No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará al Reino de los Cielos

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EL AUTOR es investigador y asesor empresarial.

Vivimos el año de dos mil diez y nueve, casi llegando al primer cuarto del siglo veinte y uno. Para la generación a la que pertenezco (todos aquellos que cuya edad oscila entre 50 y 60 años) era un siglo que en nuestra juventud veíamos como algo lejano, un mundo súper moderno: un sueño.

Pero ¿qué realmente podemos ver de diferente en la gente, que es lo que más importa entre un siglo y otro, entre un tiempo y otro? Si vemos bien, en lo fundamental, las personas siguen siendo movidas por las mismas motivaciones, con un ligero cambio de matices.

Se puede decir que en el tercer cuarto del siglo veinte, la gente era más cercana, se conversaba más, y era también más caritativa con el prójimo. Vemos que ahora, en el 2019, la gente tiende a ser, en sentido general, solidaria; pero más solidaria con los que viven a miles de kilómetros de distancia.

Es un fenómeno raro, ser solidario con quien no puede venir a “molestarme” es más fácil que ser solidario con quien puede acercarse y hacerse sentir, con quien te sirve de espejo para ver tu interior, con quien te hace ver la realidad a la que rehúyes.

El ser humano de hoy es así, cada vez más indiferente con sus congéneres, pero superficialmente bondadoso. No se compromete con el servicio desinteresado a quienes más lo necesitan, su caridad es cada vez más ausente, pero en su lugar sobresale la solidaridad.

La caridad es la parte visible del amor. En consecuencia, cuando se es caritativo, se asume un compromiso de amor en el servicio a los demás. En tanto que la solidaridad es una acción buena que un individuo decide hacer de manera puntual por alguien en particular, o por algún grupo de personas que esté  viviendo momentos difíciles por alguna razón en específico.

Así vemos que solidaridad, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, es la “adhesión o apoyo incondicional a causas o intereses ajenos, especialmente en situaciones comprometidas o difíciles”.

Mientras que la caridad se define como un “sentimiento o actitud que impulsa a interesarse por las demás personas y a querer ayudarlas, especialmente a las más necesitadas”. También es considerada una “virtud teologal del cristianismo que consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”.

Existe una marcada diferencia, pero lo que salta a la vista es que la caridad lleva el sello del compromiso. ¿Compromiso con quién? Compromiso con Dios y con el prójimo, porque amar a Dios y al prójimo es su razón de ser.

Y eso ¿qué significa? Significa que lo que haga por los demás lo haré por y para Dios. No me moverá a hacerlo el deseo o impulso de mi yo a realizar la acción, sino que me moverá el amor a Dios, que se hace palpable y real cuando se manifiesta en el prójimo.

Esa acción no va a ser circunstancial ni dependerá de si quiero o no, sino que será permanente. Es una acción que conlleva sacrificio, porque requiere la negación permanente de tu yo que te dice: ¿En qué te beneficia hacer esto? Mejor quédate tranquilo, duerme y descansa, es tu vida, y por demás, corta, ¡disfrútala!

La solidaridad es si quiero, tengo deseo de ayudar, ayudo. No tengo deseos, no ayudo. No hay compromiso, porque la solidaridad no nace necesariamente de una relación con Dios, la solidaridad no se recibe como un don de Dios.

La caridad, que es el amor en acción, es decir, Dios mismo en acción a través de nosotros, es un don de Dios y se recibe por gracia. Lo recibe todo aquel que abra las puertas de su corazón a esa gracia que por demás le otorgará plenitud y vida  para siempre.

Lo que pasa en las sociedades de este siglo 21 es que los seres humanos son programados para alejarse de Dios, haciéndoles creer que la inteligencia, el conocimiento adquirido, el dinero y el poder, le hacen autosuficientes y les otorgan lo que ellos necesitan.

Y como ser solidario no conlleva ningún compromiso, de vez en cuando le mostraré a mi yo y al mundo lo “bueno” que soy. Con eso ya he cumplido, eso ya me justifica. Tengo dinero, poder, todo lo que quiero, y además, soy “bueno”.

Lo triste de esta historia es que esa tendencia de este siglo está atrayendo cada vez más cristianos a ser solidarios, y menos comprometidos, es decir, a no practicar la caridad, que es ejercer el amor como le ha sido mandado.

Amarás a tu prójimo como a ti mismo, y lo harás gratis, pues gratis lo has recibido. Muchos cristianos están prefiriendo la parte más fácil: la solidaridad; pero la solidaridad sin amor es vacía, no se sostiene en sí misma, no perdura y su efecto es pasajero.

El cristiano tiene que ser comprometido. La caridad debe ser su sello. El amor tiene que ser su carta de presentación, para que la misión de salvar al mundo que le fue conferida, pueda ser cumplida debidamente, aunque cueste perder todo, incluso la vida.

No basta con asistir a misa o al culto, no basta con cumplir con los ritos, no basta con conocer la Biblia de memoria, no basta con rezar, ni es suficiente con ser solidario. Hay que asumir el compromiso que te pide Dios, hay que abrirse al Amor y Amar.

Por eso lo advirtió Jesús hace más de dos mil años (Mt 7:21): No todo el que me diga: «Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial.» Así que todo está dicho, si quieres ser cristiano, asume el compromiso de la caridad, al fin y al cabo, nadie está obligado a serlo.

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