Suicidios y deudas impagables afectan taxistas de Nueva York
NUEVA YORK.- Los taxis de la ciudad de Nueva York llegaron a ser tan importantes que las guías de turismo incluían una sección sobre ellos. Había reglas para hacerle señas a uno (sólo la luz central de la insignia en el techo debía estar iluminada: entonces se podía agitar un brazo), para viajar (no más de cuatro pasajeros), para dejar propinas (nunca, pero nunca menos del 10%). Y buena suerte en días de lluvia, porque la cantidad de vehículos autorizados casi no cambió desde 1937, cuando eran 13.585: en 2019 hay sólo dos más.
Entonces llegó Uber, que podía poner en la calle una ilimitada cantidad de vehículos, bajaba las tarifas y hasta desalentaba las propinas.
La historia de casi 100 años de los automóviles amarillos que identificaban a la ciudad dio un giro abrupto. “Un taxista experto que se enorgullecía de conocer hasta el último detalle de las calles de la ciudad hoy compite con decenas de miles de novatos, algunos de los cuales acaso manejan como un complemento de ingresos de medio tiempo”, explicó Wired.
Hubo protestas, algo normal. Pero de pronto sucedió algo inesperado.
Comenzó una ola de suicidios de taxistas. Sólo en 2018 se contabilizaron nueve.
Porque, incluso en la desgracia, el yellow cab tiene rasgos únicos en el mundo. Sus permisos, llamados medallion (insignia), fueron el centro de una burbuja parecida a la de las hipotecas que estalló en 2008: su valor llegó a rondar el millón de dólares (uno se subastó a USD 1,3 millones en 2013) y se crearon créditos a 30 años para pagarlos. La revolución de las apps redujo ese precio a menos de USD 200.000 (en una subasta de 2018 no superaron los USD 117.000).
Para los taxistas que son dueños de su auto y su medallion, 3.423 trabajadores independientes según cifras del sindicato que los reúne, cumplir con las cuotas mensuales se volvió imposible, por el desplome de sus ingresos. Y la venta del medallion no llega a cubrir la deuda. Para las empresas que poseen grandes flotas, como la de Gene Friedman, la salida es más fácil: declarar la bancarrota, explicó la Fundación para la Educación Económica. En el caso de los individuos, en cambio, la garantía es la casa del taxista y su familia: primero viene la ejecución inmobiliaria.
Las edades de los suicidas iban de 51 a 65 años: un momento en el cual, luego de haber trabajado toda la vida, una persona no sólo pierde el sentido de orgullo íntimo por lo que hace, analizó The New York Times, sino que también enfrenta la imposibilidad de retirarse, e incluso de tener un techo para sí mismo y su familia.
La caída fue vertiginosa, en cinco años. El ingreso promedio de un yellow cab cuyo dueño lo manejara, sin empleado, durante 10 horas de cinco días de la semana, era de USD 14.500 por mes en 2013; en 2018, con 12 horas durante los siete días, era de USD 10.200, reseñó Daily News. Si en 2013 hacían 445.000 viajes por día, en 2018 hacían menos de 300.000, mientras que Uber y Lyft sumaban 490.000.
En otra nota el Times analizó el destino de los USD 11.845 mensuales que obtiene Mohammed Hoque, un taxista endeudado, quien vive con su esposa y su hijo en un monoambiente rentado en Queens. El rubro principal es el pago de los dos créditos que necesitó para comprar el medallion: USD 4.114 y USD 881. Luego vienen otros gastos necesarios para manejar su taxi: pago de la cuota del vehículo, USD 650; seguro, USD 1.200; mantenimiento, USD 1.300; gasolina, USD 1.500; otros gastos vinculados a la explotación del taxi, USD 800. Le quedan, como ingresos, USD 1.400. Y todavía no ha pagado los impuestos.
Él está atrapado en “una vida inhumana”, pero la conserva. Otros, como Nicanor Ochisor, Yu Mein Chow o Doug Schifter, decidieron terminar las suyas.
En 2018, con regularidad indeseada, los taxistas se reunieron frente al ayuntamiento de la ciudad de Nueva York. En una ocasión llevaron dos pequeños ataúdes simbólicos; pronto regresaron con cuatro. Cada vez gritaron las mismas consignas: “Limiten la avaricia de Uber”, “Dejen de esclavizarnos”, “Nos están matando”.
En su investigación de 10 meses, 450 entrevistas y los registros de todas las ventas de medallions desde 1995, el Times halló que no fue sólo la irrupción desregulada de Uber y demás lo que causó la deuda total de entre USD 1.800 millones y USD 2.700 millones que pesa sobre los taxis de Nueva York: hubo una burbuja, causada por la combinación de crédito disponible, solicitantes ansiosos (en su mayoría, inmigrantes que querían empezar una nueva vida) y “la atracción de un activo escaso”, que “facilitó que los precios se disparasen muy por encima de lo que las insignias valían”.
Entre 2002 y 2014, el valor pasó de USD 200.000 a USD 1 millón; unos 4.000 individuos compraron permisos en esos tiempos, casi la misma cifra de los que hoy están desesperados.
El periódico halló “un ejemplo tras otro de conductores atrapados en créditos abusivos, incluidos cientos que firmaron préstamos de interés solo, que demandan pagos exorbitantes de costos agregados, en los que cedían sus derechos legales y entregaban casi todos sus ingresos mensuales indefinidamente”. Citó a Haywood Miller, un especialista en créditos consultado tanto por acreedores como por deudores: “La cosa parecía una pirámide, porque dependía completamente del alza del valor”, dijo. Como problema adicional señaló que quien se endeudaba “era quizá alguien que no hablaba inglés” y no entendía el léxico impenetrable de los contratos financieros.
Entre otras irregularidades, de manera muy similar a lo que pasó con las hipotecas sub-prime, los bancos aceptaron prestatarios que no tenían ingresos suficientes, como destacó la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, quien suele ocuparse de la cuestión e impulsa un rescate financiero (aunque no ha dado detalles de cómo sería): “Se otorgaron créditos de un millón de dólares a taxistas que sólo ganaban USD 30.000 al año”, ilustró.
En junio, según The New York Post, el alcalde Bill de Blasio inició una revisión de ese sistema de préstamos, presionado por los suicidios, las bancarrotas y legisladores locales, como Mark Levine, que impulsan una refinanciación a cargo de la ciudad, que en definitiva fue la que se benefició con el aumento de los precios de las licencias: “De 2004 a 2012, Nueva York ganó USD 850 millones por las ventas de estas insignias», dijo Bhairavi Desai, de la Alianza de Trabajadores del Taxi de Nueva York. Fueron los años de Michael Bloomberg como alcalde.
Cuando De Blasio asumió, en 2014, se ofrecieron 200 permisos, que se subastaron hasta por USD 965.000. Pero ya el impacto de los viajes compartidos se acumulaba. En lugar de seguir vendiendo medallions, como Bloomberg, que llegó a 1.260, el actual alcalde frenó los procesos.
Un sondeo del ayuntamiento, realizado sobre 300 taxistas, encontró que la deuda promedio era de USD 500.000, mucho más de lo que hoy vale un medallion; sus pagos mensuales promedio oscilan entre USD 2.500 y USD 4.000. Pero aunque De Blasio dijo que su gobierno hizo y hará más para ayudar a los taxistas, no quiere pagar la cuenta de refinanciar. Después de todo, son menos de 4.000 individuos, mientras que del otro lado de la presión por el transporte están grandes empresas tecnológicas como Uber y Lyft.
De 105 automóviles con los que comenzó en 2011, hoy Uber tiene más de 47.000 vehículos en la ciudad de Nueva York, algunos de los cuales son parte de los 63.000 autorizados como city cars, una alternativa al taxi amarillo, que normalmente son de color negro. La empresa está molesta porque desde 2019 De Blasio le cobra USD 2,75 por cualquier viaje al sur de la calle 96 en Manhattan, contra USD 2,50 que pagan los yellow cab. Pero los taxistas también protestaron por este costo adicional: ¿no habían pagado ya su permiso costosísimo?
Desde que el 5 de febrero de 2018, poco después de la salida del sol, Doug Schifter detuvo su taxi negro frente al Ayuntamiento, se llevó un arma a la cara y disparó, la estadística de suicidios entre los taxistas de Nueva York comenzó a cambiar. Actualmente es de 88 por cada 100.000, lo cual multiplica por 10 la de los habitantes de la ciudad en general, informó City and State NY.
(La “revolución” para los viajeros que promovía Uber no sólo afectaba a los inversores, que seguían y siguen sin ver ganancias, sino también a los conductores. En su última publicación en redes sociales Schifter escribió: “A las empresas no les importa cuánto abusan de nosotros para que sus ejecutivos obtengan sus bonos. Debido a la enorme cantidad de vehículos disponibles con conductores desesperados que tratan de alimentar a sus familias, aplastan las tarifas por debajo de los costos operativos y obligan a que los profesionales como yo perdamos nuestro negocio. Ellos cuentan su dinero y a nosotros nos empujan a las calles en las que manejamos, donde nos quedamos sin techo y con hambre. No voy a ser un esclavo que trabaja por monedas. Prefiero morir”.
Antes de suicidarse, había estado trabajando más de 100 horas por semana, contó, y apenas podía sobrevivir con eso: más del doble de las 40 horas que trabajaba en la década de 1980 y le permitían ingresos normales. Se había quedado sin seguro médico, por no poder pagarlo. Los intereses de sus tarjetas de crédito, que tenía que usar para gastos cotidianos, eran una bola de nieve. Había contado todo eso en una publicación para conductores, Black Car News, y a su editor, Neil Weiss, le había mandado un mensaje a las 5:25 de la mañana, antes de pegarse un tiro: “Haz que valga la pena”.