Andrés L. Mateo o el saxofón de Billi Swan

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No hay más perjudicial para un escritor que bajar un escalón del andamio del idioma. Por ahí dijo alguna vez Ernesto Sabat al escritor se le supone guía de su aldea. La gente asume que el escritor es poseedor del más depurado manejo de la palabra. Este ya extenso preámbulo viene precedido de una profunda preocupación. Y es que no puedo aferrarme al silencio ni ser parte de la complicidad. Muchos menos apartarme un ápice cuando existe una flagrante ofensa a nuestra lengua y luego esas mismas ofensas sirvan para enarbolar una corriente ya afianzada: menosprecio al trabajo de aquellos escritores que residen en el exterior. Naturalmente, salvo aquellos escritores que viven fuera y forman parte de esa nómina de reconocimientos del gobierno del dominicano. He leído y seguido con pesar un debate ya endémico y hasta repetido. Un debate que raya en notable desprecio a todo aquel que por alguna razón ha tenido que salir del país: me refiero al dominicano que vive, se adapta o rechaza otras culturas y que pasa largas temporadas inmerso en ese río migratorio que es hoy la humidad. Ese ser convicto de la huida y el abandono, y condenado a un estado de escapismo, es víctima de un visceral rechazo. Y algo más peor: un leproso satanizado que no tiene por qué volver a ser parte de su país de origen. Como si la aldea se revistiese de ese temor patético que impide que desde la altura se arrojase cierta luz. Yo, como otros tantos, conozco lo que es haber vivido en la gruesa membrana de una aldea. Y quizás ahora la clepsidra del tiempo y los designios del destino, me hayan permitido visualizar que aquello que supuse en Aldea pasa ahora a ser una maléfica Alcadia de falsos profetas. Sí, es preocupante que desde esa misma Alcadia siga destilándose ese odio, ese rechazo a las raíces de un mismo árbol. Imagine el lector que por ahí entre las redes aparezca algún escritor que disponga de su propio tribunal para juzgar y hasta despreciar a esos inmigrados que el destino los lleva a otras tierras… No obstante, lo más preocupante es que este síndrome ya forma parte de una anquilosada sinfonía. Se manifiesta como un lastimoso drama que a su vez encuentra la espada de algún escritor o intelectual que disfruta su especie de poda. Y luego estos acordes, los convierte en tala de lo que él supone un bosque repleto de tales malezas; allí, es preocuparte que existan los esfuerzos de un hombre culto, ya sea ese mismo escritor o un intelectual, dispuesto a construir o levantar un pecaminoso muro entre ciudadanos que viven en su país y otros condenados a un palmario rechazo. Por alguna hendija llega una frase de Oscar Wilde: «nada es más nocivo para el talento que el odio». Más yo estoy consciente que pertenezco a una nación ya condenada al más generalizado desprecio. Una sociedad donde no prevalece una opinión adversa a esos dioses errantes que se atribuyen la más curiosa paternidad de falsas ideas. Es que los dominicanos no estamos preparados para vivir bajo el sol de mediodía. Ni bajo la crítica adversa que concita el más depurado ejercicio del espíritu. Nuestras diferencias conceptuales son alicientes de primer orden para destratar, para denostar sin ver la bella hora del crepúsculo. Justo allí podríamos degustar los seductores encantos del idioma; allí, el horizonte separa los tintes purpuras de la razón ajena. Como si olvidásemos que por obsequio de los dioses tuvimos a Pedro Henríquez Ureña: «Donde termina la gramática comienza el arte». Hasta parecería que su ausencia haría de nosotros hombres de eventos: jamás hombres edificados en el más simple discernimiento. Y por eso acudimos desde los insultos hasta degradar el instrumento vital del hombre: el idioma. De ahí que nuestra sociedad se sienta frustrada cuando un escritor baja un simple peldaño del elegante andamio del idioma. Jamás ese escritor podría llenar ese Vacío del espíritu que tanto auspiciaba los tormentos del célebre autor de El mar de la fertilidad, Yukio Mishima: «una ciega y malsana fe en las palabras, lo cual es, en efecto, un peligro para todo escritor». En medio de este drama tan cotidiano como el sol, saltó de mi memoria Billy Swan, aquel saxofonista y a la vez personaje de la novela «El último invierno en Lisboa», de la autoría de mi amigo Antonio Muñoz Molina. Por ahí en algún párrafo Swan dispara uno de sus apocalípticos axiomas: «Todo hombre con decencia termina por detestar el país donde nació y huye de él sacudiéndose el polvo de las sandalias». No puedo seguir sin ante decirles que dibujo en todo su esplendor al escritor José Carvajal en alguna callejuela de Londres. Justo a la salida del estadio de Liverpoor, José fue rodeado por los ya famosos jooligans de Inglaterra… Los alegatos fueron varios pero la policía londinense provocó un título de portada en el Daily Miror: «José Carvajal afina el saxofón de Billi Swan». Por mi parte tengo que acudir a uno de nuestros clásicos contemporáneos que por divina providencia aún está entre nosotros, destacado novelista de «La otra Penélope,» mi amigo Andrés L. Mateo en unos de sus ensayos «Al filo de Dominicanidad»: «La palabra es sustancia viva del alma». Y, finalmente, José: ¿tú afinas el saxofón de Billi Swan o te adhieres a la frase de Andrés?

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