Ni siquiera en los cementerios
Los cementerios han dejado de ser símbolo de paz y de quietud. El apelativo “campo santo” ya resulta inapropiado para esos lugares destinados a depositar los cadáveres de seres humanos: nuestros padres, nuestros hermanos y nosotros mismos. En República Dominicana, cementerio equivale a lugar de pillaje e inseguridad.
Sobre todo en la Capital y la aledaña provincia Santo Domingo, la prensa ha demostrado cómo los cementerios públicos se han convertido en campos de suciedad y abandono, en los que predomina la delincuencia y la incertidumbre. Ni vivos ni difuntos están seguros allí. El saqueo de tumbas es acción cotidiana.
En el parque Mirador del Sur, una señora de porte distinguido pero muy indignada, se acerca al autor de este artículo y entre ruego y exigencia le plantea que escriba sobre la desgracia que ocurre en los cementerios. Relata las impías acciones contra la tumba de un pariente y maldice al alcalde Roberto Salcedo.
La criminalidad se ha apoderado de República Dominicana. Los robos –asaltos, atracos y otras variedades- ocurren todos los días, aunque no figuren en las estadísticas oficiales ni los recoja la prensa. Como la gente ha perdido confianza en la Policía y las autoridades judiciales, se calla los actos delictivos de los que ha sido víctima.
Cuando el hecho ha provocado la muerte de alguna persona suena la bulla en los medios de comunicación por unos días. Entre los casos más recientes –que no últimos- está la muerte de la joven comunicadora Franchesca Lugo, el cual será opacado por el asesinato del hacendado Rubén Almonte. Todo pasa y se borra, un crimen tapa el otro.
El gobierno busca excusas y afirma que la criminalidad ha disminuido. Pero lo más cierto es que la ola de violencia y de robos ha creado un estado de “paranoia social”. Este diagnóstico corresponde a la Sociedad Dominicana de Psiquiatría, la cual afirma que esto ha inducido a que los ciudadanos cambien su perfil cultural.
Dicen los psiquiatras que esa paranoia social se observa en el “hecho de nadie le abre la puerta a un vecino que toque de noche; se ha perdido la humanización; nadie quiere auxiliar al otro que ve en desventaja o quedado en su vehículo en la calle; no quiere dar información y tiene un nuevo comportamiento”.
Permanecemos en un constante sobresalto. A un hombre en la calle le oí decir que vivimos presos en nuestras casas. Nadie está seguro en ningún lugar: asaltos en autobuses, asaltos en bodas, asaltos en iglesias. Y no es falsa percepción, como dice la propaganda oficial. Vivimos en un país donde no hay paz ni siquiera en los cementerios.

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