Mis reflexiones sobre la Iglesia y el Estado
El día 12 de diciembre de 2013 se puso a circular en el Ateneo Amantes de la Luz de Santiago una importante obra del escritor Guido Riggio Pou, donde el autor plantea el papel de la Iglesia y la masonería en la lucha independentista dominicana y la excomunión de Duarte. La obra en sí es interesante, puesto que se expone al debate histórico, filosófico y conceptual de lo que significó la influencia de la Iglesia católica contra el espíritu independentista del patricio Juan Pablo Duarte y de los trinitarios.
En un artículo que publiqué el 26 de enero de 2013 en el periódico digital almomento.net
y en el matutino La Información, de Santiago, el cual titulé “Duarte excomulgado”, traté el tema de la excomunión de Duarte más bien con un sentido estrictamente esclarecedor y explicativo mucho antes de conocerse las intenciones del licenciado Riggio Pou de escribir sus razonamientos o consideraciones históricos sobre esta temática.
El autor nos advierte sobre el contexto político-ideológico mundial en que tiene lugar la epopeya independentista dominicana y nos da el siglo XIX como el tiempo de su desarrollo. Tratando de robustecer sus observaciones cabe señalar que la Revolución francesa es el más apasionado intento que lleva a cabo la historia humana para crear, en breve tiempo y por medio de leyes, un nuevo orden de la existencia humana. Empero, no voy a analizar la obra de Guido Riggio Pou, sino referirme a ella de soslayo porque prefiero apoyarme en la magnífica obra de José Luís Sáez sj. titulada La Iglesia y el Estado, que es el título que he escogido para mi trabajo.
Al sucumbir el sistema político y social del siglo XVIII un nuevo mundo de ideas se apodera de los espíritus y anuncia el Estado y la sociedad del siglo XIX sobre un mundo organizado y regido por la aristocracia y aparece una democracia que en sus pensamientos fundamentales ya había surgido en la Inglaterra del siglo XVII, y que en Estados Unidos de América en 1776 llegó a tener sus derechos del hombre y su constitución escrita, pero que obtuvo en suelo francés su expresión más consecuente y eficaz y al mismo tiempo más radical.
Libertad, igualdad, fraternidad, soberanía del pueblo y nacionalidad dejan de ser simples reivindicaciones teóricas para convertirse en hechos de vida, bien que limitadas por el fanatismo y la intimidación y todas las máculas de la existencia humana. Estas ideas caminaron por el vasto mundo, entraron en las cabezas cuando más lejos estaba su realización. Toda la Europa la acoge de un modo o de otro, transformándolas según las circunstancias particulares de cada país.
Duarte y los trinitarios fueron atraídos por estas ideas de libertad y las reconoce como las bases necesarias del Estado y de la sociedad. Las formas políticas republicanas, las monarquías constitucionales, el sistema parlamentario, dentro de esas dos formas se desarrollan por igual sobre esa base y allí donde viejas monarquías de estilo absolutista moderado siguen resistiéndose, son de continuo apremiadas por exigencias democráticas y se ven por último obligadas a ceder.
Sólo Rusia se mantuvo durante largo tiempo en Estado absolutista. Pero más tarde pagó caro esa resistencia al espíritu del siglo. No son azares o defectos de la especie humana los que crean una nueva época, sino que siempre hay una necesidad inevitable de la historia que conduce a nuevas formas de la vida. Y no siempre es lo espiritual, oculto detrás de las nuevas formas, tan visible como aquí.
La Ilustración, ese movimiento racionalista, empirista y libertador que se desenvuelve desde mediados del siglo XVIII y que en sus últimas raíces llega a la época de la Reforma y del Renacimiento, es la fuerza espiritual que conjura en su círculo a todo lo demás. Su influencia no podría ser tan amplia si no encarnase un nuevo grado en la evolución de la cultura occidental, grado que es más que un mero cambio de generaciones con sus progresos y sus reacciones.
Dentro de la historia occidental la Ilustración no sólo confiere el predominio a la razón y a la ciencia frente a todas las demás autoridades tradicionales y sagradas, sino que también actúa enérgicamente en toda la vida de la sociedad y del Estado. La igual justificación de todos los hombres en sentido político y social se convierte en ley del futuro. La antigua igualdad cristiana de todos los hombres ante Dios se amplifica en la igualdad ante el Estado y la sociedad. Desde luego esta igualdad empieza siendo en gran parte teórica, sólo en el transcurso del siglo XIX se asienta sobre sus principios la vida política de los pueblos y aun allende Europa, en todos los Estados del mundo. Esta evolución está hondamente arraigada en la cultura occidental. La Ilustración es el resultado de la cultura burguesa, que nació en la Edad Media expirante y destronó a la cultura eclesiástica.
En el momento en que este mundo espiritual de la burguesía se desenvuelve planamente y llega a proclamar como únicas normas las leyes de la razón, adquiridas por la experiencia, tuvieron que romperse y desaparecer todos los vínculos y todas las instituciones que seguían basándose en aquella vida espiritual del pasado. El absolutismo, la soberanía por la gracia de Dios, los privilegios de la Iglesia y de la nobleza, la estricta separación de las clases, tuvieron que ceder cuando la investigación científica al penetrar en la realidad de los procesos históricos las privó de todo fundamento y cuando los inatacables resultados de esa investigación dieron impulso ascensional a una capa social que hasta entonces no había tenido sino una participación modesta en la determinación de su propio destino.
El camino que conduce del germano libre –o también del civis romans– hasta el hombre moderno, volvió a subir después de la hondonada medieval. Cuando más alta se desenvolvió la cultura espiritual desde la Ilustración hasta la época clásica alemana y hasta el mundo científico del siglo XIX, tanto más incoercible fue la pretensión de la burguesía a la igualdad, en el sentido político y social. Los príncipes que subsistieron, y en general los gobiernos, tuvieron que dejar de ser poderes tiránicos para convertirse en órganos de la totalidad.
Una democracia que partía del tercer estado y terminaba con éste, una democracia que se allanaba bajo la burguesía, parecía exigir a aquella época la consideración de una masa sin voluntad y, por tanto, necesitaba de dirección. Pero el camino ulterior de esa democracia político-social se hace, sin embargo, visible y acabará algún día por extenderse a todos los que han sido despertados y fecundados por esa cultura ascendente. Lo espiritual en los siglos XVII y XVIII ha sido el supuesto de todas las formas políticas y sociales y el conocimiento científico ha influido profundamente aun en la economía misma.
¡Qué profundas transformaciones no sufrió la vida eclesiástica y religiosa cuando la crítica científica comenzó a mezclarse en las tradiciones consideradas sagradas y puso la investigación crítica en lugar del concepto vinculado a la Iglesia! En el siglo XVIII se trató tan solo de modesto comienzos. Pero el siglo XIX estableció la separación entre la Iglesia y la religión. En el primer momento pareció, ya en la época de la Ilustración, como si hubiera de cumplirse el destino de la Iglesia cristiana en occidente.
El protestantismo y el catolicismo se abrieron al nuevo espíritu y la Iglesia misma pareció querer transformar sus templos conforme a las leyes de la razón. Dentro del protestantismo pareció, por un momento, que todo el elemento eclesiástico era presa de algo que lo empujaba por el camino de la Ilustración. Ese algo no toca a la Iglesia católica sino en una capa levísima superior, pues en la Iglesia misma, en la vida dogmática y en el culto, no penetró la Ilustración ni un punto.
Es cierto que durante algunos decenios la orden de los jesuitas es sacrificada a la época. Es cierto que algunos claustros quedaron desiertos y que no pocos sacerdotes proclaman su adhesión al nuevo espíritu. Pero las resistencias dentro de la Iglesia católica contra cualquier concesión eran mucho más fuertes y arraigadas que en el protestantismo, hasta el punto de que se ha dicho, con razón, que la Ilustración no logró sino arañar la piel de la Iglesia católica.
Todo el ser de la Iglesia católica va unido a sus tradiciones y la menor concesión destramaría todo el edificio, por lo cual, pasado el primer momento de abandono, la hostilidad a la Ilustración fue el lema evidente de todos los elementos influyentes en la Iglesia. ¿Había de entrar, como el protestantismo, en discusiones sobre la revelación, base de la iglesia y del pontificado? ¿Había de hacer la crítica de los dogmas o explicar la evolución del pontificado como un proceso histórico de constante exaltación de sus pretensiones? ¿Había de permitir a los fieles que, en lugar de las doctrinas eclesiásticas, se forjaran representaciones propias acerca de la religiosidad católica y de la obligatoriedad de los dogmas?
Cuando más en la evolución de la Iglesia católica había el dogma excluido la historia, tanto más se sentía ahora obligada la Iglesia a vivir y morir con el dogma, negando toda concesión al nuevo espíritu. Pero este espíritu nuevo era en último término la ciencia, que se preparaba a conquistar el mundo. ¿Es posible a la larga subsistir en oposición a él? Lo que se había abierto camino, desde la Reforma, comenzó ahora a hacerse visible: la Iglesia católica y la cultura espiritual en evolución se contraponía cada día más.
Apoyada en sus contenidos religiosos, apoyados sobre la certeza ofrecida a todos los católicos en cosas de la fe, apoyada, por último, en una ciencia católica construida sobre su mismo mundo de intuiciones, la Iglesia católica en la primera mitad del siglo XIX asumió la lucha contra todo eso que se llama cultura moderna.
Al protestantismo, como al catolicismo, vino a favorecerle el hecho de que la Ilustración misma se creó un movimiento contrario. El dominio de la razón sobre toda la vida era más bien una exigencia que un hecho. De razón y de sentimiento siguió componiéndose toda vida y aun cuando con la Ilustración conquistó para sí la racionalidad una gran esfera de poder no por ello dejaron de resurgir renovadas las potencias del pasado, que poseían un derecho íntimo sobre el alma humana.
Y a este contragolpe debieron las iglesias cristianas no sólo su restablecimiento, sino también el alumbramiento de fuerzas nuevas y frescas. La época de la Restauración, que desde 1919 quisieron restablecer los pueblos de Europa en las formas de vida política y eclesiástica pretérita, comprende sólo un decenio y termina con el nuevo ataque de los poderes racionales y no propugna solamente una limitación de las ideas de la Ilustración y de la Revolución, sino que también en la época clásica y en la romántica se afianzan las bases espirituales de un movimiento contrario, que desde entonces actúa frente a todo predominio unilateral de la Ilustración y reconoce en la razón y en el sentimiento los dos hechos igualmente legítimos de la vida humana.
Pero a pesar de esta victoria parcial sobre la Ilustración se aseguraron estos dos resultados del siglo XVIII. La nueva concepción del Estado destruyó por secularización los principados eclesiásticos y últimamente el Estado de la Iglesia, que había dado a la Iglesia católica una fuerte posición política en Italia. El nuevo mundo espiritual destruyó también el predominio que la Iglesia católica había ejercido de siempre en los países románicos. Pasó para el catolicismo y para el protestantismo el período de la coacción. Aun en los países de puro catolicismo sobrevino una separación respecto de la Iglesia, una libertad de opinión, que en adelante redujo la esfera del poder eclesiástico a aquellos que voluntariamente se someten a ella.
Pero acaso el resultado más importante de las evoluciones espirituales de los siglos XVII y XVIII fue que la esfera de la libertad personal adquirió una enorme dilatación, imposible ya de limitar. ¿Era sólo un erróneo impulso del hombre el buscar por propia meditación y propia necesidad la claridad sobre las últimas cuestiones de la vida y querer honrar en el Estado y en la sociedad toda diferencia de progenie y de educación? ¿Era acaso ilegítimo descomedimiento el querer ponerse uno mismo en el lugar de las autorices tradicionales? Los que decayeron de sus privilegios y su predominio pensaban así y han encontrado secuaces en las generaciones posteriores hasta la presente.
Pero los hechos de la historia, cuando son incómodos, ¿han de someterse al juicio de los perjudicados? Si la historia universal es la realización de las posibilidades que residen en la raza humana ha de existir en todo acontecer una necesidad íntima y si este acontecer viene condicionado por poderes superiores, a los cuales nosotros en nuestra humana indagación concedemos carácter divino, toda la historia ha de ser, precisamente para los creyentes, la manifestación del espíritu de Dios.
Quien contempla en la historia el desenvolvimiento del espíritu divino y humano tiene que llegar a la concepción de que todos los períodos son de igual valor. Todos realizan por igual el trabajo de la destrucción y la construcción y sus innovaciones caen bien pronto bajo la crítica y ulteriores modificaciones. También la Ilustración y la Revolución francesa han sucumbido a este destino y lo que de ellas ha quedado tuvo que pasar por el proceso depurador de un nuevo siglo.
Nadie podrá dudar que la Ilustración y la Revolución hayan traído a la humanidad valores que hoy nos parecen completamente imprescindibles. Sobre la idea crítica de la razón descansa toda la ciencia moderna. Sobre los derechos del hombre, cuya introducción en Europa se debe a la Revolución francesa, se edifica la vida política actual. El valor de la vida humana, la protección contra las arbitrariedades, contra las violencias, contra las muertes ilegales, el derecho del libre individuo a determinarse a sí mismo, son resultados de esa época, que, en más fuerza aún que antaño el cristianismo, ha rechazado las acometidas de los poderes tiránicos, proclamando, exigiendo y aun imponiendo la ley de la humanidad para toda la vida. ¿Quién de nosotros podría respirar el aire del siglo XVI o XVII, cuando el señor territorial determinaba la religión de sus súbditos, cuando el ciudadano era súbdito sin voluntad y cuando toda la vida espiritual tropezaba de continuo contra las barreras impuestas por el Estado y por la Iglesia?
La Ilustración y la Revolución han traído a la humanidad grandes beneficios. Mas como cada época proclama su novedad con apasionamiento y exclusivismo, el error se mezcla por doquier con el beneficio. El racionalismo de la Ilustración era un exceso de razón. La Revolución francesa fue una exaltación sangrienta de las doctrinas políticas racionalistas. Esto precisamente produjo la reacción. El espíritu humano, con sus anhelos religiosos, artísticos o irracionales se rebeló contra la tiranía de la razón, lo mismo que el sentimiento humano hubo de repudiar las crueldades de la Revolución francesa.
Todos los que tenían sentimiento, piedad o sentido conservador se alzaron contra la Ilustración y la Revolución y en el movimiento romántico se unieron estas fuerzas hostiles y pasaron a ejercer una enérgica defensa, pero no fue sólo en este movimiento literario, artístico y religioso en donde se reunieron las energías contrapuestas, sino que desde el principio la Ilustración alemana había seguido camino distintos que la francesa.
Al admitir el protestantismo en su seno la Ilustración impidió la radical repulsa de la Iglesia y la religión. En Alemania el sentimiento histórico y orgánico se reunió con la idea de la Ilustración y dio por resultado una mesura en las ideas, que pudo producir el tránsito a una nueva época política, sin ruptura demasiado radical con el pasado. El período clásico de la literatura y de la filosofía representó no sólo la unión de lo antiguo con lo moderno, sino también una superación de la Revolución francesa y una nueva fórmula de los fines y los derechos de la humanidad. Empero, no dejó de haber una reacción que pretendió retrotraer el mundo más atrás de los pensamientos sustentados en la época clásica.
La época de la Restauración (1815-1848) pretendió restablecer en Alemania, en Italia y en toda la esfera de la Iglesia católica el antiguo régimen y aun la Edad Media, tal como se la representaban idealizada los círculos románticos. Sin embargo, Napoleón, que dio remate a la Revolución, había aniquilado radicalmente todo lo que era ya incapaz de seguir viviendo y no era posible su plena restauración.
El espíritu nuevo había penetrado demasiado necesaria y profundamente en todos los círculos de la vida para poder ser eliminado con teorías rancias. En Inglaterra las nuevas concepciones habían emprendido su camino seguro ya desde el siglo XVII. En Francia la reacción en lo político, y aun en parte en lo religioso, tocaba sentimientos que habían sido creados por la Revolución. Aun cuando las palabras de libertad, igualdad y fraternidad fuesen en Francia misma una pura teoría, resultaba que nadie quería tocar a ese sagrado de la Revolución. Después del cesarismo napoleónico Francia toleró el restablecimiento de la monarquía, pero ésta se hallaba condenada a pactar con la Revolución a cada paso.
En Italia y en España las ideas revolucionarias lucharon victoriosamente con los poderes del pasado y su afianzamiento penoso indicaba la catástrofe venidera. Si en Alemania se reunieron Austria y Prusia en la lucha contra la Revolución ello fue tan sólo un entreacto que, pasando por encima de todo intento de sojuzgar lo nuevo, condujo a la ruina de los sojuzgados. Si exceptuamos Rusia y la Iglesia católica, vemos que las ideas de la Revolución vencieron, mientras que las creaciones de la época restauradora no dejaron tras de sí más que ruinosos restos.
Pero es indudable que la Restauración había desenvuelto fuerzas positivas. Las flaquezas de la Ilustración y los defectos de la Revolución eran tan patentes que en muchos puntos el radicalismo resultaba incapaz de vida. Las fuerzas conservadoras evolucionaron, además, constituyendo un mundo de ideas propias y colocándose no sólo en la actitud de la repulsa sentimental, sino elaborando un programa fijo de sus propósitos.
La opinión pública, que desde la Revolución había comenzado a desplegar su influencia sobre el mundo, se puso durante poco tiempo al lado de lo nuevo, pero luego se dividió en dos bandos, en programitas y conservadores. Los viejos poderes en el Estado y en la Iglesia tuvieron muchos partidarios, que indujeron a numerosas componendas entre lo viejo y lo nuevo. La Revolución francesa y Napoleón fueron dos experiencias profundas que llevó a cabo esa generación. Nunca antes en Europa fue tan intensiva la participación de las naciones y de los individuos en los acontecimientos.
Esa generación fue conmovida por impresiones grandiosas y terribles y era inevitable que una nueva vida y un nuevo mundo de intuiciones llenaran las cabezas, como sucedió en la República Dominicana con Duarte y los trinitarios. Pero este nuevo mundo, aun cuando algunas veces se inclinara hacia ideas conservadoras, estaba imbuido del espíritu de la Ilustración y de la Revolución. Dondequiera que encontramos la prolongación del período clásico alemán, el desenvolvimiento de la ciencia moderna, las nuevas formas del Estado y de la economía, encontramos siempre algún trozo de aquellas dos fuerzas primordiales.
Los fundamentos del siglo XIX proceden en una pequeña parte de los siglos XVII y XVIII y en resumidas cuentas lo que la Revolución francesa y la Ilustración trajeron al mundo se reveló en sus elementos positivos más fuerte que todos los movimientos contrarios.
JPM

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