Cuento: el robo de la becerra pinta

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santiago de los Caballeros.

 

Aquel día don Manuel Montenegro se había levantado, como siempre, a las seis de la mañana. Según él contaba se había echado en la cama a dormir más temprano de lo habitual. A pesar de ello toda la noche no pudo conciliar el sueño debido a que se había acostado con una mortificación en su mente.

Su vecino, Ruperto Montoya, le había informado hacia unos días que unos cuatreros le habían robado una vaca de las cinco que tenía encerradas en su corral a manera de protegerlas del vandalismo. A todo esto don Manuel le pregunta a su vecino:

—Dígame Rupeito, ¿usted le dio paite inmediatamente ai aicaide pedáneo sobre el robo?

—Don Manuei, uté mejoi que yo sabe, poique usted fue aicaide una vé de eta seición, que lo tiempo ya no son lo de ante, que la autoridá en eto campo tan apaitado era repetada y lo jefe en lo pueblo le oían su queja. Ahora un aicaide pedáneo no tiene la mima autoridad —contesta Ruperto mostrando en su rostro un gran pesar.

—Uté tiene razón Rupeito, etamo viviendo una época de irrepeto casi totai, poique la mima autoridá no se repeta a sí mima.

En ese instante se les acerca Jacinta, la mujer de don Manuel, a ambos hombres con sendos jarros de aluminio en sus manos conteniendo un sabroso y humoso café y les dice la mujer a éstos: «Le he traío café pa que se animen tempranito». Y los dos campesinos continúan hablando mientras se toman un sorbo de café del bueno preparado por doña Jacinta.

Después de un trago de café le dice don Manuel a su amigo Ruperto:

—Mire, Rupeito, despué que uté me dio la noticia sobre ei robo que le hicieron a uté de esa vaca tan buena y la cuai daba mucha leche, la cuai se había conveitío en la envidia de eto sitios entre lo que tenemo una cuanta rese, yo apena he podío pegai lo sojo de noche —contó don Manuel temeroso por lo que le pudiera pasar a su pequeño número de ganado—. Pero, dígame una cosa Rupeito, andan uno rumore poi eto camino de Dios que dicen que lo ladrone son gente dique conocía que viven dei otro lao de la loma que le dicen Pelo Duro. ¿Qué uté dice sobre la veidad de eso rumore? ¿Uté cree que pudieran sei cieito o son asunto pa’ jablai malo de lo guaidia?

—Bueno, don Manuei, a mí me dijeron otra cosa pioi.

—¿Qué le dijeron a uté Rupeito?

—A sigún Pedrito, ei de la difunta Romana, ¿uté lo conoce?

—Sí ombe, ¡cómo no va uté a conocei ai jijo de la difunta Ramona, la comadrona!

—¡Ya recueido! —responde don Manuel a manera de que la historia que le está marrando Ruperto no se detenga.

—Pué bien, como le iba diciendo, ai muchacho ese le dijieron que vieron una noche a uno hombre vetío de guaidia, con rifle, en una camioneta pintá de veide olivo, que llevaban un pai de rese mueita tirá en el piso de la máquina. ¡Pero a mí no me lo crea! —explicó en voz baja como temiendo que alguien más le oyera.

—¿Sera veidá que eso guaidia se ponen a robai vaca? —pregunta don Manuel como quien no quiere creer el rumor. Y seguidamente le viene a su memoria un hecho pasado: Una ve comenzaron a robai rese poi la loma La Quebrá, donde hay una gente que tiene una cuanta rese muy buena, y se decubrió que no eran guaidia quiene robaban sino uno bandido que venían dei pueblo ceicano a hacei su fechoría.

Don Manuel continuó narrando la historia:

Sin embaigo, yo le voy a decí a uté una cosa Rupeito, si uté se pecha con ei tai Pedrito, dígale que si él no quiere amanecei con la boca llena de moca que no se atreva a jablai eso con naide, que si poi mano ei diablo ese generai prieto y feo que etá de pueto en la foitaleza oye decí una cosa iguai ¡Jesú María santísima!

A cuya preocupación  el amigo Ruperto le contesta:

—Eso mimo he pensao yo don Manuei decile a Pedrito. Ademá, su mai era una mujei muy seiviciai con todo. Uté sabe, don Manuei, má que naide como andan lo chivato poi toa paite y ese muchacho es muy trabajadoi, jijo de una mujei como era la difunta Ramona, quien era la comadrona de poi to eto lao. Cuando me peche con ei muchacho le diré que no repita eso a naide ma. Cuente con mi palabra. De que se lo digo se lo digo.

Después de toda la conversación, rumores y advertencias, don Manuel, queriendo despedirse de su amigo le dice: «Bueno, Rupeito emo jablao mucho hoy. Yo voy a tenei que i a echaile un ojo a mi ganao y de paso le daré de bebei en el arroyo y luego lo trancaré en ei corrai, poique no quisiera yo que me robaran la pinta. Gracia Rupeito. Ah i recuéidese lo que le dije, aconséjele ai jijo de la difunta Ramona que evite mencionai nada de lo que vio a naide».

El pobre don Manuel se marcha cabizbajo, se sube sobre el lomo de su mulo y coge todo el trillo del camino muy pensativo sobre lo que había oído y moviendo su cachimbo de un lado a otro de su boca llega a su rancho y saluda a Jacinta, su mujer, y seguidamente la aborda: «Tengo pa’ decite Jacinta que la situación se ha pueto tan peligrosa en la Ila de la Herejía que to su campo se han conveitío en lugare inseguro, tanto pa’ viví como pa’ quiene tenemo aiguito de valoi que peidei». A lo que Jacinta le responde: «Yo te he vivío diciendo Manuei y tú no me quiere hacei caso, que te deje de salí de noche a vigilai esa rese, poique uno de esto día eso cuatrero te van a dai un suto y yo no quisiera vei ese día».

Y Jacinta continuó repitiendo sus sermones: «Y mira, yo no quisiera que te pasara nada, poique yo conoco a ese jijo tuyo, e un hombre endiablao, igualito a como era mi papá», dijo ella como mujer precavida y de mucho coraje. A lo que don Manuel le responde: “Jacinta, ¡tú con tu cosa otra ve! Ahora yo te digo, y si yo no cuido mi pequeño ganaito, ei cuai he levantao con mucho efueizo y grande sacrificio ¿quién me lo va a cuidai? Ademá, acuéidate una cosa, nuetro jijo Juancito, que se fue a viví a Nueva Yoi, tiene uno chelito metío en esa rese. Tu sabe, tanto como yo, que ere su mai, que ese muchacho es un hombre de campo que siempre soñó con tenei su propio ganaito», le recordó don Manuel a su esposa.

Jacinta le contesta inmediatamente: «Yo le dije a ese muchacho ante de ise a viví a lo paíse que ahorrara para que compráramo una casa bien bonita en la ciudad y que no fuéramo de este campo lleno de miseria y de gente que se han vueito tan peiveisa y sinveigüenza», dijo ella muy afligida y con rostro de frustración.

Al siguiente día don Manuel se encuentra en el camino con Ruperto y éste último le dice angustiado, con el corazón que le quiere subir casi a la boca:

—Manuei, qué bueno que me peché contigo en ei camino. Anoche le robaron cinco vaca de la mejore que tenía don Julián, ei viejo aito y caivo, ei marío de la vieja Pura, que vive en la casona que queda como quien va pai río —dijo lleno de espanto.

—Anoche mimo, después que tú te fuite, le hablé a mi mujei Jacinta sobre lo difíci que se ha puesto viví en eto campo y me dijo que debiéramo ir pensando en mudaino pai pueblo.

—Mira Manuei, ei problema e que tampoco en ei pueblo se puede viví, allá en la ciudad etán matando la gente jata por un choquecito pendejo y por un celulai te matan.

Don Manuel, mostrando gran preocupación por lo que está sucediendo, le pregunta a su amigo:

—Entonce, Rupeito, ¿qué va hacei la gente buena de eta ila con tanto ladrone disfrazao de mansa oveja?

—Manuei, te he dicho otra vece que a esta ila tiene que vení aiguien ai Gobieino que ponga en cintura la delincuencia.

—Rupeito, pero es que tó lo que pudieran arreglai la situación de intranquilidad y de inseguridad que se etá viviendo aquí no le interesa amarraise lo cinturone poique piensan que si aprietan la delincuencia y ei robo se van a quemai políticamente y prefieren hacei como el avetrú. ¡Tú ve que pendejá esa! É que aquí ya no quedan hombre —exclamó con voz de frustración.

Y continuó diciendo don Manuel a su amigo Ruperto:

—Yo le dije a mi hijo, quien vive en Boton, que cuando se hiciera ciudadano me pidiera a mí y a su mai Jacinta poique ya nojotro con poca cosas vivimo en cuaiquiei lugai” —expresó con cara malestar.

—Yo no me voy de aquí ni aunque me maten. El pleito tenemo que echailo aquí, poique eta ila no é de esto político vagabundo, sin palabra y sin ningún valoi pa’ cambiai el desatre que ello mismo han creado —responde Ruperto con firmeza.

—Mira, Rupeito, tú y yo ya somo viejo, pero te cuento que lo que etamo viendo hoy día ni uté ni yo lo hemo pasao nunca. ¿Veidad Rupeito? Lo malo dei caso é que no tenemo otro camino, poique tó eso político son una mima cosa. Creo que solo Dio podría saivaino.

Ruperto, al ver el rostro desilusionado de don Manuel le señala prontamente, como queriendo animarle:

—Entiendo su posición, poique uté ha sío un hombre apegao a bueno principio y un hombre de autoridá. Pero uté se levanta toa la noche a vigilai esa vaquita para que no se la roben, regoso que una mala noche lo maten eso cuatrero. Ademá, oiga lo pioi don Manuei que etá pasando aquí. Uté va y repoita eso cuatrero y a lo mejoi se topa uté con ello mismo en la foitaleza o en ei cuaitei. Lo pioi dei caso é que quien podría teiminai finaimente preso sea uté y no ei ladrón.

Don Manuel y su amigo Ruperto representan el caso típico del hombre honesto que quiere seguir viviendo en la Isla de las Herejías, sin embargo el malestar en los campos y en las ciudades es tan grave y la permisividad de las autoridades ha llegado a un grado tan insoportable y perverso que llegará el momento que a falta de hombres responsables capaces de gobernar y poner a todo el mundo en cintura, habrá que dejarle la isla a ellos solos para que la ambición de poder y de dinero los lleve a matarse los unos a los otros.

Temerosos de perder alguna de su pequeño rebaño, en una ocasión don Manuel reúne un grupo de campesinos amigos, entre quienes estaba Ruperto, y se arman de escopetas y palos de guayaba y de cambrón y deciden ponerse al asecho para tratar de atrapar a los cuatreros para acabar con el abigeato.

Sucedió que durante varias noches los cuatreros no vinieron a robar reses, por lo que don Manuel y los demás campesinos pensaron erróneamente que los ladrones habían desistido de robar ganado en el lugar o se fueron para otro paraje a robar.

El hijo de don Manuel, antes de irse para los Estados Unidos, había visto nacer una hermosa becerrita a quien le puso por nombre «La Pintica». Cuando se fue le rogó a su papá que se la cuidara bien para cuando el regresara de vacaciones.

Juancho, el hijo de don Manuel y de Jacinta, siempre llamaba por teléfono y lo primero que hacia era preguntar por La Pinta.

Don Manuel y su esposa Jacinta se desvivían por la becerrita, hasta que una tarde don Manuel había decidido ir al pueblo a comprar alimento para ganado y su esposa Jacinta había bajado al río a lavar unas cuantas remúas que estaban sucias. La casa y las reses, entre las que estaba La Pinta, habían quedado al cuido de un vecino.

—¡Don José!¡Don José!¿Uté me oye don José? —vocea Jacinta.

Don José le responde desde su conuco:

—¡Sí, le oigo, comadre Jacinta! Dígame, ¿qué se le ofrece?

—Adió, que voy a bajai ai río un momentico a lavai eta remúa, poi lo que le pido, poi favoi, que me le eche un ojo a la casa y ai corrai donde etán la vaca, que Manuei subió ai pueblo.

—Váyase tranquila comai que yo le echaré un ojo a la propiedá. ¡Cuídese en ese río!

Cuando don Manuel regresa de su diligencia en el pueblo se encuentra que a La Pinta se la habían robado del corral. A todo esto, don Manuel le pregunta a Jacinta, un tanto nervioso y preocupado:

—¿Y tú Jacinta, dónde andaba que no te dite cuenta que se habían llevao a La Pinta?

—Manuei yo bajé ai río a lavai una ropa sucia que tenía y le había dicho al compai don José, que estaba en su conuco, que me le echara el ojo a la casa y ai corrai y parece que éi no se dio cuenta y se robán precisamente La Pinta —responde Jacinta con sus ojos llorosos.

Y Jacinta, angustiada, le dice a su esposo:

—Y ahora Manuei, ¿qué le diremo a nuetro jijo? Yo me etoy voiviendo loca.

Don Manuel, nervioso y furioso por el robo, se dirige a la fortaleza con un grupo de campesinos amigos suyos a reportar el robo de La Pinta. Cuando llegan a la casa de guardia pide hablar con el general, a lo que el militar de servicio, un hombre de color negro y aspecto tosco, le contesta con autoridad: «Espere aquí un momento, que veré si el general Lemba puede venir a hablar con ustedes».

El militar regresa de la oficina del general y dirigiéndose a don Manuel y los demás amigos le dice en tono desdeñoso:

—Que dice el general Lemba que no los puede recibir en este mimo momento polque está saboreando junto con tres comerciantes y dos periodistas una calnita de una becerra pinta nuevecita que le trajeron anoche en pie de regalo unos amigos.

—Pué dele uté ete mensaje a su generai: Dígale que don Manuei, ei dueño de la vaca robá que se etá comiendo en ete momento, epera en Dio que la caine de la becerrita Pinta le haga i a la letrina jata que se vaya en mieida por tre día corrío y namá lo puedan reconocei por su insinia. ¡É cuanto!

jpm

 

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