Jorobas

 

Antes de erguirse y dominar la bipedación, el hombre era un primate cualquiera que se movilizaba sobre sus cuatro extremidades. Mientras no habituara sus piernas al uso exclusivo de sus funciones locomotoras, andaría encorvado durante millones de años sin maximizar el potencial productivo atesorado en sus brazos. Caminar erecto implicaba una provechosa cualidad mecánica clara y distintiva negada a las demás familias de su árbol filogenético. Quizá haya sido la readaptación fisiológica de mayor contribución a su tránsito evolutivo hacia el sedentarismo transformador de las estructuras sociales que afianzaron su bienestar y supervivencia durante el Neolítico. La sincronización paulatina experimentada entre sus facultades intelectivas y manuales –posibilitándole el dominio de la producción, la escritura y el arte–, potenciaría su privilegiada condición de exclusividad como ser racional único. Así el hombre se alzaba con el control monopólico de una ventaja comparativa insuperable que lo convertía en la criatura más industriosa y avasallante del planeta.

Para las religiones abrahámicas, las pasiones humanas empezaron a extremarse a partir del fratricidio de Caín. Sería la tragedia originaria de las confrontaciones por las que todavía los seres de una misma especie, supuestamente racional, continúan aniquilándose entre sí. Se trata de una realidad lamentable, en grado sumo conectada a la alegoría de la caverna, en la que Platón sustenta que la razón se somete a la ignorancia mientras el hombre sigue encadenado de espalda a la luz.  Significa que en los predios del entendimiento donde los rayos de la sabiduría no refulgen, el mal de las pasiones se enseñorea sobre el bien de las virtudes. Sus efectos nublosos densifican las tinieblas que oscurecen el tejido de la razón, para crecerse en ella como jorobas que le impidan trillar el camino de la trascendencia. Una vez encorvada hasta atrofiarse su vocación de clarividencia y doblegarse sus sentimientos de confraternidad, desaparece de su naturaleza la inclinación volitiva hacia la promoción de una cultura de avenencias. De tal modo se opaca la eventual visión humanista de un liderazgo global en condición de propiciar un clima de paz y armonía perdurables.

La vertiente del progreso tecnológico que fomenta la industria del exterminio masivo, ha tenido un efecto multiplicador horripilante en el poder homicida de la mandíbula que segó la vida de Abel. Diariamente cantidades enormes de quijadas mortíferas fabricadas en serie, salen de las plantas del sector armamentista que apuntala el desarrollo de las grandes potencias. En la concepción capitalista de tecnócratas, políticos e inversores que interactúan al amparo de la estructura de poder establecida de la mayoría de esas naciones, la continuidad ininterrumpida de la industria bélica viene a ser una condición paradigmática imprescindible de política económica antidepresiva.

Paradójicamente, el fanatismo religioso que pregona la salvación prometiendo la vida eterna, es una de las causas con mayor débito acumulado en la contabilidad de víctimas de numerosos conflictos bélicos. En medio del torbellino de esa sinrazón perturbadora, la cifra histórica de caídos atribuibles a creencias monoteístas, supera con creces a las imputables a corrientes politeístas. A incontables enfrentamientos surgidos por el control geoestratégico o por la apropiación de recursos naturales, se debe la pérdida de millones de vidas humanas. Todo el luto que deviene tras las pugnas ideológicas que terminan en guerras civiles y por la intolerancia gubernamental que pisotea los derechos fundamentales del ciudadano, forman parte de las secuelas de dolor que las jorobas de la razón dejan en la humanidad. La guerra a muerte entre musulmanes extremistas y Occidente, ancla en el oscurantismo cavernario visualizado por Platón. Es una joroba tumorosa creciendo en la razón de mundos paralelos contrapuestos impedidos de coexistir pacíficamente.

 

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