Las Bandas del Ingreso

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EL AUTOR es economista. Reside en Santo Domingo.

Seguramente hemos escuchado la fábula del rey y el recaudador de impuestos (aparentemente apócrifa). Habla este último:

– Majestad, los ingresos del reino son insuficientes, necesitamos aumentar los impuestos. Propongo que les cobremos más impuestos a los ricos.

El rey responde:

– ¿A los ricos? No, mi querido súbdito. Todos son mis amigos y si se enojan ya no me invitarán a sus fiestas.

– Entonces, ¿a los pobres?

– Tampoco. A esos, ¿de dónde les podemos sacar impuestos? No tienen ni para comer. Déjalos como están, así viven contentos y tranquilos. Sin ambiciones. No hay que alborotarlos. Además, son los que votan.

El director de la oficina de impuestos, desorientado, le pregunta:

– Entonces, ¿a quién?

– Cóbrales a los de la clase media. A los burgueses, profesionales, comerciantes. A los  académicos, científicos y músicos. A la mediana burocracia… A esos sí.

– Pero majestad, a esa gente ya les estamos cobrando todos los impuestos, siempre que hay un aumento es sobre ellos quienes recae. Se van a enojar.

Responde el rey:

–  Es posible, pero la clase media tiene algo que no tienen los demás: sueños y ambiciones. Su mayor sueño es ser ricos por lo que estudian, estudian y estudian; trabajan, trabajan, y trabajan. Y sí, se van a molestar por tener que pagar más impuestos, pero su sueño va a estar por encima de su enojo. Por lo mismo seguirán estudiando y trabajando con la ilusión de llegar a ser ricos un día. Recuerda, los pobres votan, la clase media paga impuestos y los ricos nos celebran y nos invitan a sus fiestas. Este es el orden en el reino.

 

La historia proyecta principios más sociopolíticos que otra cosa. Sin embargo, la economía debe andar por ahí escondida. Veamos: visualicemos el ingreso nacional como un flujo de agua que baja por una pendiente. Se distinguen nítidamente flujos de tres colores: rojo, a la izquierda, pertenece a la clase baja, los pobres. Azul, a la derecha, corresponde a los ricos. Y amarillo, en el centro, corresponde a la clase media. En un primer momento no hay gobierno, por lo que no hay impuestos, y los flujos de ingreso por clase transitan pacientemente por sobre la pendiente. En este momento tampoco nos interesa el causal de cada flujo y a cuánta gente pertenece, lo que técnicamente llamamos distribución del ingreso.

Surge el gobierno, de repente. Ahora tampoco nos pondremos a pensar en la razón por la que salta a escena. El punto es que surge el gobierno y necesita ingresos fiscales para sostenerse. ¿De dónde tomarlos? ¿Del chorro rojo, del amarillo o del azul?

Lo primero, debemos estar bien conscientes de que una agresión fiscal por parte del gobierno en contra de una clase –la clase alta, por ejemplo- va a desencadenar efectos de repercusión por cuanto esa clase va a defenderse. Se defiende de dos maneras: mediante la elusión fiscal, es decir, reacomodar la forma de su patrimonio y de su ingreso para disminuir o anular la contribución fiscal. (De momento vamos a dejar por fuera la evasión) Y, segundo, trasladando a las otras dos clases el impacto de la agresión fiscal. En concreto, trasladando a precios el aumento en sus impuestos.

Por macabro que se escuche –y lo es-, el nivel de ingreso mínimo de sobrevivencia es una salvaguarda. Es una salvaguarda en cuanto un nivel de ingreso inferior desata una crisis humanitaria. Esto recuerda a un personaje de Manuel Scorza, en Redoble por Rancas, una señora ya muy vieja que no se quiere preocupar por dónde ni quién la va a enterrar. El problema se lo deja a los que quedan vivos. A lo que un listo la confronta: “- Te van a dejar podrir en la calle”. A lo que contesta: “- Deja que me dé yo a jeder a ver si no me entierran…”

La observación es de los clásicos. El ingreso mínimo de subsistencia es aquel que permite al trabajador manual y sin ninguna instrucción pasar de un día al siguiente tal cual es. Sin mejorar su condición ni disminuirla. Sin aumentar su población ni disminuirla. Si el salario mejora, se van a reproducir más de lo necesario con lo que el salario va a disminuir. Los vicios y enfermedades propias de la pobreza se encargan del recorte. El proletario no se puede desentender del trabajo –por magra que sea la paga- porque es su único mecanismo de sobrevivencia, para el que es carne y hueso. El empleador no se puede desentender del trabajador porque siempre habrá labores que sólo serán posibles de manera manual, por mucho que se haya sustituido trabajo por el capital.

El mínimo es un mínimo real, independientemente de su expresión nominal. Es decir, el salario mínimo de sobrevivencia se mide en artículos de consumo, físicos: tantas libras de arroz, de aceite, etc. Tantas camisas por año… Si se quiere, en calorías (y gramos de proteínas), unidades térmicas de calor y protección corporal. Y kilómetros de transportación. Que cuesten cinco, siete, diez mil pesos mensuales. O doscientos dólares. O ciento ochenta euros, por sí mismo no es importante. Si un salario nominal elevado a la postre se reduce por debajo de la línea de sobrevivencia por efecto de los precios elevados de los artículos para asalariados, activa de inmediato el mecanismo homoestático (el termostato de un aire acondicionado) con el inicio de una crisis humanitaria. Es decir, independientemente del valor nominal del salario: si es tanto o cuantos pesos, dólares, etc., si no alcanza para la sobrevivencia del obrero y su reproducción simple, la sobrevivencia de la clase obrera se halla en riesgo.

Es importante tener en cuenta el efecto de los precios sobre el salario real puesto que algunos economistas se tragan la propaganda oficial de que “los bienes salario no pagan impuestos”. No lo pagan directamente, pero sí por vía de los precios. A final de cuentas, todo precio incorpora todos los impuestos –no sólo los indirectos- pagados en el proceso de producción del artículo que se trate.

Vamos ahora a la otra banda, al chorro azul. Dice John Locke: “Esfuércese e ingénieselas como desee, establezca sus impuestos como le parezca, que los comerciantes los trasladarán para mantener sus ganancias.” A ningún  político, por burro que sea, se le ocurre anunciar que va a cargar los impuestos sobre los pobres. Aunque sea esto verdad como una catedral. Dirá –y esto no falla-, que los pobres están exentos. Que los que más tienen van a pagar más. Y que los del medio, pues también tienen que contribuir al esfuerzo tributario. La idea intuitiva es, pues, que cada quien va a aportar según el tamaño de su cartera. ¡Nada más falso! Y el principio es bastante elemental: no se llega a rico echando en saco roto.

Cuando un inversionista, del tipo que sea, calcula su rentabilidad lo hace deduciendo los gastos de todo tipo. Adelanta $100, ¿cuánto recibe a cambio a final del año como ganancia? No es cuánto vende, cuánto factura, pues las ventas pueden ser grandiosas con ganancias pírricas. Por supuesto, a las ventas tienen que deducir costos y gastos. Costos y gastos de todo tipo incluyendo… los impuestos. Para el empresario, los impuestos (hablo del impuesto sobre la renta) son tan gasto como la nómina semanal que tiene que pagar a los empleados. Sería tonto decir que sus ganancias son de $40, cuando a estos $40 tiene que deducir $15 en pago de impuestos.

Por otro lado, sabe que los que quieren no van a buscar entre los que no tienen. Los ricos siempre son objetivo de la autoridad tributaria. Sólo que los ricos tienen un recurso que no tienen los demás: pueden trasladar al precio de sus ventas los aumentos de impuestos. De la misma manera que hay una carrera inflación-devaluación, así hay una carrera tributación-inflación. ¿Podrán trasladar a precio todo el aumento de precio? Eso depende de su control de mercado, es decir, de la elasticidad precio de la demanda de su producto. Si su producto es inelástico podrán hacerlo. En caso contrario deberán decidir un ajuste de la producción que maximice su rentabilidad. En cualquier caso, la ganancia se calcula libre de impuestos. O no es ganancia.

Justamente por lo que he llamado inmunidad fiscal de la empresa concentrada es que la política fiscal es tan inefectiva. Porque desvía la carga fiscal dirigida hacia ella hacia los agentes sin control de mercado. Es decir, aquellos enfrentados a una demanda elástica de su producto. Vendedores de fuerza de trabajo, tienen que aceptar el salario que diga el mercado, por precario que pueda parecer. O no consiguen colocación. Y cuando aumenta el precio de los artículos para asalariados es muy poco lo que pueden hacer. Chistar. Tampoco lo pueden trasladar más abajo, a la clase obrera, porque no tienen mecanismo de transmisión. Entonces, a agua y ajo: a aguantarse y a joderse.

Como se ve, el rey no era un ignorante en economía. Por el contrario, habla con la sabiduría del que ha vivido y sabe mucho. La clase media está atrapada entre la crisis humanitaria potencial de la clase obrera y el control de mercado e inmunidad fiscal de la clase propietaria. Lo que todavía no explica muy bien la teoría económica es el castigo de Sísifo, cómo la clase media es incapaz de articularse para anclar cada mejoría en su nivel de vida. Y lo logrado en diez años de trabajo intenso y esforzado, lo puede perder en un día. En uno cualquiera de estos “pactos fiscales”.

Las Bandas del Ingreso

 

Seguramente hemos escuchado la fábula del rey y el recaudador de impuestos (aparentemente apócrifa). Habla este último:

– Majestad, los ingresos del reino son insuficientes, necesitamos aumentar los impuestos. Propongo que les cobremos más impuestos a los ricos.

El rey responde:

– ¿A los ricos? No, mi querido súbdito. Todos son mis amigos y si se enojan ya no me invitarán a sus fiestas.

– Entonces, ¿a los pobres?

– Tampoco. A esos, ¿de dónde les podemos sacar impuestos? No tienen ni para comer. Déjalos como están, así viven contentos y tranquilos. Sin ambiciones. No hay que alborotarlos. Además, son los que votan.

El director de la oficina de impuestos, desorientado, le pregunta:

– Entonces, ¿a quién?

– Cóbrales a los de la clase media. A los burgueses, profesionales, comerciantes. A los  académicos, científicos y músicos. A la mediana burocracia… A esos sí.

– Pero majestad, a esa gente ya les estamos cobrando todos los impuestos, siempre que hay un aumento es sobre ellos quienes recae. Se van a enojar.

Responde el rey:

–  Es posible, pero la clase media tiene algo que no tienen los demás: sueños y ambiciones. Su mayor sueño es ser ricos por lo que estudian, estudian y estudian; trabajan, trabajan, y trabajan. Y sí, se van a molestar por tener que pagar más impuestos, pero su sueño va a estar por encima de su enojo. Por lo mismo seguirán estudiando y trabajando con la ilusión de llegar a ser ricos un día. Recuerda, los pobres votan, la clase media paga impuestos y los ricos nos celebran y nos invitan a sus fiestas. Este es el orden en el reino.

 

La historia proyecta principios más sociopolíticos que otra cosa. Sin embargo, la economía debe andar por ahí escondida. Veamos: visualicemos el ingreso nacional como un flujo de agua que baja por una pendiente. Se distinguen nítidamente flujos de tres colores: rojo, a la izquierda, pertenece a la clase baja, los pobres. Azul, a la derecha, corresponde a los ricos. Y amarillo, en el centro, corresponde a la clase media. En un primer momento no hay gobierno, por lo que no hay impuestos, y los flujos de ingreso por clase transitan pacientemente por sobre la pendiente. En este momento tampoco nos interesa el causal de cada flujo y a cuánta gente pertenece, lo que técnicamente llamamos distribución del ingreso.

Surge el gobierno, de repente. Ahora tampoco nos pondremos a pensar en la razón por la que salta a escena. El punto es que surge el gobierno y necesita ingresos fiscales para sostenerse. ¿De dónde tomarlos? ¿Del chorro rojo, del amarillo o del azul?

Lo primero, debemos estar bien conscientes de que una agresión fiscal por parte del gobierno en contra de una clase –la clase alta, por ejemplo- va a desencadenar efectos de repercusión por cuanto esa clase va a defenderse. Se defiende de dos maneras: mediante la elusión fiscal, es decir, reacomodar la forma de su patrimonio y de su ingreso para disminuir o anular la contribución fiscal. (De momento vamos a dejar por fuera la evasión) Y, segundo, trasladando a las otras dos clases el impacto de la agresión fiscal. En concreto, trasladando a precios el aumento en sus impuestos.

Por macabro que se escuche –y lo es-, el nivel de ingreso mínimo de sobrevivencia es una salvaguarda. Es una salvaguarda en cuanto un nivel de ingreso inferior desata una crisis humanitaria. Esto recuerda a un personaje de Manuel Scorza, en Redoble por Rancas, una señora ya muy vieja que no se quiere preocupar por dónde ni quién la va a enterrar. El problema se lo deja a los que quedan vivos. A lo que un listo la confronta: “- Te van a dejar podrir en la calle”. A lo que contesta: “- Deja que me dé yo a jeder a ver si no me entierran…”

La observación es de los clásicos. El ingreso mínimo de subsistencia es aquel que permite al trabajador manual y sin ninguna instrucción pasar de un día al siguiente tal cual es. Sin mejorar su condición ni disminuirla. Sin aumentar su población ni disminuirla. Si el salario mejora, se van a reproducir más de lo necesario con lo que el salario va a disminuir. Los vicios y enfermedades propias de la pobreza se encargan del recorte. El proletario no se puede desentender del trabajo –por magra que sea la paga- porque es su único mecanismo de sobrevivencia, para el que es carne y hueso. El empleador no se puede desentender del trabajador porque siempre habrá labores que sólo serán posibles de manera manual, por mucho que se haya sustituido trabajo por el capital.

El mínimo es un mínimo real, independientemente de su expresión nominal. Es decir, el salario mínimo de sobrevivencia se mide en artículos de consumo, físicos: tantas libras de arroz, de aceite, etc. Tantas camisas por año… Si se quiere, en calorías (y gramos de proteínas), unidades térmicas de calor y protección corporal. Y kilómetros de transportación. Que cuesten cinco, siete, diez mil pesos mensuales. O doscientos dólares. O ciento ochenta euros, por sí mismo no es importante. Si un salario nominal elevado a la postre se reduce por debajo de la línea de sobrevivencia por efecto de los precios elevados de los artículos para asalariados, activa de inmediato el mecanismo homoestático (el termostato de un aire acondicionado) con el inicio de una crisis humanitaria. Es decir, independientemente del valor nominal del salario: si es tanto o cuantos pesos, dólares, etc., si no alcanza para la sobrevivencia del obrero y su reproducción simple, la sobrevivencia de la clase obrera se halla en riesgo.

Es importante tener en cuenta el efecto de los precios sobre el salario real puesto que algunos economistas se tragan la propaganda oficial de que “los bienes salario no pagan impuestos”. No lo pagan directamente, pero sí por vía de los precios. A final de cuentas, todo precio incorpora todos los impuestos –no sólo los indirectos- pagados en el proceso de producción del artículo que se trate.

Vamos ahora a la otra banda, al chorro azul. Dice John Locke: “Esfuércese e ingénieselas como desee, establezca sus impuestos como le parezca, que los comerciantes los trasladarán para mantener sus ganancias.” A ningún  político, por burro que sea, se le ocurre anunciar que va a cargar los impuestos sobre los pobres. Aunque sea esto verdad como una catedral. Dirá –y esto no falla-, que los pobres están exentos. Que los que más tienen van a pagar más. Y que los del medio, pues también tienen que contribuir al esfuerzo tributario. La idea intuitiva es, pues, que cada quien va a aportar según el tamaño de su cartera. ¡Nada más falso! Y el principio es bastante elemental: no se llega a rico echando en saco roto.

Cuando un inversionista, del tipo que sea, calcula su rentabilidad lo hace deduciendo los gastos de todo tipo. Adelanta $100, ¿cuánto recibe a cambio a final del año como ganancia? No es cuánto vende, cuánto factura, pues las ventas pueden ser grandiosas con ganancias pírricas. Por supuesto, a las ventas tienen que deducir costos y gastos. Costos y gastos de todo tipo incluyendo… los impuestos. Para el empresario, los impuestos (hablo del impuesto sobre la renta) son tan gasto como la nómina semanal que tiene que pagar a los empleados. Sería tonto decir que sus ganancias son de $40, cuando a estos $40 tiene que deducir $15 en pago de impuestos.

Por otro lado, sabe que los que quieren no van a buscar entre los que no tienen. Los ricos siempre son objetivo de la autoridad tributaria. Sólo que los ricos tienen un recurso que no tienen los demás: pueden trasladar al precio de sus ventas los aumentos de impuestos. De la misma manera que hay una carrera inflación-devaluación, así hay una carrera tributación-inflación. ¿Podrán trasladar a precio todo el aumento de precio? Eso depende de su control de mercado, es decir, de la elasticidad precio de la demanda de su producto. Si su producto es inelástico podrán hacerlo. En caso contrario deberán decidir un ajuste de la producción que maximice su rentabilidad. En cualquier caso, la ganancia se calcula libre de impuestos. O no es ganancia.

Justamente por lo que he llamado inmunidad fiscal de la empresa concentrada es que la política fiscal es tan inefectiva. Porque desvía la carga fiscal dirigida hacia ella hacia los agentes sin control de mercado. Es decir, aquellos enfrentados a una demanda elástica de su producto. Vendedores de fuerza de trabajo, tienen que aceptar el salario que diga el mercado, por precario que pueda parecer. O no consiguen colocación. Y cuando aumenta el precio de los artículos para asalariados es muy poco lo que pueden hacer. Chistar. Tampoco lo pueden trasladar más abajo, a la clase obrera, porque no tienen mecanismo de transmisión. Entonces, a agua y ajo: a aguantarse y a joderse.

Como se ve, el rey no era un ignorante en economía. Por el contrario, habla con la sabiduría del que ha vivido y sabe mucho. La clase media está atrapada entre la crisis humanitaria potencial de la clase obrera y el control de mercado e inmunidad fiscal de la clase propietaria. Lo que todavía no explica muy bien la teoría económica es el castigo de Sísifo, cómo la clase media es incapaz de articularse para anclar cada mejoría en su nivel de vida. Y lo logrado en diez años de trabajo intenso y esforzado, lo puede perder en un día. En uno cualquiera de estos “pactos fiscales”.

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