La hipocresía como ideología

Los postulantes conceptuales del neoliberalismo, muchos de ellos brillantes pensadores y magníficos intérpretes de la naturaleza humana y de eso que un poco distraídamente se denomina “sentido común”, siempre han sido objeto de mi más objetiva atención y, en algunos casos, hasta de mi respetuosa admiración. Tal actitud se debe fundamentalmente a que ellos, en mi humilde opinión, han asumido sin eufemismos ni vacilaciones unos razonamientos filosóficos y unas propuestas socio-económicas determinados, y -hecho notable en nuestro tiempo- han tenido el arrojo de defenderlos y muchas veces aplicarlos exponiéndose a las reacciones, en casos extremos destempladas y violentas, de quienes no los compartan o se consideran perjudicados por los mismos. (Paralelamente, empero, he de confesar que no tengo la misma postura frente a los principales beneficiarios prácticos de ese modelo de organización económica y social, la mayoría -y que se me disculpe por la franqueza- integrante de una cáfila de logreros, ignaros, codiciosos o avaros que no creen en nada que no sea el lucro personal, la egolatría existencial y el faranduleo fantoche). Igualmente, en múltiples ocasiones he manifestado mi afecto por los ahora muy escasos pero sinceros defensores intelectuales de las viejas corrientes revolucionarias o reformistas nacidas en los siglos XIX y XX (pienso que son monumentos vivientes a la coherencia personal y a la lealtad política, más allá del desfase histórico), muchos de los cuales son también probos cultores del pensamiento o la ciencias cuyos talentos e inteligencia no admiten discusión. Semejante postura ante los pensadores y científicos revolucionarios o reformistas se debe a que ellos, según creo, se han atrevido honestamente a mantener sus ideas en la palestra en una época en la que prevalece el pragmatismo individualista y conservador, y el humanismo y la búsqueda de soluciones colectivas a los problemas de la sociedad están en retirada dentro de la conciencia y el accionar cotidiano de los seres humanos. (Parejamente, sin embargo, debo admitir que no tengo la misma postura frente a los fundamentalistas, los extremistas y los totalitarios que han desdibujado, descuartizado y desprestigiado -protagonizando una orgía de narcisismo político, fanatismo, brutalidad y hasta violencia sangrienta- esas corrientes revolucionarias o reformistas). Más aún: siempre me han merecido respeto los añosos exponentes teóricos del conservadurismo reaccionario de anatomía religiosa y la derecha tradicional enclavada aún en la época de la Guerra Fría, muchos de los cuales poseen una robustez cultural envidiable y atesoran las experiencias personales y políticas más dramáticas de toda la historia de la humanidad: las del conceptuoso pero arrebatado y belicoso siglo XX. Esa posición ante los sobrevivientes intelectuales de la Escolástica y la racionalidad del mundo de Yalta se debe, entiendo yo, no sólo a que desde la niñez me ha sido imposible debatir o discrepar frontalmente con las canas y las arrugas -que para mí merecen, ante las diferencias, por lo menos el tributo de reverencia del silencio- sino también a mi admiración por su ejemplo supremo de consistencia en un mundo dominado por la doblez y la renuncia a toda idea, principio o fe. (Simultáneamente, es fuerza que reconozca que no albergo ideas parecidas con respecto a los miembros de las nuevas generaciones que han abrazado esas tendencias de pensamiento, la mayoría de los cuales no tienen ni la menor idea de lo que defienden y, además, lo hacen -por simple moda, por estar en un “coro”, por mezquindades personales o por intereses mercuriales de la más baja ralea- contrariando su propia naturaleza de agentes del cambio y la transformación). En otras palabras: al margen de las diferencias de opiniones o de las distinciones de apuestas doctrinarias o políticas, guardo consideración y a veces hasta estima por los que atesoran determinadas ideas o proyectos programáticos como resultado de experiencias, estudios, investigaciones, concepciones documentadas o convicciones fehacientes, y sin temores ni condicionamientos los exponen y defienden: sobre todo, me fascinan su rectitud frente a la realidad, su entereza, su integridad y su esfuerzo por sustentar sus creencias con base en la razón, Ahora bien, con lo que nunca he comulgado -ni creo que lo llegue a hacer jamás- es con una estirpe humana que me parece simplemente despreciable: la formada por los que declaran estar adscritos a determinadas corrientes del pensamiento o luchar por la materialización de proyectos dados de reorganización social, pero que en los hechos (que son los que reflejan y traducen a la realidad los pensamientos y sentimientos de la gente) se comportan de manera sinuosa o actúan en dirección de contraria. (Estoy hablando, naturalmente, de los hipócritas de todos los pelajes, de los simuladores y los farsantes, de los fariseos y los charlatanes, de los peleles y los lambiscones, de los arribistas y los oportunistas, esos que unas veces actúan como Polichinela y otras como Rafles, esos que constituyen la peor peste y la mayor retranca de la política y la sociedad modernas… El pecado monstruoso de Caifas, fundado en su credo religioso, me parecerá eternamente más expiable que el de Judas, el discípulo taimado y pérfido de las treinta monedas). Por esa dificultad para darle carta blanca a ese tipo de gente y por mi renuencia a respaldar o hacer mutis de cara a sus mentiras, inconductas y frivolidades (tengo que reiterarlo aunque algunos amigos se sientan ofendidos) es que he discrepado de muchas de las ejecutorias políticas de la cúpula del PLD, de las actuaciones de una parte de la del PRD y de la cínica forma de comportarse de ciertos izquierdistas, derechistas e “independientes” que no tienen empacho en unirse a aquellos o servirles de apoyatura externa. El PLD constituye -y hay que decirlo con pena por Bosch y los buenos militantes y dirigentes de esta entidad- el mayor ejemplo de engañifa política de nuestro país: dice tener a la gente como centro de sus acciones y trabajar para su “progreso”, pero en casi tres lustros de gobierno no ha resuelto ninguno de los grandes o pequeños problemas nacionales (ni siquiera ha logrado que los conductores respeten las luces de los semáforos), ha convertido la amoralidad en norma social, ha degradado institucionalmente el Estado, ha comprado a muchísima gente con un desmesurado e indecente aparato de clientelismo, y por añadidura el estamento menos escrupuloso de su “nomenclatura” se ha transfigurado -usando procedimientos “no santos”- en la franja social dominicana de mayor poderío económico. El PRD -sin distinción de grupos- es otro ejemplo vivo de afectación política, aunque en su caso siempre hay que hacer la distinción entre algunos pequeños núcleos dirigenciales de gran apetito económico y casi total ausencia de ideas (que han pervertido su imagen histórica y lo han conducido a cinco derrotas electorales consecutivas, pero que todavía se creen “triunfadores” y actúan como si los fueran), y los humildes, combativos y solidarios dirigentes y militantes (mayoritariamente de los sectores populares y de la clase media) que integran su base y su estructura directiva en los niveles circunscripcional, zonal o municipal en toda la geografía nacional. El menos influyente -pero no menos ruidoso- de los antros políticos de mascarada vernácula es el compuesto por los izquierdistas, los derechistas y los “independientes” que desde ventorrillos partidistas, poltronas mediáticas o grupejos de la sociedad civil aún promueven puntos de vista y proyectos filototalitarios (estalinistas trasnochados, nostálgicos del trujillismo, pancistas avispados, fascistas vergonzantes, ultranacionalistas y meros buscadores de fortuna), y sin embargo no tienen ningún problema con aliarse política o económicamente con el Estado o con los poderes fácticos de la nación en tópicos y temas en los que en la víspera discrepaban radicalmente. Es simple, desde lueg toda esa “santa alianza” ejerce conceptual y fácticamente, de manera absolutamente consciente, lo que José Ingenieros denominaba “la simulación en la lucha por la vida”, y aunque ello no es realmente pecaminoso en esta “era” de la posideología y el fundamentalismo del mercado, sus integrantes todavía no tienen los timbales de reconocerlo y, por el contrario, parapetan sus creencias tras adhesiones ideológicas apócrifas y proclamas sociales y políticas mentirosas: como su verdadera ideología es la hipocresía, sólo se aventuran a opinar sinceramente si se pueden esconder detrás de seudónimos o si tienen la garantía de que nadie conocerá sus identidades… La cobardía no les permite “salir del closet”. lrdecampsr@hotmail.com

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