El niño y el maestro
Los niños de esta era de la tecnología no amasan barro en los remansos de las aguas de los arroyos ni hacen volar pájaros cantándole a los truenos. Ya no es posible, a pesar de los esfuerzos, ver doce gorriones de barro agitar sus alas al viento y encumbrarse por encima de la Tierra ni en sábado ni ningún otro día. Los niños de esta era de la ciencia usan celulares juegan al Internet y escuchan artistas urbanos.
Los niños de la era de la postmodernidad no van a los arroyos a mezclar barro ni tampoco son reprendidos por sus padres por hacer lo que no está permitido. Los niños de esta era no conocen el alfabeto ni ningún maestro de esta era se sorprende al oír las agradables expresiones de un niño que pretende superar el refinamiento aristocrático del modernismo.
Anoche vi pasar a Johann Wolfgang von Goethe y a Fausto. Este último me dijo: «En esta era existen muchas instituciones que juegan con los derechos de los niños. En esta era se lee la Convención de UNICEF y los códigos de la niñez pero se carece de maestros de escuela que se destaquen por su agudeza y puedan detectar la brillantez de un niño al hablar. Mucho menos hay instituciones o se podría contar con un maestro de escuela que le pida al padre de un niño inteligente pero pobre que se lo confíe a su cuidado para enseñarle a leer y, con las letras, le eduque toda ciencia. No existe en esta era un maestro ni una institución que le enseñe al niño a saludar a los mayores, a honrarlos como antepasados, a respetarlos como padres y a amar a los de su edad. Hasta allá no llega la bondad de la postmodernidad ni el internet ni las aulas».
En esta era las escuelas ni los maestros ni las instituciones privadas o públicas que se dicen velar por la niñez desvalida le enseñan puntualmente al niño a escribir todas las letras del alfabeto desde alfa hasta omega y con toda claridad. Sin embargo, una vez un niño prodigio le dijo a su maestro: «Tú que no conoces la naturaleza del alfa ¿cómo pretendes enseñar a los demás la beta? Hipócrita —le dice el niño—, enseña primero el alfa, si sabes, y después te creeremos respecto a la beta». Luego se puso a discutir con el maestro de escuela sobre las primeras letras y el maestro de escuela no pudo contestarle.
Si un niño de algún barrio pobre le dice al maestro de hoy: «Observa, maestro, la disposición de la primera letra y nota cómo hay líneas y un rasgo mediano que atraviesa las líneas que tú ves comunes y reunidas y cómo la parte superior avanza y las reúne de nuevo, triples y homogéneas, principales y subordinadas, de igual medida. Tales son las líneas del alfa». ¿Usted cree que habrá una institución que recoja y eduque a este niño pobre e inteligente?
A lo mejor el maestro de escuela o los directivos de las instituciones que proclaman proteger los niños, al quedarse perplejas por la exposición del niño ante la respuesta anterior le digan a sus padres: «Llévatelo contigo, porque no puedo soportar la severidad de su mirada, ni penetrar el sentido de su palabra en modo alguno». Este niño no ha nacido en esta tierra, es capaz de domar el fuego mismo y quizá ha sido engendrado antes de la creación del mundo.
¿Qué vientre lo ha llevado? ¿Qué pecho lo ha nutrido? Lo ignoro. ¡Ay, amigo mío, tu hijo me pone fuera de mí y no puedo seguir su pensamiento. Me he equivocado en absoluto. Yo quería tener en él un discípulo y me he encontrado con que tengo en él un maestro. Me doy cuenta de mi oprobio, amigos míos, porque yo, que soy un viejo, he sido vencido por un niño».
Empero, al darme cuenta que en el país no existe una institución que proteja a la niñez verdaderamente, un señor de bastante edad se encontró con un niño inteligente y pobre que deambulaba por las calles de Dios y ahora no sabía si se lo debía llevar a una de esas instituciones, ciegas de corazón, por temor a que se lo devuelva como hizo aquel maestro de escuela.
Mientras el buen hombre no sabía qué hacer con este niño tan prodigioso y sediento le dijo al niño: «Toma esta ánfora» y envió al niño a tomar agua, para llevarla a la casa. No obstante, viendo trastabillado sus pies con la multitud, el cántaro se rompió. Luego, el niño extendió su camisita que lo cubría, la llenó de agua y la llevó a aquel buen señor que lo había recogido dulcemente.
Entonces el buen señor, reconociendo aquella actitud del niño, lo abrazó y guardó en su corazón los enigmas que veía cumplidos. Aquel buen hombre gustaba cultivar la tierra en la época de siembra y el niño salió con él a sembrar trigo en su campo y, mientras aquel señor sembraba, el niño sembró también un grano de trigo. Y, una vez lo hubo recolectado y molido, obtuvo cien medidas y, llamando a la granja a todos los pobres de la aldea, les distribuyó el trigo y el hombre se quedó con lo que aun restaba.
Viendo aquel señor que el niño crecía en edad y en inteligencia y no queriendo que permaneciera iletrado lo llevó a un segundo maestro. Y este maestro dijo al hombre: «Le enseñaré primero las letras griegas y luego las hebraicas». Al parecer el maestro conocía la inteligencia del niño. No obstante, después de haber escrito el alfabeto se ocupó largamente de él y el niño no le respondió, hasta que le advirtió: «Si eres de verdad un maestro y sabes bien el alfabeto dime primero el valor de Alfa y yo te diré luego el de beta». Mas el maestro, indignado, le golpeó en la cabeza. Y el niño, en su dolor, lo maldijo y aquel cayó exánime, extenuado, con la cara contra la tierra.
Hoy día no hay maestro que enseñe con amor y devoción, ni instituciones de la niñez que se preocupen, ni gobierno alguno que se interese verdaderamente por los niños pobres e inteligentes de este mundo. Realmente el planeta vive tiempos de ignorancia, de gente cruel de corazón, a pesar de los avances de la tecnología, del internet y del cuatro por ciento de Educación.
JPM