Justicia punitiva en el ministerio público

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El autor es abogado. Reside en Santo Domingo

¿Quién no conoce las sublimes páginas de Tácito y de Plinio, en que con negrisimos colores se describen las acusaciones privadas? Los mismos Tácito y Plinio fueron obligados, bajo pena de muerte, a ser acusadores ante el Senado para reprimir indirectamente la infamia de los delatores. Para proteger mejor la sociedad y los intereses de los ciudadanos; para conjurar las ardientes, apasionadas e injustas luchas de los acusadores privados, el derecho de acusación pasó de los Procónsules de las provincias a funcionarios del Estado, y de éstos al ministerio fiscal.

Recordamos con placer lo que decía Bonacci:” En todo juicio penal no se trata de sólo la causa de éste o de aquel ciudadano, sino la causa de todos los ciudadanos y de la sociedad entera.” El derecho penal no es derecho privado, sino público. La justicia punitiva es superior al individuo y hasta al mismo Estado.

Borgatti, en las sesiones del Senado del 5 de Abril de 1873 y 20 de Mayo de 1875, declaraba que, en el gobierno de los pueblos, la tutela excesiva no es signo de avanzada civilización y de bien entendida libertad; por el contrario, es indicio seguro de infancia social y servidumbre.

La esencial ventaja de la acción penal como subsidiaria a la del Ministerio público, dice uno de los más doctos publicistas de Alemania, (Holtzendorff), no está en la extensión de la tutela jurídica del ofendido, sino que consiste precisamente en la creación de una poderosa garantía de defensa del derecho público.

Convenimos con los dos ilustres escritores; pero es necesario, igualmente, reconocer se necesita una fuerte garantía que tenga por objeto impedir que el ejercicio de toda iniciativa y libertad individuales, obre en perjuicio de la iniciativa y libertad ajenas. Esta garantía la encontramos en la prohibición de intervenir el ciudadano en el desarrollo de la acción pública.

Si miramos el asunto desde el punto de vista de las nuevas ideas, en la relación biológica, psicológica y fisiológica, en relación a las afecciones que mueven al ofendido, nos convenceremos de que la participación del ciudadano, hasta cierto punto útil a la justicia, considerada como quieren los publicistas mencionados, no puede producir más que daño.

Depurando en el crisol de la crítica los sistemas que la ciencia conoce en el punto expuesto, nuestras ideas se verán más claras.

Dice el maestro Carrara: “Una querella criminal dirigida contra un inocente es para su familia una perturbación y un perjuicio menor que ciertos litigios civiles, sostenidos acaso durante veinte o más años por un hombre rico, al que nada le importan los gastos con tal de alcanzar sus fines.

Si se respeta la libertad de acción de quien quiere por este medio causare a otro molestia, por qué no ha de restablecerse siempre la libertad de acción del que quiere seguir el otro camino?…La libertad en la vía penal ocasiona a las familias una vejación menor, más pasajera que la otra, y éstas tienen defensa más enérgica, más eficaz”.

¿Es propio del ilustre jurisconsulto este modo de razonar? ¿Se puede decir igual el ejercicio de una acción civil que no produce más que un daño económico, y el ejercicio de una acción penal que puede causar la pérdida de la libertad individual, echando a la víctima en una prisión y a sus inocentes hijos en la miseria? ¿Es lógica la doctrina que se apoya en tan débiles argumentos?

Para el ejercicio de la acción penal, para la tutela jurídica del Estado, hay un funcionario que con el mayor valor cívico, con la mayor imparcialidad y con ánimo sereno, garantiza los derechos de la sociedad; pero tratándose de un derecho puramente privado, el ejercicio de la acción civil sólo se confía al interesado.

Las instituciones sociales deben ser serias. Una institución judicial ha de estar rodeada de todas aquellas garantías de cierta integridad, independencia; en suma, de aquella aureola de prestigio que la ponga al nivel del noble oficio que le está reservado en un Estado como el nuestro, regido por instituciones libres.

En el desarrollo solemne de un proceso penal no han de verse más que tres figuras: el acusador, el acusado y el juez. Todo lo demás es bulto y movimiento que  ocasiona gastos, atraso y sobre todo peor administración de justicia.

 jpm-am

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