El Estado: ¿arbitro o actor?

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El autor es abogado y profesor universitario. Reside en Santo Domingo

   Uno de los temas de mayor recurrencia en las discusiones político-ideológicas de los últimos tres siglos, tanto entre los académicos clásicos y los estudiosos “a secas” como entre los ideólogos y los operarios del partidismo, ha sido el relativo al rol del Estado en la sociedad humana.  

   (Dejando de lado el planteamiento anarquista decimonónico que impugna la necesidad y existencia sociales de todo órgano de dominación política, presencia análogamente persistente ha tenido el asunto de marras en los debates contemporáneos sobre la democracia -anatomía, funcionalidad, calidad, etcétera- y la sociedad abierta, sobre todo a partir de las teorizaciones de los devotos de Weber, von Mises, Rand, Foucault, Bobbio o, entre otros, los nuevos pensadores postmarxistas de Oriente y Occidente).   

   Es harto sabido que, parapetados tras las ideas y los valores originarios del liberalismo económico, los libertarios y los conservadores de todos los matices y calibres (aunque para algunos parezca inverosímil) han terminado coincidiendo en postular la necesidad de que el Estado tenga dimensiones limitadas (el menor tamaño posible, sin llegar a la desaparecer) y que su actividad sea fundamentalmente arbitral o mínimamente regulatoria dentro de la sociedad.  

   En la otra ribera del debate, socialistas autoritarios y neofascistas de todos los pelajes (también exhibiendo puntos de coincidencia no menos chocantes) plantean que el Estado debe tener dimensiones considerables (las dictadas por los apremios de cada realidad nacional para consumar el providencialismo de la “nomenclatura”) y que su actividad debe caracterizarse por la omnipresencia, la omnipotencia y la plena capacidad para la rectoría de la sociedad.  

   Más o menos equidistantes de esas dos posturas encontradas, los socialistas no autoritarios, los socialdemócratas progresistas y los liberales sociales no nihilistas (intentando preservar las virtudes del Estado sin asumir sus muchas y conocidas aberraciones) se decantan por defender la vieja “formulita” de los “revisionistas” marxistas alemanes de fines del siglo XIX y principios del XX que luego también adoptarían los democratacristianos europeos de postguerra: “tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario”.  

   Por supuesto, como queda insinuado, esas concepciones sobre el Estado tienen sus “gemelas no idénticas” en el particular terreno de la porfía sobre los modelos económicos: las que se refieren, en tanto alter ego de las primeras, al papel del mercado en la comunidad humana y, particularmente, a su relación de “jerarquía” fáctico-moral con aquel desde el punto de vista de la buena administración política y de la producción y la distribución de la riqueza social.  

   Como se sabe, en el campo supramencionado se dan otras singularidades: los más devotos defensores de las virtudes absolutas del mercado son los liberales clásicos ortodoxos y los conservadores de reciente cuño mal denominados neoliberales (porque asumen partes puntuales del discurso libertario de factura estadounidense), y sus más intensos detractores siguen siendo los comunistas, los neofascistas, los socialistas autoritarios y los grupos fundamentalistas del Estado legatarios del militarismo y el “bonapartismo progresista”.  

   La verdad es que el argumento liberal-capitalista de que sólo la economía de mercado ha garantizado históricamente la creación de riqueza individual y social (y, por lo tanto, crecimiento, desarrollo, prosperidad y bienestar), si bien es comprobable y defendible en términos muy generales y bajo determinadas condiciones de coyuntura epocal, no deja de tener sus bemoles tanto a la luz de la experiencia acumulada en el pasado como de la situación actual de la humanidad.  

   Y no se habla aquí únicamente de la estela de desigualdad, pobreza y exclusión que ha dejado tras de sí la economía de mercado (tan enrostrable y patente porque es una situación historiada y visible en por lo menos los últimos tres siglos, y porque fue causa determinante de los movimientos contestatarios que formaron en su momento los radicales sociales, los socialistas, los anarquistas, los comunistas, los socialcristianos, etcétera), sino de otra realidad registrada y tangible: si vamos a juzgar los modelos económicos por su capacidad de creación de riquezas y la rentabilidad individual o corporativa que acusan, entonces el mejor de ellos es el de la esclavitud, no el de mercado libre.  

   ¿Leyeron bien? En la línea de razonamiento aludida, aquel argumento deviene ética y culturalmente cuestionable, pues resulta muy difícil discutir eso: el modelo de producción esclavista (como quedó patente en las épocas de esplendor de los Estados antiguos de Egipto o Roma, del Haití de los siglos XVII y XVIII o de los Estados Unidos de América) ha sido históricamente el más “eficiente” y “rentable” desde el punto de vista de la creación de riqueza individual y social.  

   Y la razón de ello no es mágica ni de origen divino: simplemente la fuerza de trabajo (el ser humano) y, por lo tanto, también sus instrumentales y sus fuentes (racionalidad, ambientación laboral, utensilios, equipos, materia prima, etcétera) tenían un valor insignificante en el costo de producción de los bienes y servicios, y las ganancias no solo eran enormes para los propietarios de medios y esclavos sino también acumulativas y diversificadas.  

   ¿Leyeron otra vez bien? El parecido con la realidad del desarrollo de la economía de mercado en los tres últimos siglos, especialmente en lo concerniente a las grandes utilidades y su acumulación en pocas manos, no es casualidad, y en muchos sentidos se trata de algo que se configura a partir de una explosiva combinación: la propiedad privada con poca o ninguna regulación y la natural y a veces irrefrenable codicia humana. Por otra parte, hay que notar también la similitud con el valor actual de la fuerza de trabajo en el modelo de mercado neoliberal, aperturista y globalizado.  

   Naturalmente, el Estado, como es de conocimiento general, tampoco ha sido el “ángel más bello” de la Historia: desde su nacimiento, como dijera un gran alemán ya casi olvidado, “ha chorreado sangre” por todos los lados, y en nuestros días si bien ha sido unas veces fuente de equilibrio humano, garante del orden institucional y hasta promotor de la reivindicación social, en otras ha sido maquinaria generadora de monstruosidades de lesa humanidad, daga descuartizadora de la libertad, retranca para la iniciativa individual o vehículo de la opresión.  

   Más aún: el nunca bien alabado Estado, al margen de sus sobrenombres o caretas ideológicas, ha sido fuente casi eterna de corrupción o descomposición moral, y cuando se ha visto amenazado por quienes plantean su liquidación se ha convertido en maná de manipulaciones, opacidades y distorsiones institucionales de todo pelambre. Esta naturaleza infecta y opresora del Estado ya fue denunciada por los anarquistas en el siglo XIX, y su replanteamiento por parte de libertarios y “objetivistas” no ha podido ser evadida ni siquiera en los análisis más generosos de los politólogos y los filósofos cratológicos de la modernidad y la postmodernidad.     

   En otras palabras: al fin y al cabo, al considerar la cuestión de si el Estado debe ser un simple árbitro en la sociedad (como sugieren sus detractores, casi siempre desde la perspectiva del libre comercio) o un actor con poderes de intervención (como plantean sus defensores, casi siempre desde la óptica del partidarismo ideológico), no se puede desconocer que el devenir histórico nos muestra ejemplos al granel de arbitrariedades, inhumanidades, miserias, perversidades y aplastamientos de la libertad provenientes tanto de aquel como del mercado, y sí hemos de ser honestos no sabríamos decir en la actualidad cuál de los dos es realmente el Leviatán sobre el que nos advertía Hobbes.   

   Ciertamente, y aunque aparente una majadería, hay que reiterar lo obvio: la humanidad ha conocido hasta hoy un sinfín de modelos del Estado, en una incesante y casi planetaria sucesión de prevalencia alternativa del intervencionismo y el libre comercio, y todos conocemos los resultados: el primero, cuando tiende al absolutismo frente al mercado, degenera en tiranía y engendra empobrecimiento y miseria; y el segundo, cuando se hace fundamentalista de cara al Estado, degenera en plutocracia y engendra inequidad y hambruna.    

   La discusión, valga la insistencia final, puede continuar dando origen a sesudas y airadas controversias, pero si hay algo que la experiencia muestra inequívocamente es que lo que mejor ha funcionado en la sociedad humana a lo largo de toda su existencia es la ya mencionada “formulita” socialdemócrata: en unas coyunturas es conveniente darle riendas sueltas al mercado, pero en otras hay que recurrir a la firme intervención del Estado… Y es que la Historia -el recordatorio puede lucir necio, pero es indispensable- no parece tener un desarrollo lineal sino en espiral ascendente y, sobre todo, cíclico. 

lrdecampsr@hotmail.com 

JPM

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Luisa
Luisa
3 Años hace

Bien está ese artículo Dr. Decamps

Luis de New York
Luis de New York
3 Años hace

Dr. Luis. Buen articulo. Para mi, usted describe el estado capitalista y sus consecuencias.

kid funy
kid funy
3 Años hace

Eso es una falsa dicotomia, el estado, como representacion del poder del puelblo, puede ser las dos cosas.