El futuro dominicano

Cuando la clase gobernante desconoce o minimiza las consecuencias de ciertos hechos históricos, se corre el riesgo de repetir los errores por los cuales se han perpetuado problemas fundamentales de la sociedad. Entonces, en lugar de avanzar, ésta retrocede o se mantiene girando en círculo como cumpliendo una condena inconmutable.  Y es que si los fenómenos históricos no pasan por el tamiz de un riguroso análisis crítico, se pierde la oportunidad de hallar en su interpretación, respuestas salvadoras en torno a calamidades seculares del conglomerado social.  Es la única forma de sacarle ventaja práctica a la historia, es decir, mediante una actitud de urgencia pragmática que Ortega concibe como la vocación de “recurrir a la historia para buscar en ella una orientación que nos permita resolver las urgencias del presente”.

 

Bien pudiera ese enfoque, por tanto, aplicarse con iguales intenciones prácticas al desacierto histórico de las Devastaciones de Osorio, pues erróneamente pensamos, que por haber ocurrido hace cuatro siglos, tan solo conservan hoy la importancia de llenar un capítulo más en la cadena de hechos que le dan continuidad a la historia dominicana. Rara vez se detiene uno a razonar que ese suceso fue el que decidió todos los demás eventos que condicionaron la conformación de nuestra nacionalidad, y que de él dependieron las etapas sucesivas de su evolución. Aquel momento estelar, aunque funesto, de nuestro devenir histórico, definió también la calidad del medio que moldeó el carácter de la sociedad dominicana y determinó el desarrollo de sus energías vitales y la naturaleza de sus disposiciones síquicas.

 

De modo que ningún otro fenómeno social ha tenido mayor repercusión en la vida del pueblo dominicano que las Devastaciones de Osorio. Las autoridades de La Española, falsamente esperanzadas en erradicar el contrabando y la influencia del protestantismo, jamás imaginaron que la decisión de abandonar los predios occidentales  cercenaría la anatomía insular en dos núcleos sociales que no se comprenderían ni se llevarían bien.  No por sus elementos constitutivos tan distintos –lenguas, costumbres y creencias–, sino porque la idea de la supuesta indivisibilidad de la isla bajo su dominio absoluto, jamás se apartaría de la cabeza de la clase gobernante de Haití.

 

Y esa es la realidad histórica que explica la penetración sistemática que presenciamos hoy como quien va obligado a ver un espectáculo deprimente. Pues la obstinación por el control total no ha desaparecido, sino que la logística cambia conforme varían las circunstancias. ¿Quién dijo que la ocupación tiene que darse con un tropel de jinetes atravesando la frontera desde el Oeste como hiciera Boyer en 1822? ¿Acaso no lleva la ocupación un curso que fluye caudalosamente por toda la geografía nacional sin concitar asombro ni perturbación en las pupilas indolentes de quienes deben detenerlo?

 

El proceso de suplantación demográfica que se va dando con el abandono de pueblos fronterizos enteros donde solo quedan escasos vestigios de presencia dominicana, no tendrá consecuencias distintas a las desencadenadas por las Devastaciones de Osorio, responsables de que, luego de haber copado toda la geografía insular por más de cien años, la cultura hispánica tuviera que arrinconarse en dos tercios de su extensión. Quiere decir, que a más de cuatro siglos de aquella torpeza parida por un error de perspectiva tan costoso, todavía la clase gobernante dominicana no ha podido entender ni interpretar la lección que dejaran sus terribles consecuencias.

 

Lo criticable, por tanto, no es la actitud que la dirigencia haitiana asume mediante su doctrina secular, sino que la nuestra no haya construido aún, otra en cuyo núcleo vibre la disposición de emprender una defensa furiosa de la integridad territorial de la República. Porque las dos grandes calamidades nacionales, cuyos efectos devastadores conspiran contra la sobrevivencia del pueblo dominicano y contra sus posibilidades de desarrollo, son la indefensión del territorio y la corrupción rampante que desgarra su tejido social. Teniendo solución, sin embargo, este último flagelo en la eventual decisión de una voluntad política, queda solo la indefensión territorial como amenaza fundamental de la nacionalidad dominicana.

 

Todas las demás adversidades que padece la República caen en un plano secundario comparadas con los daños irreversibles de aquella.  Por eso es lamentable, preocupante y extraño a la vez, que quienes dirigen o aspiran a dirigir los destinos nacionales no aprovechen la oportunidad histórica de trascender, aupándose en un pedestal de dignidad comprometido con la defensa del territorio. Tal vez por faltarles un haz luminoso. Quizás, porque, salvo honrosas excepciones, todos los demás gobernantes de la República han carecido de carácter, decisión y coraje para frenar la ocupación pacífica. Quiere decir, que de no haber un sacudimiento que despierte a la sociedad, nada bueno se avizora en el horizonte.

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