El mártir del patriotismo

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EL AUTOR es economista y consultor. Reside en Santo Domingo.

Cuando no es asertiva, la grandeza a veces pasa desapercibida. Esa es la lección derivada de la vida del Padre de la Patria, tal y como lo atestigua el reciente libro del historiador español Francisco Heras y Borrero (FHB), “Los silencios de Juan Pablo Duarte” (AGN, 2017). Algunos hechos relatados en la obra revelan que, a pesar de los claroscuros de su vida, los dominicanos no hemos sabido reconocer la magna gloria del insigne patricio. De ella deberíamos empoderarnos para enmendar nuestra indolente desidia hacia su figura.

La documentación fidedigna sobre Juan Pablo Duarte (JPD) es limitada. Pero las brechas más sobresalientes son las que tienen que ver con sus exilios; el segundo de ellos deja perplejo a cualquiera. Por suerte, el citado libro nos ofrece información valiosa que, junto a otros testimonios históricos, permite inferir algunas de las motivaciones trascendentes que explicarían su conducta. Y de la reseña sobre su total entrega a la causa independentista y sus episódicos desprendimientos y ausencias se puede colegir una mejor semblanza de quien merece el mayor encomio patriótico.

¿De dónde provino el ímpetu patriótico que lo llevó a incubar el anhelo de la independencia? Resulta inteligible que provino de su padre, quien, siendo un próspero empresario, se negó a firmar una proclama de los comerciantes apoyando la ocupación haitiana. Ese ejemplo de corajudo repudio, acaecido cuando JPD tenía 9 años, lo llevaría a protagonizar un acto de tajante afirmación identitaria cuando, a los 17 años le espeto su estirpe dominicana al capitán del barco que lo llevaba a estudiar a Barcelona cuando este lo confundió con un haitiano. La enérgica posición paterna explicaría también los sacrificios de la familia Duarte Diez al vender una casa aquí y otra en Caracas para aportar recursos a la causa de la independencia, así como el firme compromiso de sus hermanos Vicente Celestino y Rosa con la lucha independentista.

La foto de 1873, La Ley 127 del 2991 dispone el Instituto Duartiano es la única institución que puede dar el visto bueno a todo retrato del patricio reproducido en oficinas públicas, escuelas, monedas, sellos de correo, cuadernos y publicaciones oficiales.

De su herencia familiar se podría también colegir algunos rasgos de su personalidad. FHB proyecta a JPD como un ser melancólico y depresivo, aunque también dulce y confianzudo. Alude a la enfermedad de paludismo que contrajo en Puerto Plata para explicar una alegada esterilidad, pero no se asocia la enfermedad con su carácter humilde y taciturno. A la esterilidad se le enrostra la culpa de que no se casara, a pesar de haber tenido dos novias. (Aun con un anillo de compromiso, Prudencia Lluberes no lo desposó ni lo siguió al exilio por quedarse a cuidar de su padre enfermo.) Por no existir documentación que lo compruebe, FHB niega los alegatos de que JPD tuvo dos hijas y un hijo con otras damas.

Los historiadores concuerdan en que JPD bebió del romanticismo de la época imperante en Europa para adoptar ideas liberales y de defensa de los derechos humanos. Junto a su inveterada identidad dominicana, esas ideas fraguaron sus sueños de independencia para nuestra parte de la isla. Su autoría de la idea original no podrá regateársele; el no solo organizó La Trinitaria para impulsarla, sino que también redactó una constitución con una visión humanista. Su apego a la causa también sirvió de inspiración a algunos notables poemas, amén de otros inspirados por sus cuitas amorosas.

Algunos actos del Patricio desmienten categóricamente una supuesta pusilanimidad. Su participación en la milicia, los riesgos de fundar La Trinitaria, la peligrosa clandestinidad de su proselitismo independentista, su disposición de querer perseguir y enfrentar a los haitianos después de la batalla del 19 de marzo, los riesgos del intento de golpe de estado contra Santana y su disposición de luchar por la causa de la Restauración de la República no dejan dudas de su acrisolado valor personal. JPD tuvo los cojones bien puestos y negar su valentía sería imperdonable.

Tampoco fue un vago perdido en el espacio, como lo atestigua su vida ocupacional. En sus años de trinitario se declaró “quincallero” cuando fue testigo de una boda y estudió contabilidad para ayudar a su padre en el negocio. Mientras en el segundo exilio (entre los indígenas del Amazonas) se dedicó a comerciar con pieles de caimán y plumas de garza por ocho largos años. Ya en su exilio de Caracas vivió de su modesta fabrica de velas y de las clases de esgrima que impartía. Aunque protegido por las familias Diez y Tejera, nunca representó una carga económica para ellas.

Las ausencias de JPB en dos episodios determinantes de la lucha independentista no se debieron al miedo o la pusilanimidad. Huyendo de la persecución haitiana, estaba exiliado en Curazao cuando se produjo el trabucazo de la Puerta de la Misericordia, retornando al país dos semanas después. Estuvo ausente cuando el Grito de Capotillo porque Santana lo había desterrado a perpetuidad. Pero apenas supo de la campaña por la Restauración de la República vino en 1864 a ponerse a las ordenes de sus líderes para luchar junto a ellos. A la ingratitud de sus conciudadanos se debe que el presidente Pepillo Salcedo no lo recibiera y que lo enviaran de vuelta a Venezuela con una encomienda diplomática que luego fue saboteada varias veces. Fueron esas humillaciones las que de seguro determinaron su negativa a regresar a la patria cuando posteriormente los presidentes Ignacio M. Gonzalez y Ulises F. Espaillat le invitaran a que regresara.

La grandeza de JPD, sin embargo, no la establecen los episodios de valor personal que salpicaron su vida. Fueron sus deslumbrantes desprendimientos los que signaron su calidad de prócer altruista y paradigma moral de la lucha independentista. Al regresar de su primer exilio, el Arzobispo Portes lo recibió el 15 de marzo en el puerto de Santo Domingo llamándole Padre de la Patria y luego la dotación militar de la ciudad le declaró presidente. El, sin embargo, declinó el honor en favor de que se siguieran las directrices de la Junta Central Gubernativa. Algo similar sucedió cuando. a su regreso al país por Puerto Plata en 1864, Mella quiso proclamarlo presidente. A pesar de sus sobrados merecimientos, JPD declinó el alto honor y exhortó a obedecer a las autoridades ya constituidas.

Habrá que aceptar, empero, que la grandeza de su liderazgo y las demostraciones de su valor personal no son compatibles con el enigma que significó su segundo exilio. FHB arroja alguna luz sobre el mismo, pero no suficiente como para poder explicar y justificar la decisión de refugiarse en lo más recóndito de la selva amazónica (San Carlos de Rio Negro) por doce años. (Los siguientes ocho años los pasó en Achaguas, estado de Apure.) Tienta conjeturar que pudo deberse a un tramo de aguda, tal vez maniaca depresión. Después de todo su hermano Manuel fue esquizofrénico y su hermana Sandalia murió hundida en “una profunda tristeza”. ¿Podría haber algo genético que lo sumiera en un desencanto similar al que experimentó Simon Bolivar respecto a sus compatriotas antes de su muerte en Santa Marta?

JPD era de carne y hueso, ciertamente, pero la conducta de su segundo exilio no trasluce ningún rasgo sicopatológico de su personalidad. La decisión de irse a lo profundo de la Amazonia no podría explicarse por algún interés antropológico, pero si por el infernal desgarre que le produjo la conducta de los conservadores separatistas, una negación frontal de su sueño independentista. La herida sicológica fue de tal magnitud que, mientras en su escondite amazónico, no se interesó por los acontecimientos dominicanos y no mantuvo contacto con los familiares de Caracas, ni siquiera enterándose del deceso de su madre. Mientras en Achaguas forjó vínculos con los masones locales quienes le acogieron con beneplácito. Fue ese tímido afloramiento lo que lo animaría a adherirse a la causa de la restauración.

Los “silencios” de JPD fueron entendibles y justificados. Su grandeza la confirma que no exista ninguna evidencia de que actuó por resentimiento y odio hacia sus adversarios políticos. En vez de culparlos y repudiarlos optó por acatar y respetar el menosprecio de su persona. Esa conducta lo consagra como el “mártir del patriotismo”, como lo llamó Espaillat en la misiva donde lo invitaba a regresar a su patria. A nuestra generación nos toca restañar la memoria histórica para que la venerable figura del Padre de la Patria perdure como ejemplo cimero de la grandeza humana. Un reciente editorial del Listín Diario nos advierte que no hemos pagado adecuadamente la deuda de gratitud con su figura (https://listindiario.com/editorial/2019/01/26/550977/la-deuda-impagada-con-duarte).

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