La reelección: algunas perspectivas clásicas

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El autor es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo

   Las controversias sobre las bondades y las perversidades de la reelección, por lo menos en nuestro continente, se comenzaron a desarrollar tan temprano como en el proceso de construcción del Estado norteamericano, y sus incidencias y ecos quedaron recogidos para la posteridad en la recopilación de artículos conocida como El federalista (1878), si bien sólo a partir de la defensa atribuida a Alexander Hamilton (porque también hay trabajos de James Madison y John Jay, pero no tienen firma).

   Hamilton asumió la defensa de la continuidad del mandatario en su versión de reelección inmediata (y de sus palabras se infiere que también de la reelección sin restricciones) en el marco de una crítica a la idea de colocar límites inmediatos o de por vida a la repetición en el mandato de presidente de los Estados Unidos, y afirmó que “Ya sea temporal o perpetua, esta exclusión produciría aproximadamente los mismos efectos y éstos serían en su mayor parte más perniciosos que saludables” (Hamilton, Madison y Jay, “El federalista”, s/f , p. 276).

   Los argumentos nodales de Hamilton se pueden resumir como sigue: a) La reelección es necesaria, pues permite que un pueblo que estuviese conforme con la gestión de un presidente y quisiera seguir aprovechado sus capacidades y virtudes, le prolongara el mandato; b) Eliminar esa posibilidad quitaría los estímulos para hacer las cosas bien y aumentar la tentación a dedicarse a lo contrario, y privaría al pueblo de un hombre experimentado y sabio por todo lo que ya había vivido y aprendido como gobernante; c) Sin reelección, existiría el riesgo de dejar fuera del estado a individuos fundamentales para el mantenimiento del sistema político; y d) El cambio de gobernante podría provocar cambios de políticas y la formulación de otras no convenientes.

   Obviamente, el primer argumento luce incontestable: un buen gobernante sin dudas merecería continuar en el poder hasta que cumpla con las expectativas programáticas que hicieron posible su elección, y al mismo tiempo, sería impertinente e injusto que se despojara al pueblo de la posibilidad de sancionar esa permanencia. Pero ello no obsta para que recordemos que ese planteamiento se hizo en una época en la que predominaba el criterio de que la estabilidad de un Estado dependía únicamente del carácter permanente de su autoridad ejecutiva (criterio propio de la monarquía clásica) y, por otra parte, aún no se conocía la parte práctica no virtuosa del reeleccionismo en naciones de institucionalidad débil. En consecuencia, en puridad lógica la validez actual de estos razonamientos estaría supeditada a la existencia de una plena cultura democrática y una fuerte base institucional.

   En cuanto al segundo argumento, que tiene dos cuerpos de ideas, también podría ser actualmente muy relativo: de un lado, ya se sabe de sobra que en nuestros tiempos la mucha permanencia en el ejercicio del poder no ha sido un estímulo para hacer las cosas bien hechas (excepto quizás en el primer período de ejercicio), sino que, por el contrario, ha operado como factor de generación de soberbia, “medalaganarismo” y hasta corrupción; del otro lado, aunque la idea luce impecable, pues no se puede ignorar que un gobernante de segundo mandato tiene ya acumulada una buena cara de experiencia y conocimientos, el problema que los hechos hoy día en la mayoría de los casos la desmienten: no parece haber una relación de causa y efecto entre ese binomio virtuoso y el buen gobierno. En todo caso, estos razonamientos habría que asimilarnos en sentido casuístico: estarían sujetos a una evaluación focalizada en cada experiencia nacional o personal.

   El tercer argumento podría ser válido en la etapa fundacional de un Estado, pero ni siquiera vale la pena discutirlo en la actualidad, pues en el futuro podría devenir fatal y contrario a la dinámica iniciática de la democracia: crearía individuos “indispensables”, providenciales o mesiánicos, y con ello provocaría la aparición de caudillos que no sólo sustituirían o debilitarían a las instituciones, sino que impedirían o ralentizarían los necesarios relevos generacionales en la conducción política y estatal.

   El cuarto argumento es el típico sofisma que, detrás de una lógica que luce incontestable, enmascara la realidad: si se cambia el gobernante, necesariamente se modificarán las políticas públicas correctas. Esto, como es natural, es una posibilidad, un riesgo, pero nada más, y parte de una premisa que no es inamovible: la de que se hayan estado ejecutando ese tipo de políticas bienhechoras. Pero aún en el caso de que esto último sea cierto, el argumento no es admisible porque rompe con la esencia de la democracia como revolución pacífica permanente: garantizar que la acción gubernamental refleje los cambios que se van operando inevitablemente en la sociedad hasta por simple gravedad histórica.

   En general, vale la pena insistir en que los llamados “Padres Fundadores” de los Estados Unidos se pusieron de acuerdo para establecer un régimen de elección presidencial que no limitara la posibilidad de una renovación del mandato, pero eso no significa que no tuvieran preocupaciones al respecto. Por ejemplo, Thomas Jefferson (citado por Flavio Darío Espinal, en “Jefferson y la reelección”, Diario Libre, 11 de junio de 2015), reflexionó sobre el tema, y lo hizo de la siguiente manera:

           “Mi opinión originalmente era que el presidente de Estados Unidos debía ser electo por siete años y ser para siempre inelegible a partir de ahí. Luego he llegado al convencimiento de que siete años es un período muy largo para ser inamovible, y que debe haber una manera pacífica de sacar a quien lo esté haciendo mal. El servicio por ocho años con el poder de removerlo al final de los primeros cuatro se acerca a mi principio, pero corregido por la experiencia. Y es en adhesión a esto que yo determino retirarme al final de mi segundo período. El peligro es que la indulgencia y el apego del pueblo mantenga a un hombre en la silla aún después que él devenga senil, y que la reelección a través de la vida se haga habitual y que, entonces, la elección de por vida siga a esto…”.

   En la otra acera de razonamiento, una opinión autorizada del siglo XIX es la de Simón Bolívar, quien en su Discurso ante el Congreso de Angostura planteó lo que sigue:

“La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos. Las repetidas elecciones son esenciales en los sistemas populares, porque nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerlo y él se acostumbra a mandarlo, de donde se origina la usurpación y la tiranía…” (“Discurso de Angostura”, 15 de febrero de 1919, disponible en Internet).

   En la América Latina del siglo XIX, ese punto de vista sobre el continuismo en el poder fue asumido por los más avanzados partidos y políticos liberales, y en el caso de la República Dominicana, estuvo presente en nuestra Constitución fundacional (artículo 98, si bien contradicho en lo inmediato por el artículo 206) y en la mayoría de las que auspiciaron el liberalismo cibaeño y los próceres restauradores de la misma corriente político-ideológica.

   Otra perspectiva interesante alrededor del tópico es la Alexis de Tocqueville (La democracia en América”, México, Fondo de Cultura Económica, pág. 136), quien sostuvo en 1835 que “Impedir que el jefe del poder ejecutivo pueda ser reelecto, parece, a primera vista, contrario a la razón”, puesto que el talento o el carácter de un solo hombre” puede ejercer una gran influencia “sobre el destino de un pueblo”, especialmente en épocas difíciles o de crisis, por lo que se pudiera interpretar que “Las leyes que prohíben a los ciudadanos reelegir a su primer magistrado les quitan el mejor medio de hacer prosperar el Estado o de salvarlo”.

   Al mismo tiempo, empero, el jurista e historiador francés recuerda que “La intriga y la corrupción son vicios naturales de los gobiernos electivos”, y que “cuando el jefe del Estado puede ser reelegido, esos vicios se extienden indefinidamente y comprometen la existencia misma del país”, como ocurriría con éste, que si “se lanza a la liza, usurpa para su propio uso la fuerza del Gobierno”, caso en el cual “es el Estado mismo, con sus inmensos recursos, el que intriga y corrompe” (ibídem).

   Finalmente, para edificación de algunos amigos que han planteado la inquietud, conviene insistir en lo dicho en un artículo anterior de esta serie: el objeto de las presentes notas es exclusivamente académico, y aunque se sabe que ellas a la larga tienen ineludibles implicaciones de orden práctico, por el momento no comportan juicios de valor ni toma de partido alguna, puesto que la cuestión de cara al proceso electoral dominicano de 2024 actualmente no está en discusión… Por lo demás, la posición político-

filosófica de quien escribe, que es partidario del “modelo estadounidense”, ya ha sido hecha pública en otras ocasiones.

lrdecampsr@hotmail.com

JPM

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