Las leyes en el proceso de la civilización (8)

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EL AUTOR es abogado e historiador. Reside en Santo Domingo.

La Edad Media, ese larguísimo período de la humanidad que se prolongó por mil años, hizo contribuciones al proceso de la civilización mediante la creación de diversos sistemas legales que todavía influyen en el pensamiento jurídico universal.

Algunos consideran que esa etapa comenzó cuando cayó el Imperio romano y se mantuvo hasta que apareció el Renacimiento. Por eso es verosímil decir que el Derecho Romano sirvió en gran medida de base e influyó para el proceso de formación de muchas leyes fijas y disposiciones transitorias durante ese milenio.

Los textos legales que surgieron en Francia, España, Inglaterra, Alemania y otros países de Europa, en las diferentes escalas en que los historiadores dividieron la Edad Media, son vivos ejemplos de que durante esos siglos hubo importantes aportes en el tema que nos concierne.

Eso no significa que la creación y aplicación de normas y edictos no tuvieran muchos obstáculos en el origen, florecimiento, maduración y muerte del Medioevo.

Hubo miles de disputas entre reyes, grupos religiosos, burócratas del más alto nivel, señores feudales (que eran intransigentes especialmente en su llamado derecho de pernada), comerciantes y pensadores, muchos de estos últimos (guardando la distancia) que, como en el cuento La Mancha indeleble del escritor dominicano Juan Bosch, no permitieron que sus cabezas fueran colocadas en una extraña vitrina.

Tal vez pensando en ese irrepetible ciclo de la vida humana fue que mucho tiempo después un filósofo y teólogo católico (Blaise Pascal), nacido en la Edad Moderna, afirmó con la categoría de su sapiencia, que: “La justicia sin la fuerza es impotente, y la fuerza sin la justicia es tiránica”.

Las dificultades, logros y avances de las leyes en ese largo trayecto del proceso de civilización de la humanidad se comprueban en el extraordinario recorrido histórico-jurídico que hizo el académico británico Peter G. Stein, en su obra titulada Derecho Romano en la historia de Europa.

El carro que lleva en su interior las leyes, edictos, preceptos y normas siempre ha sido pesado y costoso. Por eso no se mueve con la facilidad deseada.

En la Edad Media muchos monarcas, al aplicar sus leyes, dejaban de lado la parte correspondiente a la sanción religiosa que reclamaban jerarcas de diversas creencias, y, además, desoían reclamos mundanos de otros grupos de poder como los indicados precedentemente.

Esa práctica, revestida de prepotencia, fue una de las fuentes generadoras de las principales confrontaciones de entonces.

Eran luchas feroces, con vertientes soterradas y también a cielo abierto, dependiendo de las circunstancias y de la correlación de fuerzas en cada ocasión.

Por la rudeza e intolerancia de los sectores enfrentados muchos pueblos de la Europa medieval decidieron aplicar en sus respectivas poblaciones sus propios sistemas legales, sin tomar en cuenta las imperfecciones que los mismos tuvieran.

Es necesario precisar que cada nación europea, de las más fuertes en la Edad Media, tenía su estilo particular para resolver las diferencias entre los diversos estamentos que las componían.

Para esa época la cúpula dirigente francesa fue, en varios tramos, muy astuta, puesto que buscó y logró parcialmente un acomodamiento entre su objetivo de centralización y los intereses que reclamaban los pueblos.

En otros lugares de la Europa de aquella era también partes en conflicto, apelando a lo que en derecho se conoce como el legalismo, ejercitaron la aplicación literal de las leyes, limpiando el camino de obstáculos.

Un ejemplo claro del esfuerzo que se puso en ejecución en puntos claves de la Europa medieval fue el denominado “espejo sajón”, cuyo objetivo era acomodar las costumbres propias del llamado derecho feudal con los intereses de las monarquías.

Esas controversias dejaron su sedimento positivo, como una especie de argamasa en el proceso de la civilización a través de las leyes.

Del aludido “espejo sajón” brotaron, como si fueran esporas en una llanura húmeda, grupos organizados de ciudadanos diestros que buscaban armonizar textos legales con la usanza de los pueblos.

Esa fue una labor minuciosa y profunda, que tardó siglos para que tomara cuerpo. Dicho proceso incluso obligó a muchos funcionarios a instruirse en los asuntos legales para poder realizar su trabajo con eficiencia.

En Inglaterra el rey Enrique I, en plena Edad Medía, ordenó una importante recopilación de leyes y de normas. Ese proyecto cuajó más que por su poder en sí, por su esmerada formación, su carácter y su sentido de la eficacia.

Enrique I, que tenía un gran dominio de la condición humana y los tejemanejes de la política, le colocó un elocuente epígrafe a esa monumental colección  para que todo el mundo entendiera sus intenciones: “el pacto se impone sobre la ley y el amor sobre el juicio”.

Ese compendio de leyes, edictos y jurisprudencias contenía casi todo lo necesario para el desenvolvimiento armónico de los pueblos bajo su monarquía.

Mucho tiempo después (1983) el afamado medievalista británico Michael Thomas Clanchy,  en su libro titulado Ley y amor en la Edad Media, que es una valiosa radiografía de aquella etapa de la humanidad, divulgó al mundo, con sus sopesados comentarios, ese hito editorial de un soberano que llegó al trono de manera accidental.

Enrique II, a su vez, creó jueces itinerantes que se desplazaron por toda la geografía de Gran Bretaña a impartir justicia sobre propiedades, sucesiones y una gama de otras controversias.

Esa modalidad logró, entre muchas otras cosas, que disminuyeran grandemente las venganzas personales, que habían adquirido una suerte de carta de naturaleza en esa parte del mundo. Se impone reiterar que esos jueces móviles también lograron ponerles término a miles de disputas.

 Fueron esos magistrados los que le dieron forma a lo que se conoce como el  “common law”, o ley común, sistema legal en el cual priman las decisiones de los tribunales.

Ese fue el comienzo en firme de lo que hasta entonces eran amagos de introducir en  Gran Bretaña lo que se conoce como “la ley no escrita”.

Es importante decir que los dichos jueces itinerantes no aniquilaron a los tribunales locales que existían como una antiquísima tradición de los anglosajones que llegaron en oleadas, en son de conquista, durante los siglos V y VI a Gran Bretaña, una importante isla situada en el océano Atlántico Norte.

Vale decir que los sheriffs de Enrique II les dieron paso a jueces de paz para conocer una gran cantidad de casos, entre ellos actos de felonía,  infracciones de cazadores furtivos, etc.

En lo que se refiere a España, en esa época larga y llena de espinas y guijarros que fue la Edad Media, hay que mencionar como un aporte sustancial al proceso de civilización un formidable cuerpo normativo llamado Las Siete Partidas, creado para desechar la confusión generada por preceptos legales que colidían en sus objetivos y con normas que no se ajustaban a las leyes que tenían que regular.

Fue tal vez el más elevado aporte que en materia jurídica se hizo en la Edad Media en favor del proceso de la civilización. Al menos ese ambicioso resumen de leyes titulado Las Siete Partidas se ha considerado como una de las mayores contribuciones del Derecho Español al sistema legal universal.

Ese texto serial y aglutinador tuvo como su máximo inspirador al rey Alfonso X, un ilustre toledano a quien también se le conocía como el Sabio. Sus proyecciones como monarca sobrepasaron su reinado.

Alfonso el Sabio tiene un lugar destacado en la historia del Derecho y también en el proceso de la civilización.

Su citada obra cumbre contenía no sólo elementos jurídicos per se, sino también asuntos de filosofía, de teología y de moral.

jpm-am

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