Acercar el país de ficción al país real

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El autor es economista. Reside en Santo Domingo

POR EDUARDO GARCIA MICHEL

 

Estando en medio de las incertidumbres económicas internacionales y locales, lo que menos conviene a esta nación es entrar en una crisis en su sistema político. Al mismo tiempo, lo que más urge a este pueblo es desmontar de raíz el prostituido esquema clientelar y electoral, única manera de encaminarse al desarrollo y eliminar la pobreza.

El dilema perturbador es que, sin el afloramiento de la crisis política, será imposible detener la degradación institucional y sus devastadoras consecuencias.

La realización de las elecciones primarias en el partido de gobierno, ha sumido al país en una inocultable tensión social. Divididos en dos mitades, unos alegan fraude y se radicalizan; otros lo niegan y celebran. Y quizás ambas parcelas tienen razón, pues depende de en qué país quisieran situarse.

Hay un país de ficción y otro real.

La República Dominicana se caracteriza por tener una estructura jurídica de nivel mundial, junto a una práctica que se asienta en mañosas costumbres antiguas.

El país de ficción es aquel montado en la estructura jurídica vigente, mientras que el real está encarrilado en la informalidad efectiva; la que es, funciona, manda y determina.

El proceso de primarias recién finalizado forma parte del país de ficción, aquel en que se cumplen los plazos, ritos, la gente vota, los resultados se transmiten a través de máquinas de última generación, se consolidan y se declara un ganador.

En ese mundo de ficción cada pieza ha estado en su sitio, los administradores (JCE), jueces (TSE), procedimientos, votantes, declaración de ganadores.

La JCE sale fortalecida por haber dirigido el proceso según lo esperado, a lo cual se une el respaldo ritual de la cúpula empresarial en nombre de una institucionalidad que enarbolan cuando favorece al grupo en el poder, pero que desdeñan cuando más lo necesita la nación, por conveniencia de sus intereses particulares.

Es como si se estuviera en presencia de los tres monos de Nikko en el santuario de Toshogu: Mizaru (no ver nada), Kikazaru (no oír nada), Iwazaru (no decir nada). Todos rendidos a la embriagante formalidad y precisión del sistema y listos para repetir más adelante la experiencia.

Pero en el país real ha sucedido algo muy grave. Las primarias del partido de gobierno han estado contaminadas desde el principio hasta el final. El proceso electoral ha transcurrido dentro de una inequidad nunca antes vista.

Todo aquel que quiso ver, oír y hablar pudo darse cuenta de que la voluntad de los votantes fue adulterada por la influencia ejercida en forma apabullante e indecorosa desde el Estado en los medios de opinión y por medio del otorgamiento de prebendas y bienes en busca de condicionar la decisión de los ciudadanos, así como por la masiva compra de votos documentada por observadores electorales.

Además de que no deja de ser significativo que en muchas mesas se haya votado y en alta proporción en medio de la penumbra de la noche, como si esos ciudadanos fueran alentados por motivaciones tal vez especiales, pero en ningún caso alineadas a la esencia de la democracia.

En esas condiciones los resultados del proceso están muy distantes de ser legítimos, lo cual también cuestiona su legalidad.

Como consecuencia, hay un tranque de alta peligrosidad. El desenlace habrá de gravitar sobre las elecciones previstas para el 2020, por lo que las soluciones deben llegar ahora, no quedarse para ser resueltas en el compromiso mayor del año próximo.

Si se quiere preservar la democracia que tanta sangre y esfuerzos le ha costado a este pueblo, no queda más remedio que desmontar la indecorosa estructura que opera desde el Estado en beneficio de un grupo.

Es imperativo la gestación de un movimiento que imponga limpieza en las reglas de juego, elimine las prácticas clientelares y corruptas, abata el comportamiento político reñido con la decencia y los principios, y consolide la vocación democrática del pueblo dominicano.

Bien harían las fuerzas políticas en crear barreras muy activas que impidan en lo adelante el ejercicio clientelar por pequeño que fuera, oponiéndosele con vigor y decisión hasta contenerlo.

En ningún momento de nuestra historia ha sido tan necesario, como lo es ahora, imponer límites estrictos a la duración en el ejercicio del poder. Dos períodos consecutivos como máximo, a partir de lo ya ejercido, no a cuenta futura. Y que cada cual gane con sus actuaciones el reconocimiento, la neutralidad o el desprecio público. Es lo justo.

Si así se hiciera, estaríamos acercando el país de ficción al país real.

JPM

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