Que no perezcan…

 

(Dedicado a mi hijo Leslie Efraín Raimundo Chinea que nació en la tierra de Abraham Lincoln)

  En estos días que la nación ha vivido en una agonía constante por los asaltos y atracos, el país vuelve a retomar un nuevo año con el mismo dilema de Pilatos.

Todos los políticos desean lavarse las manos y lanzarle la papa caliente a sus contrarios. Hace unos días un académico universitario me dijo que la culpa de todo era la causa de los Morados y que no le hablara de morados, porque ello asara.

Le hice un recuento desde la época democrática entre comillas de Juan Bosch hasta la fecha y desde ese entonces no hay títere que quede con cabeza respecto al asunto de la corrupción, los atracos y la ambición de hacerse millonarios.

E inclusive un ex presidente de Villa Juana le dijo al embajador norteamericano de la época que si les quitaba la mordida del 10% a los militares le daban un golpe de estado. ¡Válganos Dios!

Los desfasados, mentecatos y desvergonzados quieren ahora comparar a los atracadores al nivel de Gregorio Luperòn, Juan Pablo Duarte y Ramón Matías Mella. Los otros mencionados no me dan ni por la carabina de Ambrosio. Una falta de respeto más a nuestro lienzo tricolor.

Repasemos un espacio de la Historia. Año 1863. Contra el cielo del que fura campo de batalla de Gettysburg se recorta la figura larga y estrafalaria de un hombre. Es un hombre singular. Es el presidente de los Estados Unidos. Es Lincoln.

Este hombre se halla en el cumplimiento de un penoso deber. Por su jerarquía oficial le corresponde hacer la dedicación de una parte de aquel suelo a lugar de eterno descanso de los mártires de la Patria en las luchas por la libertad. Nadie como él llevó tan en lo hondo toda la tragedia del proceso que al fin desembocó en la guerra civil.

Gettysburg había sido la batalla decisiva. Por tres días, de julio 1 al 3, se había peleado furiosamente, tras los cuales las tropas de la Unión había obligado a las confederadas de Lee a retirarse al otro lado del Potomac.

La tierra había quedado empapada de sangre. Y cubierta de muertos. Y ahora el presidente de la república alzaba los brazos y decía palabras solmenes de homenaje y de admonición.

El discurso de Lincoln fue breve. Quizás el más breve que registra la historia. Apenas tres minutos de peroración. Apenas veinte líneas impresas. Aun así, casi las tres cuartas partes son de instrucción y de referencia circunstancial. Es sólo al final donde el mensaje se abre en toda su anchura como un abanico.

Muchos, sin embargo, no entendieron entonces lo que Lincoln dijo; otros quedaron francamente defraudados ante las escuetas frases del presidente. Tocó a generaciones posteriores  el honor de recoger aquellas veinte líneas para esculpirlas en letras de relieve en el friso de la Inmortalidad.

¿Por qué? Cada cosa tiene su razón. Lincoln habló alto con sentido de porvenir, y sus papabas resbalaban por la conciencia de su auditorio inmediato. Pero al mismo tiempo decía verdades inmutables, y las decía como arrancándoselas al alma.

«Que los que aquí comparecemos nos hagamos la firme resolución de que estos muertos no hayan muerto en vano; que esta nación, delante de Dios, tenga como un nuevo nacimiento de libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo no perezca sobre la tierra.»

Hasta ahí. Es, no hay que explicar por qué, un lenguaje que se escapa del tiempo con resonancias universales. Tan bueno y tan claro para hoy como lo que fue para ayer. Lo que aquel hombre tenía en su corazón no era precisamente una fórmula política, sino algo mucho más importante: un modo de vivir.

Un modo de vivir que requería sin duda de estructuras políticas que le sirvieran de expresión –la república, la división de poderes, el derecho ciudadano, todo el mecanismo, en fin, de la democracia–; pero por sobre todo eso requería fundamentalmente de una fe y de un espíritu de devoción a la gran causa de la dignidad humana.

Si para probar esto fuesen necesarias razones, bastaría una sola: la misma vida de Abraham Lincoln.

La cuestión ahora, sin embargo, no es de nostalgias históricas. Sino de supervivencias. Estamos aquí ante un eco que se alza de súbito con extraordinaria actualidad. Asistimos a una suerte de epilepsia mundial que amenaza borrar de la faz de la tierra la vigencia de aquellos principios por los cuales cayeron los muertos.

El principio de la libertad.

El principio del derecho.

El principio del decoro humano.

Es como un virus invisible que se cuela en los cerebros desprevenidos y los incapacita par penar. Que convierte a los hombres en zombis gesticulantes y frenéticos. Que exime la individualidad y que candela el pensamiento independiente.

¿Podrá ser? ¡Quién sabe! Si la lápida totalitaria ce con todo su peso sobre la filosofía occidental de la democracia, nos aguarda la esclavitud de una nueva Edad Media.

La visión de Gettysburg llena otra vez el horizonte con rumores de oración lincolniana: Señor, ¡que los muertos no hayan muerto en vano; que las cosas sencillas que hacen el modo de vida de la Libertad no parezcan sobre la tierra…!

La heroicidad de los hombres de la Patria no se puede confundir con cobardía de los atracadores y villanos que permean en los cuatro puntos cardinales del país.

jpm

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