OPINION: Los Derechos Económicos, Derechos Retóricos

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EL AUTOR es economista. Reside en Santo Domingo

Probablemente no haya palabra más agradable a los oídos de todos que la palabra derecho. Tenemos, tengo derecho a la palabra. Tenemos, tengo derecho a réplica. Tenemos, tengo derecho a elegir y a ser elegido. Tengo derecho sobre mi propiedad. Tengo derecho a la vida. Tengo derecho a ser feliz. Al parecer tenemos derecho a todas las condiciones y situaciones convenientes y agradables de la vida. Los derechos parecen ser ilimitados. Sin embargo, una vez que digo esto deben comenzar las sospechas: ¿realmente pueden ser los derechos ilimitados? Y si no lo son, ¿qué los acota?

Escuchar el vocablo: “tienes derecho” nos hace sentir comprendidos. Protegidos. Seguros. Muy al principio dice la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “ …todos los hombres son creados iguales; son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad.”

En su famoso discurso inaugural del 20 de enero del 1961, el presidente John F. Kennedy pronunció aquellas palabras imperecederas: “No preguntes que puede tu país hacer por ti sino qué tú puedes hacer por tu país.”

El derecho no es lo evidente que se piensa, ni en su origen, ni en sus presupuestos. Ni en su operación. Ni en los efectos que desencadena. Kennedy parecía decir que, en un momento determinado, el ciudadano debe poner por delante el cumplimiento con sus obligaciones civiles antes que el reclamo de sus derechos. Seguimos con nuestro cuestionamiento: ¿es posible tener derechos sin tener obligaciones? ¿No son estos elementos –obligaciones y derechos- como los lados de un balance contable, en que no hay uno sin otro de igual valor? ¿Es posible que algunos tengan derechos sin cumplir con sus obligaciones? En lo que respecta a los derechos económicos, ¿puede el Estado otorgar derecho sobre lo que no produce y que siempre se encuentra en situación de escasez, a veces de escasez crónica?

En un escenario completamente diferente me ha tocado explicar que hay términos que tienen diferentes acepciones por lo que su uso descuidado en la práctica –y es ésta una práctica habitual- crea una sensación falso de entendimiento cuando lo que se nos dice es distinto a lo que entendemos. Por ejemplo, la palabra ingreso. En economía, ingreso equivale a valor agregado, pero en finanzas puede querer decir valor de ventas o ingreso a caja. Ahora que el tema está sobre el tapete, los fondos que el Gobierno en representación del Estado toma en préstamo son una entrada de efectivo en caja. Pero no afectan su situación patrimonial. No enriquece al Estado puesto que es un dinero que se debe y que más adelante se debe pagar. Si el efectivo es resultado del cobro de impuestos, la situación financiera es muy distinta pues es equivalente al producto de las ventas en una empresa privada. Finalmente, ninguna de estas acepciones tiene un vínculo predeterminado con el ingreso nacional. Pero a los tres les llamamos coloquialmente ingreso, de aquí los malos entendidos frecuentes. A esto me refiero.

Veámoslo ahora con el término derecho. Derecho es, en principio, una facultad. Una capacidad, una garantía, una gracia. Derecho a la propiedad, por ejemplo, o la libre expresión del pensamiento. De inmediato emergen sus precondiciones: primero, un sujeto derecho habiente. Luego, un sujeto violador potencial. Tercero, una jurisdicción, un tribunal. Y, de aquí, un Estado. Esto es, difícilmente podríamos hablar de un derecho cuando no existe posibilidad de que dicho derecho sea transgredido. Por ejemplo, tenemos derecho a pensar, o a fantasear, pero estos obviamente no son derechos en estricto sentido. De igual forma, difícilmente podemos hablar de un derecho cuando no existe jurisdicción ni condena. Por esto es que se dice que la ley sin aplicación es ley muerta. A lo que podemos agregar que, todavía peor, la ley sin aplicación impone en la práctica lo contrario a lo que instituye.

Entonces una facultad, una posibilidad. Si desde el principio el derecho solamente exige el reconocimiento de las demás partes, es decir, el reconocimiento sin ningún esfuerzo adicional, estamos en un mundo sin fricciones. Cómodo. Ideal. Si sólo bastara respetar la vida y la propiedad ajenas, la libertad de expresión y creencia. La libre movilidad, la libre empresa. Pero ese mundo sólo existe en las abstracciones, en las especulaciones de los pensadores sociales. Para bien o para mal, el mundo real es un mundo de contradicciones, de oposición de intereses.

Para ponerlo de la forma más simple y gráfica, pensemos en el derecho a la vida. Se trata de un derecho humano básico, reconocido universalmente, por lo menos en la forma. La realidad es que se viola constantemente, se ha violado siempre, principalmente en las dictaduras. De hecho, el grado de despotismo y crueldad de cualquier dictadura –de izquierda, de derecha, de la dirección que se quiera- se mide justamente por la violación al derecho a la vida, sin lugar a equívocos el derecho máximo.

Sin embargo, se viola, se viola constantemente estando consagrado en leyes, constituciones, declaraciones, tratados… Si el derecho no se alberga orgánicamente en un Estado de derecho, si no cuenta con la sociedad civil y política, con las instituciones que obliguen a su respeto y castiguen su violación, entonces es letra muerta. Ciertamente se convierte en un pedazo de papel, como una vez calificó la Constitución de la República el extinto presidente Balaguer, por cierto, palabras que no son suyas sino de Ferdinand de La Salle.

Pero pongamos por caso un Estado de derecho donde los ciudadanos y el Estado ciertamente respeten el derecho a la vida. Es decir, respeten el derecho a la vida en cuanto no agreden al otro. Si llegamos hasta aquí, ¿está resuelto el problema? Pues de ninguna manera. Lo primero, un Estado de derecho presupone desarrollo, desarrollo político y desarrollo económico. Es decir, el Estado de derecho no aparece de la nada, espontáneamente, ni es un ente milagroso. El Estado de derecho es tan hechura de los hombres como lo es una de nuestras actuales computadoras. Y, dentro de esta premisa, el Estado de derecho es económicamente costoso. Supone trabajo, inversión, organización, propósito, articulación de intereses. Si bien la ley está en los hombres y no en las cosas, no es menos cierto que sin cosas no hay hombres. Por decir lo menos, para llegar a un Estado de derecho debe la sociedad superar la etapa primitiva del imperio de la fuerza. Y para que la razón y la justicia puedan derrotar a la fuerza bruta es imprescindible una economía que rinda un excedente. Es precondición una sociedad con garantía de sobrevivencia para que pueda dedicar parte de su tiempo productivo al desarrollo de la razón y la impartición de justicia.

Entonces tenemos un Estado en que se respeta la vida, por lo menos en cuanto nadie atenta contra nadie. ¿Ya está, ya logramos lo que queríamos? Pues resulta de que no. Pensemos en una situación en que tenemos diez personas y diez panes. Obviamente, hay un pan por persona pero sólo numéricamente. Resulta que una de las diez personas es dueña de dos de los diez panes. ¿Qué hacer? Es decir, ¿qué puede hacer el Estado? ¿Quitar uno de los panes al propietario de dos para dárselo al que no tiene ninguno? Si hace esto estaría garantizando el derecho a la vida de uno violando el derecho a la propiedad del otro. Podemos pensar que el derecho a la vida es superior al derecho a la propiedad, y de alguna manera así es. Pero con esta acción –es decir, con la expropiación- estaríamos abriendo el camino a la quiebra económica de la sociedad como un todo.

Con este ejemplo queremos destacar varias cosas. Lo primero, que el derecho a la vida no es sólo la ausencia de agresión exterior. La vida humana –incluso la vida biológica- tiene muchas precondiciones, la primera, obviamente, la preservación física. Pero también implica salud, educación, realización, gratificación, felicidad. Y eso no se logra preservando el cuerpo únicamente.

Segundo, que hay derechos individuales que entran en conflicto, los de un sujeto con los de otro. Por ello, la máxima juarista de que el respeto al derecho ajeno es la paz no es lo evidente que parece a primera vista.

Tercero, y algo que en nuestros países latinoamericanos se soslaya de común, que el derecho individual no es sólo frente a otros individuos sino frente al Gobierno y frente al Estado. En nuestra tradición política, de alguna manera y por alguna razón se presume sin explicación que el Estado es la encarnación de la justicia y la ley, del derecho, por cuanto nunca puede estar fuera de sus márgenes. Lo que es rotundamente falso.

Caemos finalmente a los derechos económicos o, como frecuentemente se los llama, falsos derechos. ¿Tiene el ciudadano derecho a una vivienda digna? Es decir, no hablo de si se la merece, de si no sería socialmente deseable que la tuviera, de si fuera o no justo. Hablo de si tiene un derecho, el derecho a tener una vivienda digna. ¿Lo tiene, tiene el derecho? Oímos mucho a los políticos hablar en estos términos. Y si no la tiene, ¿quién es el transgresor? ¿Yo? ¿Yo y los que estamos aquí presentes? ¿El Estado? ¿A dónde debe ir este ciudadano a exigir su derecho? ¿Cómo introduce una demanda para restituir su derecho? Entonces, si nada de esto es posible, ¿de qué derecho es que estamos hablando?

Obviamente, los derechos económicos son derechos retóricos, de esos que realzan algunos políticos para asegurar votos. Pero no hay manera de respetarlos por cuanto tampoco son derechos. No hay manera de respetarlos porque el Estado no construye casas. Y si las construye, nunca son suficientes. O de la calidad, de la dignidad de que habla. Nunca las habrá porque el Estado no puede suplantar al individuo y la iniciativa personal. ¿Cómo puede el Estado garantizar un derecho sobre lo que no tiene ni controla? ¿Imponiendo a otros su cumplimiento? ¿Cómo se obliga a otro a que cumpla con lo que uno graciosamente ha prometido? ¿Cómo se obliga a alguien a que actúe en contra su conveniencia y propio beneficio? ¿Votando leyes? Por esto que decimos es claro que el derecho sustantivo está más allá de las leyes.

Antes dijimos que los derechos individuales muy frecuentemente entran en conflicto, los de un sujeto con los de otro. Dice Montesquieu que espíritu de las leyes es la propiedad. Si lo pensamos serenamente, en la abundancia los conflictos deben ser menores. No todos, porque la excesiva riqueza dispara la ambición y la megalomanía, pero en la abundancia los conflictos de sobrevivencia son necesariamente menores. Por eso, la mejor estrategia siempre consiste en hacer que una sociedad prospere. Que crezca, que se desarrolle mediante el talento y el trabajo de cada uno de sus miembros.

Aquí radica otro de los mitos que propalan nuestros políticos populistas –populistas, como dije antes, de todas las direcciones-: decir que el Estado va a hacer lo que no puede hacer porque no es su naturaleza hacer. Y no hay manera de cambiar su naturaleza. Al Estado le toca arbitrar jugando lo menos posible. La riqueza de una sociedad la crean sus personas económicas, no el Estado. Lo cual no niega la obvia necesidad del Estado para cumplir los propósitos que le son propios. Como la promoción del crecimiento de los mercados, del crecimiento de la iniciativa personal. Como la regulación de los monopolios naturales. Como la eficiencia en la administración pública y la erradicación de la corrupción. Como la acumulación de un capital social adecuado y moderno y la provisión de servicios públicos de calidad a sus nacionales. Pero decirle a la población votante que el Gobierno les va a regalar una vivienda digna a cada ciudadano, eso, eso es mantenernos en los años de Concho Primo. Desafortunadamente, parece que es un juego que todavía funciona.

La moraleja es, pues, que los mal llamados derechos económicos no son tales. Son falsos derechos, o derechos retóricos. No por mala voluntad de nadie sino que, como dirían los griegos, es la naturaleza de las cosas.

Claro que los socialistas siempre dicen –todavía lo dicen- que el Estado va a proveer de todo, desde comida gratuita hasta viajes a la playa. Y la historia nos arroja un alud de evidencia en contrario. Lo único que reparte con eficiencia la planificación central es la escasez, la precariedad, las limitaciones y la represión.

Ciertamente mucha gente quisiera recibir a cambio de su libertad política la garantía de una economía personal simplemente aceptable. Pero ese trueque no está disponible en el mercado. Es como aquellas llamadas por los economistas soluciones de esquina: ciertamente la libertad política es sólo una condición necesaria –nunca suficiente, sólo necesaria-, pero a cambio de ella no se recibe nada. Se entrega a un precio cero. De hecho, a un precio negativo, a un costo, un costo enorme. Quien piense que entregando su libertad política va a obtener nada valioso a cambio está rotundamente equivocado.

Para suscribir lo que hemos dicho hasta este punto, recordemos que más de una vez, en muchos países, muchas veces de forma insistente y reiterativa, se han tratado de derogar las leyes económicas mediante decretos presidenciales. Presidenciales o reales. O mediante leyes administrativas. Instrucciones, normas, decretos. En esto las leyes económicas se parecen a la Ley de la Gravedad: quienes las niegan una y otra vez se siguen yendo de boca.

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