La orfandad de los dominicanos

 

Nuestra sociedad enferma padece males peores que la enfermedad misma, estamos viviendo fuera del orden concebido, las garantías consignadas en nuestra constitución son letras muertas y frías, cada quien debe proveerse sus propias seguridades en todos los aspectos de la vida que llevamos, y los que no, que se lancen al abismo.  El brillo de nuestra endeble democracia  es solo un barniz precario,  que se va renovando en cada matadero electoral celebrado. Así andamos, deslucidos en valores verdaderos, desinflados de moral.

Esta hora de cubrir faltas propias y ajenas nos tiene enloqueciendo, como si fueran zapatos viejos son utilizadas nuestras instituciones sociales, por supuesto no se salvan del sicote que le impregnan los pies enfermos y sarnosos de quienes las usan para cabalgar sus propios trillos. Estamos asistiendo a la muerte de la libertad, los malos se imponen en todo, de repente hemos despertado en un país de horror, gobierna el que más malo sea.

El pueblo es un mendigo, sin el techo protector de su ley fundamental, la bandera dominicana es un trapo viejo, la veneración que producen los sagrados arcanos de nuestra simbología nacional solo se pueden organizar en logias secretas, se ha convertido en ofensa rendirle pleitesía a los hechos gloriosos escrito con la sangre preciosa de  una estirpe iluminada, que nos reveló el saber del espíritu con el martirio de sus vidas.

¿Quién rescatará a este pueblo peregrino? De algo estoy seguro, no serán nuestros políticos, ni los empresarios, mucho menos los mercaderes de Cristo convertidos al negocio de la fe y la manipulación infame de sus predicaciones y sermones. Guíennos los ángeles de la eternidad, muéstrennos los misterios ocultos que configuran esta espantosa realidad.  

Una hoja seca sometida a los embates de las tempestades han hecho trizas toda la buena voluntad de los desesperados. Que nos sonría el dolor y la pena, el hastió y la desesperanza, pero que nunca nos falte padre y madre que nos den su calor, la ternura de unas manos santas, de un amigo que nos preste su compañía, porque si que estamos solos, completamente solos, se han caído las caretas de los rostros de pretendidos benefactores, mostrando sus feas caras.

Encorvados en el camino, cerramos nuestros ojos y nos abandonamos a la nada para que alguien aunque desde muy lejos escuche nuestro vagido desesperado; conmuévanse reinos del firmamento, ayúdennos a salir de todo esto, necesito llegar a mi hogar, saber que no estoy perdido, que alguna morada de paz nos espera.

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