OPINION: Un verano en «Nuevayol»
Tal vez parezca un anacronismo, un absurdo o un osado intento de traer por los moños un tema que, ni por asomo, se ajusta a la gélida realidad que nos arropa en estos días. No faltará a la lógica y el razonamiento quien así se aventure a enjuiciar el epígrafe.
Sin embargo, a tono con el tozudo estilo del suscrito, me lanzo al ruedo asumiendo los riesgos que tal conlleva.
Hará cosa de unos años -muchos!-, los caminos de la vida me colocaron, de cuerpo presente, en esta selva de cemento, fierros retorcidos y ladrillos de adobe que se ha dado a conocer como La Babel de Hierro –y, de manera más romántica y comercial, como La Gran Manzana–, y al llegar, hube de contar con los servicios fraternos de un lazarillo que guió mis pasos, me señaló los caminos y acompañó en un sinfín de correrías por las calles, lugares y recovecos de la gran ciudad, logrando con ello que, antes que abulia y desconcierto, aquella primera estadía pasase a convertirse en una inolvidable crónica para ser contada.
Aquello comenzó a fines de un Mayo. Entonces albergaba, apenas, la ilusión de hacer feliz a mi Madre, acompañándola por un breve lapso de tiempo en la ciudad de sus sueños e ilusiones, aquella que también había idealizado como el destino final de cada uno de sus cuatro hijos y sus respectivas familias.
Aún cuando difería diametralmente de estas comprensibles componendas de mi progenitora, me dispuse a darle gusto, por un tiempo, mientras me aclimataba en el estilo de vida neoyorquino, tratando de sacar de ello el mayor provecho posible.
Aquel edecán de quien os hablo, con todo y sus múltiples ocupaciones -y limitaciones-, se entregó en cuerpo y alma a enseñarme la parte bella de Nueva York, esa que la gran mayoría de inmigrantes apenas conoce por medio de las vistosas postales o las imágenes retocadas que nos presenta el cinematógrafo, para consumo de idealistas. De su mano y junto a él me introduje en las impresionantes profundidades del tren subterráneo, escalé a las alturas del World Trade Center original y conocí los recovecos de Canal Street, Chinatown y los lujosos escaparates de las grandes tiendas y plazas comerciales del downtown neoyorquino.
Gracias a las refinadas y atinadas sugerencias del amigo pude salir avante en el desconcertante dilema de sostener, adecuadamente, los cubiertos, con un platillo de camarones enrollados, ante la mirada pícara e insinuante de la despampanante camarera que nos atendió en uno de los bares del WTC, al tiempo que disfrutábamos, con cierto toque de apremio y temor, de la magnificente vista en lontananza de la gran ciudad, con la garantía ofrecida por la pared de vidrio blindado de grueso calibre que bordeaba el establecimiento por los cuatro costados.
Anduvimos por el Central Park y otras plazas más en donde disfrutamos de fiestas, parrilladas y espectáculos de folklore de pura estampa caribeña y latinoamericana y en este mismo escenario asistimos a los fastuosos y concurridos desfiles de las fiestas patrias de esta gran nación que nos alberga (4 de Julio) y de las comunidades inmigrantes de Borinquen y Quisqueya, entre otros.
Apertrechados de potentes bicis sorteamos las leves colinas y los intrincados senderos del grandioso pulmón de la Babel de hierro y eludiendo las miradas inquisidoras de la autoridad, sorteamos con éxito la tentación de paladear unas tentadoras chelas, disimuladas con el velo cómplice de bolsas negras y envases de agua cristalina.
Nunca, como entonces, disfruté con tanta fruición y sin apuro del placer de caminar por los interminables pasillos de museos, galerías de arte y pubs en donde se disfruta de un buen jazz y música tropical y se conoce gente de todas las latitudes del orbe.
Aquel verano nos resultó corto para conocer y apreciar las diferentes atracciones que ofrece la ensoñadora ciudad, en una vertiginosa sucesión de eventos en los que interactuaron también, a diferentes intervalos, los miembros de nuestras respectivas familias y un sinfín de amigos comunes y relacionados.
(La visita a los lagos y a la ‘Montaña del Oso’ hubo de quedar relegada para una próxima ocasión que luego se vería cristalizada. Demasiado emociones para tan poco tiempo).
Sin embargo, esos inolvidables días bastaron para acrecentar el aprecio y cariño que desde antes me unía al amigo, en un historial de larga data en años de vivencias estudiantiles, políticas y sindicales, allende la Patria.
Aquel verano en Nueva York fue, en verdad, apoteósico, inolvidable e irrepetible.
Los compromisos familiares, la necesidad de atender el imperativo de la subsistencia así como el recorrido por los ignotos senderos por los que nos conduce el destino dificultaron, por años, que nuestros caminos coincidieran en nuevas jornadas de farras, vivencias y sana diversión. Sin embargo, en estos días en que el destino se ha empecinado en regir, de manera rigurosa, el ritmo de nuestras vidas, he vuelto a sentir, ora discretamente o ya de manera ostensible, la mano amiga, generosa y oportuna de ese amigo infinito que nunca me ha faltado.
Por ello y un sinfín de cosas más, con los cálidos aires de aquel distante verano palpitando en el pecho, que no pueden ser opacados ni siquiera por los gélidos vientos de la tormenta invernal que se han desparramado sobre la ciudad en estos días, he decidido apersonarme a la modesta, pero visionaria empresa a la que Esteban Báez apuesta sus esfuerzos e ilusiones, para brindar, juntos y con la latente compañía de la nieve impoluta que se deposita incesantemente y con profusión, por esos largos años de entrañable amistad y fidelidad, al influjo de una gratificante bebida que encuadre con el Impresionante espectáculo invernal que nos congrega en estos días.
JPM

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