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Ligeros de equipaje
Cuando nos despedimos de este plano, son otros los que vienen a curcutear en nuestras cosas. “Esto se guarda, esto es basura, yo quiero conservar esto, quién quiere esto”. Entre lágrimas y risas se escuchan frases como: “! Ah los viejos que conservan disparates!”. Las fotos se reparten, las de desconocidos van al cesto junto con los recordatorios y las postalitas de bautizos, tarjetas de felicitación; etc.
Mi abuela atesoraba los recordatorios de difuntos con el sentimiento del último recuerdo, por la última foto de los que les precedieron en la partida. Son esas cosas que formaron parte de nuestro paso por la vida. Nunca olvido el día en que sentados todos a la mesa del comedor de la tía Victoria, deshicimos los álbumes de fotos de la abuela: allí había fotos mías y de toda la familia que me llenaron de profunda nostalgia.
Tras casarme la primera vez siempre anduve ligera de equipaje pues con la policía pisándonos los talones, las circunstancias no eran para menos. Aun así, nunca he sido devota de acumular cosas y siempre estoy clareando los espacios. Lo que se guarda demasiado tiempo sin usar es porque no se necesita y a otros puede serles útil. Pero ayer, buscando un segundo juego de llaves, abrí un closet y volví a eliminar cosas, quizás hasta motivada por la conversación que, entre chistes y verdades, entablamos el colega Santiago Estrella Veloz y nuestros contactos en Facebook.
Él comentaba si debía considerarse viejo o anciano; sobre cómo nos sentíamos; que si la juventud o la vejez son estados mentales; etc. (Pensamientos o preocupaciones que nos indican que sí, que ya estamos doblando por “La curvita de la Paraguay”) Y cuando piensas que estás transitando la última etapa de tu vida puedes inyectarle vitalidad y entusiasmo a tu cuerpo y espíritu, o caer en profundas depresiones.
Yo me esfuerzo siempre en optar por lo primero porque si hay algo a lo que no le temo, por mi fe y porque la conozco de cerca, es a la muerte. Lo que siempre me pregunto y me motiva es cuán allanados estoy dejando los caminos por donde transitarán los que no se irán conmigo en ese viaje.
Pues bien, algo viejo que encontré ayer y no sé por qué carajo no boté (bueno, quizás para dejarles tema de asombro a mis hijos) fue el carnet mediante el cual la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos y Radiofonía, me autoriza “para actuar en el país como Locutor de la Radio y del Teatro Nacional, comprobándose que la misma reúne las cualidades necesarias para tal tarea”. Las firmas son del presidente y la secretaria de la Comisión, Dr. Féliz M. Benzo y Margarita Rodríguez; respectivamente.
Con caratula dura de cartulina azul oscuro y letras en pan de oro por fuera, dice adentro en media cuartilla de papel doblada en cuatro, que soy: Casada, con 24 años de edad; 5.6 de estatura; color Indio, cabellos castaños y 110 libras de peso; residente en Dr. Báez 21, Gazcue (Ahí vivía mi hermana Carmen Peña de Batlle, recuerden que no podía dar, o no tenía, dirección propia fija) La fecha de este carnet es 28 de Enero de 1970, a nombre de Elsa de Jesús Peña N. de Hernández. (La foto, ya la subiré un día de estos a Facebook)
¿Y saben qué? Aunque tengo ocasionales días grises por heridas aún no cerradas, curcutear en los recuerdos y pensar en los años que nos quedan por vivir, le ha inyectado a este día un ímpetu vital y fresco, como cuando sales del gimnasio. Saber que a mis 70 ya dejé de ser “vieja” me conmina a vivir intensamente; a entrar con alegría en el corredor de los “ancianos” a sabiendas de que “Its Now Or Never”.
Y con la satisfacción de poder decir como Neruda— ¡eso sí, dentro de varios años!–: “Confieso que he vivido.”