El Pera en un país fallido
No es extraño que en un estado fallido quieran cerrar o clausurar con las llaves sádicas de la ignorancia o por maldad las escuelas de Bellas Artes. Quienes alimentan y sostienen tal despropósito olvidan que las bellas artes deben entenderse como aquellas producciones que el ser humano realiza para representar el mundo y la realidad que lo rodea de un modo particular, de acuerdo al contexto, a los parámetros culturales de la sociedad en la cual está inserto.
Frente al sortilegio de la grandilocuencia del artista que engalana la dramaturgia valdría preguntarse ¿qué es el teatro? En palabras del dramaturgo español Federico García Lorca «el teatro es poesía que se sale del libro para hacerse humana». Mientras que para otros autores el teatro es un género constituido por obras, generalmente dialogadas, destinadas a ser representadas ante un público en un escenario.
Estos días pude ver con los ojos azulinos de la creación la estatura de un teatrista y adivinar, desde una butaca discreta en Casa de Arte de Santiago, dónde mora la majestad de un artista de la dramaturgia. Ese señorío o sagrada autoridad estética se encuentra formalmente en una inteligencia monumental o como se expresó Cervantes de Lope de Vega, en un «Fénix de los ingenios», como el dramaturgo dominicano y antillanista por antonomasia Salvador Pérez Martínez (El Pera).
Me parece que el gozo pleno de haber nacido, como ha sucedido con El Pera, poseedor de una frondosidad rozagante de una voz nutrida de una frescura inigualablemente diamantina y con una extraordinaria disposición para el teatro, debió considerarse gratificación que sólo es capaz de provenir de un milagro de la creación divina que rebasa lo interplanetario. Aún con esta virtud vertida sobre la figura excelsa de Salvador Pérez Martínez desde lo sacramental para favorecer con su intelecto un pueblo cuyos funcionarios de cultura no quieren entender la ritualidad que conlleva tener una formación intelectual de oro.
Esta realidad amarga que tiene el color amarillo de la flor de la retama me obliga a releer aquella obra de la narrativa antropológica escrita por el sociólogo estadounidense Oscar Lewis titulada Los hijos de Sánchez, escrita en 1961 y publicada en 1964, a sabiendas de que en sus rutas críticas geniales encontraré la respuesta a los dislates de un ministerio de cultura, como el dominicano, que realiza acciones montaraces y recusables, como sería ejecutar la liquidación de la educación y darle paso o permitir que el teatro continúe perviviendo en un obscurantismo reprochable.
La casticidad de la declamación en Salvador Pérez Martínez se torna de tal manera deleitosa y absorbente, así como requeriente y cautivante resultan los coros cardenalicios que silban dulcemente con sus sonidos encantados desde las festividades de las iglesias. El refinado efectismo de este «monstruo de la naturaleza», como diría Cevantes, del teatro viviente antillano y continental se ha convertido, para el goce de los amantes del arte escénico, en un precioso y exquisito manjar cargado de un arte dramático excepcional.
Este notabilísimo actor, gloria del teatro dominicano y universal, en la comedia «No hay más remedio», igual que el afamado dramaturgo español Tirso de Molina, con su Don Gil de las calzas verdes, pone al público a vivir el efecto de la intriga y el enredo en una magnífica obra melodramática reputada como la más rica en humor del teatro contemporáneo dominicano.
Cuando se suele estar en presencia de una estrella tan luminoso y eminente, como El Pera, es igual a si se estuviera ante la figura magistral de un comediógrafo desbordante como las aguas diáfanas que corren en lo más recóndito del edén, con unos recursos lingüísticos que se acercan con discreción asombrosa a un William Shakespeare, a un Alejandro Casona o a un Antonio Buero Vallejo, para solamente referirme a tres pilares del teatro inglés y español, respectivamente.
Salvador Pérez Martínez, con sus impresionantes actuaciones teatrales en Vientre de la ballena, La cueva de Salamanca y Entre llamas, entre otras actuaciones honrosas, logró trascender las fronteras nacionales que frecuentemente limitan el desarrollo hermoso del artista criollo. Sin embargo, a pesar de todos los logros alcanzados y las distinciones recibidas dentro y fuera del país, la genialidad y la maestría artística de El Pera no se detienen un instante sin la forja tenaz, creando importantes y talentosos recursos humanos para la expansión provechosa de la cultura y el teatro dominicano.
Esa hermosísima labor de Salvador Pérez Martínez sólo podría compararse con los trabajos en las tablas del dramaturgo chileno y lasallista Alejandro Sieveking, autor de la obra Encuentro con la sombra, o del también dramaturgo español y jesuita Pedro Calderón de la Barca y su estupenda obra escrita en 1620, Amor, honor y poder, con cuya comedia se dio a conocer como libretista.extraordinario.
Como escritor, ensayista y novelista dominico-estadounidense, cuantas veces me ha tocado resaltar los bordes de oro con los que ha sido adornada la literatura en cabeza de un personaje del buen teatro como Salvador Pérez Martínez (El Pera), formado en un país donde lo culto es ignorancia y la ignorancia es veneración de la ineptitud, estoy casi obligado por voluntad de los dioses y héroes de la cultura milenaria, como Zeus, a hurgar en la frase de uno de los semidioses terrenales del teatro y la dramaturgia como fue Laurence Olivier, cuando dijo que «En una pequeña o gran ciudad o pueblo un gran teatro es el signo visible de cultura». Menos en la República Dominicana.
Y, no queriendo, pero viéndome casi obligado a darle feliz término a este nuevo trabajo que pretende esbozar con humildad la labor de un actor magistralmente pulido con el mejor barniz extraído de los más exquisitos aceites resinosos que emanan de algunas plantas terrenales, debo expresarme sobre el teatro y la función del actor haciendo mías las frases acuñadas por un verdadero académico, Hugo Gutiérrez Vega, actor y escritor mexicano, Premio Nacional de Poesía y autor del poemario Las peregrinaciones del deseo (1987), a manera de regalo a un actor de respetabilidad, como Salvador Pérez Martínez. Veamos: «El gran atractivo del teatro, para el actor, sobre todo para el actor que tiene conciencia de que es actor, es esta especie de juego humanístico que es ser él mismo y al mismo tiempo muchos otros».
Para los funcionarios de cultura de un país antípoda a la formación artística les dejo con la sagrada expresión de un dramaturgo chileno llamado Jorge Díaz: «En la historia oficial de este tiempo aparecerán estadísticas, índices de producción macroeconómicos, muchas impunidades maquilladas y algunos próceres de baba incontinente. Sólo el teatro hablará del hombre opaco que sufrió la lejanía y la gangrena muda del destierra, lejos de un país hermoso y triste, que todavía no sé si de verdad existe».
Ningún teatrista dominicano se ha atrevido, con excepción de El Pera, a descender del ambiente capitalino al polvo de las provincias del país a enseñar teatro, tal vez sin diablas ni telón, pero teatro al fin, sobre los extraviados y confundidos juglares del siglo XXI.