sentó en el parque. Los del barrio lo rodeamos y nos hizo algunas historias de su vida, que a mí me parecieron no creíbles o, al menos, exageradas. Ya a las 10 de la noche cuando cada quien se disponía a dirigirse hacia su casa, le preguntamos dónde pensaba dormir y si había cenado algo, a lo que respondió que no había ingerido bocado desde la mañana y no tenía dinero para comprar nada, que pensaba quedarse a dormir ahí, recostado en la banca. Entonces, Rafaelito, que acababa de cobrar su primer salario como obrero en la fábrica de armas se compadeció del forastero y le regaló lo suficiente para pagar un hotel barato en las afueras del mercado y comprarse un pastel en hojas. Al día siguiente volvimos a ver al mismo señor sentado en el parque, pero ya no lo rodeamos porque conocíamos sus historias y estábamos seguros de que no aparecería nadie tan desprendido como Rafaelito para pagarle otra noche de hotel. Al otro día se desapareció de forma tan misteriosa como la que había llegado.

Ese parque del pueblo, situado frente a la iglesia central, guarda muchos recuerdos. Una de sus historias es que en una casa de madera de palma ubicada en lo que entonces era un solar cualquiera nació quien en su adultez fue el dictador de la nación por más de 30 años. También se dieron en él muchas citas amorosas, en las que se aprovechó que la acera oeste del parque quedaba frente a un colegio de monjas que después de las 7 de la noche se mantenía en completa oscuridad. Y este parque también fue escenario de muchos mítines políticos durante la dictadura y después que la misma concluyó. Una de esas manifestaciones, en la que se anunciaría el surgimiento de un partido político al que llamaron “San José de Conucos” terminó con una carrera desordenada de los asistentes, incluyendo al líder, que fue perseguido por la policía entre los patios hasta acorralarlo dentro de una letrina. Cuando el incipiente político se supo atrapado en la letrina,en la desesperación de tan inusitada situación, asustado, temeroso, impotente, humillado, sometido y derrotado, solo acertaba a gritar a los policías que no podían tocarlo, porque él estaba asilado en esa letrina, lo cual desoyeron los de la fuerza pública y lo sacaron muertos de risa y lo llevaron hasta el cuartel, sin que se volviera a ver a ninguno de sus supuestos seguidores.Desde que recuperó la libertad, aquel líder se alejó de la política de manera definitiva, alegando que la actitud de sus seguidores le sirvió de advertencia de que la cobardía era la respuesta de muchos intelectuales ante el peligro, cuando él los hacía dispuestos a morir por sus creencias.

Una mañana, después de mi jubilación en el hospital donde trabajaba, fui a sentarme en ese parque que me trae tantos recuerdos. Al ver pasar a las personas más jóvenes me pregunté cuántas de ellas habrían nacido en mis manos, durante los 30 años que fui gineco-obstetra en el hospital. También me pregunté a cuántas mujeres les seguí sus embarazos durante esos años y les atendí sus partos. Curiosamente, después de 30 minutos me percaté que no había conocido a nadie de los que habían pasado y nadie se había detenido siquiera a saludarme. Algunos caminantes, incluso, me miraban de manera extraña, como si vieran en mí un hombre extraviado o desubicado en lugar y circunstancias, mientras yo pensaba que mis raíces en el pueblo debían sentirse en mi voz, en mi forma de mirar, en mis brazos acostumbrados a nadar en el río Nigua, en mis manos y pies aferrados al terruño querido que me vio nacer. Esa situación, debo confesarlo, me frustró y llenó de impaciencia,  angustia y hasta me deprimió un poco, porque lo hubiera entendido como normal si después del retiro viviera  aislado de mi entorno, encerrándome en mi departamento. Pero no pasaba semana en que yo no fuera a San Cristóbal a comprar frutas y vegetales frescos y dar una vuelta por el pueblo.

Indudablemente, sorprendido con el hecho de que ninguna persona conocida pasara durante los 30 minutos de espera en el parque decidí dirigirme al hospital, al mismo en que trabajé durante 30 años y me ubiqué próximo a la puerta por donde entran y salen las mujeres que se dirigen al servicio de gineco-obstetricia. Allí debía invertirse la situación y lo esperado era que la gran mayoría de las que entraran o salieran por la puerta me conocieran, que hubieran sido mis pacientes y se detuvieran a saludarme agradecidas. Es más, llegué a pensar que muy difícilmente pasaría por el lugar alguna mujer que no me hubiera conocido.

La realidad estuvo en marcado contraste con lo que yo había pensado. Y debo confesar que me disgustó verlas pasar con indiferencia aun después de mirarme. Reconocí a varias de ellas que acudieron muchas veces a mi consulta, pero ninguna me saludó sin siquiera detenerse. Una, incluso, me miró fijamente, como si en otras circunstancias le hubiera agradado mi arbitraje, pero luego bajó la cabeza para seguir escuchando al marido, que le dijo con mucha seriedad: -Tú lo que quieres es convertir nuestra relación de amor en un contrato legal y yo la favorezco como está.

Seguí con el jueguito por un rato, no solo para descubrir que no era un juego tonto sino para ubicarme en la realidad. Me convencí de que nadie es indispensable en ningún lado y la gente se conforma con que le resuelvan sus problemas sin tomar en cuenta a quien lo hace.

Mi capacidad de indignarme salió a flote. Sentí mucha rabia interior y la saliva se me hizo amarga. Poco después comencé a sentir un dolor en medio del pecho que se incrementó con rapidez.

-Esta situación se ha vuelto tan perversa–, pensé, mientras como pude me encaminé despacio hacia la Emergencia, apretando mi pecho con la mano derecha.

-Señor, acuéstese en la camilla para examinarlo-, me dijo el joven médico de turno en la emergencia.

La enfermera que lo asistía, que sí me conocía porque trabajó conmigo por algún tiempo en mi servicio, se turbó un poco al oír al médico, me miró apesadumbrada y bajó la cabeza, pero no dijo nada.

sp-am

 

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