Un isleño presumido en París

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.

Aquel caballero vestido a la inglesa no tenía la bizarría que caracteriza al isleño. Más bien su fisonomía coincidía con el hombre emigrado de las islas Canarias que se asentó en Cuba, Puerto Rico y en Venezuela. Dicho personaje representaba, a pesar de su apariencia anglosajona, un hombre distinto en compostura, quien por su disposición se mostraba en todo momento desconfiado y con una manera de ser que denotaba misantropía, cualidad que era de suponer típica en los individuos procedentes de territorios escindido.

 

Hablaba con cierta incoherencia formativa y aunque parecía saber de todo lo que se le hablara en esencia ignoraba lo que pretendidamente conocía. Sin embargo, revestía su disimulada incultura con su aire europeo y con la forma de vestirse. Llegó a París refugiado en esa estampa cuyo porte le abriría paso en determinados círculos sociales de aquella rigurosa sociedad gala.

 

Expresaba su pensamiento con ideas desarticuladas no obstante sin ambigüedades. Aún así pudo penetrar aquellos nobles ambientes literarios y cultos de París. Cuando hacía entrada en aquellos entornos sus habituales contertulios solían susurrar de manera desdeñosa: «Acaba de llegar el isleño presumido».  Otras veces le tildaban «El Insular».

 

No se trataba en modo alguno de asociar al personaje del isleño con el humor, lo inverosímil o lo ridículo mostrado por el profesor y novelista español Francisco Sancho en su obra «Isla Cuñada»; el mote se lo habían asignado sus amigos galos calladamente por la flamante personalidad del personaje de este nuevo trabajo.

 

A pesar de las críticas que se le hacían, el carisma que poseía El Isleño acaparaba la atención de la aristocracia intelectual femenina, aspecto este que molestaba a los hombres. Sin embargo, El Insular —como también le llamaban— declamaba con su hermosa voz en francés como en español poemas de Pablo Neruda, Gustavo Adolfo Bécquer, Rubén Darío, Charles Baudelaire, Manuel Acuña, Antonio Machado, entre otros.

 

Su formidable memoria, unida a su envidiable agudeza, le ayudaba grandemente a pregonar sus ínfulas literarias, virtud que dejaba pasmado y admirado a sus amigos, quienes eran considerados verdaderos eruditos.

 

En una ocasión, ese mismo grupo de intelectuales parisinos tratando de ridiculizar a nuestro personaje, organizaron una velada para intelectuales, artistas y literatos, similar a la que organizó la llamada Generación Perdida para rendirle homenaje a la presencia de Ernest Hemingway en París. Sin embargo, en el caso de El Isleño —como le llamaban sus envidiosos detractores— lo que se intentaba era burlarse de él.

 

A todo esto nuestro personaje no había sido informado sobre el contenido de la tertulia literaria, sí conocía el lugar donde se efectuaría la verbena intelectual, que lo era en la casa de la marquesa Madame de Deffand, una mujer de letras francesa, famosa por su belleza.

 

El Isleño era un hombre apuesto, alto de estatura, blanco, ojos azules, de unos cincuenta y cinco años, originarios de un territorio escindido del Caribe. El verdadero nombre de El Isleño era Fernando González y Carvajal. Siendo un hombre precavido se había enterado que el poeta francés de origen cubano José María de Heredia Girard, buen amigo suyo, estaba de visita en París y le invita a que lo acompañe, invitación que es bien aceptada por Heredia. Don Fernando quería sorprender a su amigo y se había aprendido algunos de sus poemas más famosos, entre ellos «Himno al sol» y «En el Teocalli de Cholula».

 

Toda la trama urdida por los intelectuales parisinos había sido fríamente calculada, incluyendo, al parecer, el lugar. Sin embargo, había un detalle que ellos no conocían y que les sorprendería y era que don Fernando González y Carvajal (El Isleño) había estrechado amistad con la marquesa de Deffand durante un viaje de ésta a Cuba y que fue en la propia casa de Heredia y de su esposa francesa, Louise Cecile Despaigne, que se dio el afortunado encuentro.

Además de la anterior sorpresa, El Isleño había recopilado un repertorio de los mejores poemas del también poeta francés Víctor Hugo, entre el que está el que tiene como título «Mañana, al alba», el cual reza así: «Mañana al alba, cuando blanquea el campo, yo partiré. Mira, sé que me esperas. Iré por el bosque, iré por la montaña. No puedo permanecer lejos de ti más tiempo».

 

En aquel escenario participó la flor y nata de la intelectualidad parisina.

 

Quisieron y pudieron leer varios de los distinguidos escritores y poetas presentes, hasta que le correspondió el turno al presumido isleño declamadó un poema de Charles Baudelaire y lo hizo con la destreza de un Ronaldo o un Messi con el balón en los pies. Allí no estaban las grandes graderías de los estadios, en cambio, sí estaba la realeza intelectual de aquella Francia.

 

La Marquesa, por su parte, había invitado un manojo de mujeres bellas y de enormes vuelos literarios, como la francoargentina Gloria Alcorta, la germano-francesa Emma Guntz; Catherine Pozzi, Louise-Voctorine Ackermann, entre otras de similar fama intelectual.

 

Comienzan a llegar los invitados y aquel ambiente de letras se llena de entusiasmo. La hermosa mansión de la Marquesa hierve de personalidades del mundo literario francés. Cuando llegan todos los invitados alguien nota que el apuesto Fernando González y Carvajal (El Isleño o El Insular) ni José María de Heredia han aparecido por la puerta. De pronto el mayordomo da un bastonazo en el piso y anuncia con voz de trueno: «Damas y caballeros, en este momento hacen su entrada don Fernando González y Carvajal y don José María de Heredia Girard y su distinguida esposa».

 

Al cabo de un rato la marquesa de Deffand saludó efusivamente al poeta de Heredia Gerard y a su esposa y hace lo mismo con nuestro personaje, don Fernando González y Carvajal, e inmediatamente informa: «Damas y caballeros, permítanme hacer una introducción muy especial. Tanto el afamado poeta de Heredia Girard como el prestigioso declamador González y Carvajal son mis amigos más admirados y, por tanto, mis invitados especiales de esta noche literaria y de poesías».

 

Los intelectuales que habían orquestado ridiculizar a Fernando González y Carvajal, a quien estos señores habían apodado despectivamente «El Isleño pretencioso», se miraron a la cara los unos a los otros estupefactos. Por sugerencia de Heredia Girard y de la Marquesa se le solicitó a don Fernando iniciar el encuentro con algún poema, a cuya petición éste accedió con alegría y satisfacción. «Comenzaré con el poema «Himno al sol», de la autoría de mi gran amigo José María, presente en esta memorable tertulia literaria», expreso González y Carvajal.

 

En los yermos del mar, donde habitas, alza ¡oh Musa! tu voz elocuente: Lo infinito circunda tu frente, lo infinito sostiene tus pies. Ven: al bronco rugir de las ondas. Une acento tan fiero y sublime, que mi pecho entibiado reanime y mi frente ilumine otra vez.

 

Llovieron de su voz prodigiosa el arte, bellos poemas tras poemas y un artista de la declamación apareció en medio de aquel escenario hermosamente adornado de grandes mujeres de la literatura. Quienes pensaron que ridiculizarían a un recitador nato al pretender llamarle «Un isleño presumido en París» se equivocaron.

 

Después de esta brillante actuación de nuestro personaje la noticia sobre sus cualidades artísticas se propagó en todos los grandes centros intelectuales y de arte, siendo don Fernando González y Carvajal aclamado y premiado por la crítica literaria como el declamador extranjero más deslumbrante que jamás haya pisado los escenarios más destacados de las artes de París.

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