La Sociedad de las máscaras
Así como Mario Vargas Llosa –escritor y vitrina intelectual- escribió su valioso ensayo“La sociedad del espectáculo” para radiografiar una posmodernidad que nos lleva, a veces sin darnos cuenta, de los avances científicos-tecnológicos a la vulgaridad y la degradación del arte –prácticamente, exhibicionismo, pornografía y show de mal gusto-, también se va aposentando, desde el ejercicio de la política, la academia, el periodismo y la intelectualidad, La sociedad de las máscaras.
Una suerte, entiendo yo, de silencio público, de abordaje periférico, o cuando no, de simples malabares filosóficos-mediáticos –verdades a medias o interesadas- para no decir o denunciar, con pelos, señales y a la redonda, lo que nos atrofia como sociedad.
Con decir, y es mucho, que, desde 1961, solo Juan Bosch, en término científico, político e historiográfico, se atrevió, apegado a un corpus ideológico-metodológico y a una ética pública insobornable, a pensar la sociedad dominicana y bosquejar una escuela política. No digo, ¡Dios me libre!, que otros –por ejemplo, Orlando Martínez, Fernández-Domínguez, Caamaño, Rafael Molina Morillo o don Rafael Herrera- no lo hicieron. Pero solo él nos lego el referente y la praxis –desde una cosmovisión doctrinaria-política inseparable- asumiendo todas las consecuencias…
Mientras, Joaquín Balaguer, fue la antípoda, o mejor dicho y condensado, el modelo de político exitoso que se erigió –lo erigieron- ¡Padre de la Democracia! En otras palabras, la coronación del modelo de una sociedad de coyunturas, de chicanas y empujones; y peor, donde nadie se jubila.
Lógicamente, no todo en Balaguer fue fraude, bonapartismo y perversidad política, pues, también, además del centauro que Nicolás Maquiavelo bosquejó –en su obra clásica El Príncipe-, fue el constructor y, aunque duela decirlo-admitirlo, el partero de una serie de reformas –concretamente, 1992-96-: unas bajo presión nacional e internacional; y otras de puro corte liberal, que sentaron las bases de algunos cambios-avances en el ordenamiento del marco jurídico-político –Pacto por la Democracia 1994-, así como en materia de Política Tributaria (Ley 11-92) e Inversión Extranjera (Ley 16-95), por citar solo dos que marcaron un punto de inflexión en la historia económica del país y de adecuación al mundo exterior (y más si sabemos que Joaquín Balaguer administró-gobernó el país como un feudo-colmado, y prácticamente de espalda al concierto de naciones del mundo).
Sin embargo, desaparecido Bosch, Balaguer y Peña-Gómez, el país vivió, casi imperceptiblemente, un relevo político generacional –en la política y el ejercicio del poder- que va cabalgando un cuarto de siglo y que, después de hacer la mejor transición política, básicamente, en dos liderazgos, Leonel-Danilo, no se ha logrado un salto cualitativo a nivel de la super-estructura política y su correlato mas perentorio: separación e independencia de los poderes públicos (ejecutivo-legislativo-judicial), fortalecimiento de los partidos políticos, adecentamiento de la actividad política y el imperio de una ética-pública mas allá de enunciado.
Esto, sin obviar, los innegables avances en materia de infraestructura, agenda social acumulada, cobertura educativa, estabilidad macroeconómica, crecimiento exponencial del PIB, sistema sanitario, relaciones internacionales, régimen bancario y estabilidad política, en otros (que el PLD y sus Gobiernos -1996-2000, 2004-2012, 2012-2016 y 2016-2020, en honor a la verdad, han sido definitorios y ejecutores).
Sin embargo, naufragamos en una sociedad de máscaras o de doble estándar ético, donde nadie quiere arriesgar nada; y es más, donde, incluso, se insulta y se denigra al Padre de la Patria con olímpica desfachatez, lenguaje soez, o patente de corso; y lo peor, no hay sanción o, tan siquiera, un llamado al comedimiento público, al respeto a los símbolos nacionales y a las figuras-líderes que, con luces y sombras, pero imbuido de nobles ideales, forjaron nuestra nación.
Y es que, nos falta mucho por recorrer y adecentar en materia de institucionalidad democrática, empezando porque nuestros líderes políticos y actores públicos -de todo ámbito- abandonen el presupuesto idiosincrático de creer que siempre se están dirigiendo –y actuando- en una sociedad de borregos, infiriendo, erróneamente, que los ciudadanos somos unos desmemoriados y que nuestras cabezas, como se ha dicho, solo son para peinarnos, o peor, para ser instrumentalizadas en tratativas de engaños y subterfugios posponiendo el salto cualitativo a otro estadio de civilidad, de transparencia publica y sanciones ejemplares a todo aquel, sin distingo o categoría de ninguna índole, que infrinja la ley, hurte los bienes públicos o faltare -al cumplimiento fiel- al mandato y límite de las funciones públicas delegadas.
Igual exigencia para los actores privados, la sociedad civil y la opinión pública, pues muchas veces, entran o son partes orgánicas y beneficiarias de esas tratativas, en un juego de jugar a la perpetuidad de una sociedad de borregos cuando deberían apostar, también, a una sociedad de exigencia, de deberes, de críticas y de soluciones; pero también, de fomento del sacrificio colectivo y de querer avanzar sin rezagos vergonzosos: de niños en las calles, sin separación, tajante, de los poderes públicos, sin un régimen de justicia de garantía jurídica y de igualdad para todos, de políticas públicas orientadas a superar falencias históricas-estructurales: régimen migratorio –que fije y trace una raya de Pizarro: ¡estos son y no mas sin regla ni control!-, rediseño del currículo educativo (que procure un determinado ciudadano ético e integral), sin actividad política y ejercicio del poder divorciado de una ética pública y de un régimen de consecuencias; y finalmente, sin el predominio de una meritocracia basada en una ética-ciudadana, calificación y competencia profesional, oportunidades –sobre todo, para los jóvenes- y concursos de oposición para acceso, sin tráfico de influencias ni ventajas, a los puestos o cargos públicos.
Pero para alcanzar esa sociedad alcanzable, si quisiéramos, tendríamos que des-construir esa arraigada cultura política y centrarnos en conjurar – desde los poderes públicos, los hogares, los partidos políticos y el currículo educativo- la suma de falencias históricas-estructurales que como sociedad nos han retrotraído y, por vía de consecuencia, priorizar instituciones y no hombres, pues todos somos, con sus contadas excepciones -entre ellas: –Mandela, Gandhi, Mujica o Duarte- aves transitorias o de paso.
JPM