La derrota tenía un precio
tenía un precio la derrota; la derrota tenía un precio. Solo de los avisados salen los escarmentados. Todos sabían que la derrota estaba al doblar de la esquina. Sólo los que tienen alma de avestruz metían la cabeza en sus cloacas para no mirar que la derrota tenía un precio. Un precio caro. Caro porque tenía un precio. Los alaridos de liebres heridas se escuchaban ya desde los estertores del Valle de los huesos secos mientras que todos rememoraban aquel título del libro de Miguel Guerrero: La Herencia Trágica del Populismo.
La única credencial válida para los políticos de hoy, es creer que todo mérito es nulo, todo talento estéril, toda probidad inútil y todo patriotismo estorbo. La agresión a billetazos es el arma del convencimiento ciudadano. Quedó demostrado en las urnas en estas elecciones que pasaron. Y como decía Maquiavelo, el poder se conserva por las mismas artes con que se conquistó.
El «pueblo» siguiendo el trillo de estos abanderados del Populismo, se ha impregnado, se ha bañado en estas mismas formas de sobrevivencias. Han abdicado a su yo. Su brújula, su Sur, porque ya no tienen Norte, es robar electricidad; simular la grandeza de su estirpe buscando lo de ellos a como dé lugar y así el embrión de un sano gobierno en ciernes se trunca y viene un legrado social monstruoso. Prefieren perder su gracia ciudadana y seguir como pordioseros para exigir con autoridad populista: «lo mío primero y el voto después.»
El precio de esa derrota despertaba y abría el ventanal de la frágil seguridad ciudadana; el constante empobrecimiento de la clase media y los logros de una globalización que plantea nuevo retos ante la cadena de verdaderos ladrones vestidos de corbatas rojas y azules que ahora los adornan guayaberas de diversos colores, porque no son originales. Avenidas rápidas repletas de millonarios de lombrices sin la necesaria valoración del voto
Una fiesta democrática llena de sinsabores gracias a que los que no tienen consciencia les hacen creer a los políticos que la tienen; Un Bonogas que desdibuja; una tarjeta de comprar algunas funditas que deshonra; un país en que los graduandos universitarios no pueden obtener un trabajo digno y el desempleo marcha como trazo sucinto de esa herencia maldita; el engaño constante y las promesas huecas de la unanimidad y la mentira de la fantochería política.
Una dictadura populista donde el pobre es más pobre y el rico más rico. Una Unanimidad que se usa como arma política que corroe todos los estamentos sociales; un Reino de corruptos camuflados de serios que pululan por Palacio y en balancines se escucha la voz de aquel presidente cubano, José Miguel Gómez: «El tiburón no moja pero salpica.»
Frente a este panorama tan crudamente trazado, sin graduaciones de matices que atenúen los vivos colores hirientes, brotan en muchos labios azoradas preguntas. Ya el populismo ha habituado a los populistas. ¿A qué escandalizarnos ahora por ver como las maquinarias del poder de nuevo hizo de las suyas para obtener el voto de los populistas?
Sobre todo ciudadano, prosigue la gente razonando, al menos en parte gravita a plomo la responsabilidad de lo que nos está aconteciendo. Es un asunto de oferta y demanda. Es cuestión de seguir pariendo más hijos de la miseria para que la dictadura de partido se consolide hasta el final de los días. Y no es cuestión de un grupo político.
Es cuestión de todos los grupos políticos. Se han corrompido todos. En Nuestra América no es curioso este comportamiento de las sociedades. Es fenómenos que está pariendo. Un monstruo que acabará con todos si no se ponen los correctivos de lugar. Y en este entretando de saborear el precio de la derrota, no podemos hacer nada. Aquí, señores es cuestión de sembrar. Tenemos que convertirnos en sembradores. El Sembrador salió a sembrar, recordando a Martí.
Hemos gastado mucha sustancia gris, para determinar en qué momento de nuestra historia adquirimos «conciencia nacional». Para unos, a partir del instante mismos de la formación de la Trinitaria. Para otros, cuando sellamos el heroico capitulo de la Restauración pero, ¿hay, en estos precisos días, conciencia nacional, en todos y cada uno de los que integramos la República Dominicana? Dejamos la pregunta en la casa suya.
Doctora Adalgisa Abreu de Cruz es un gran ejemplo de marcada ciudadanía. Se lanzó en Santo Domingo Este a buscar una diputación. Con toda la algarabía que ha fomentado el Populismo en esa pintoresca ciudad donde me honro vivir, la doctora Abreu de Cruz esperó. Sabía que su feligresía política no había sido comprada y que los resultados tarde o temprano darían el fruto esperado. Silencio hubo. La espera fue grata. Ella ganó las elecciones por su circunscripción, porque sabía que la dignidad de sus votantes no se compró en una botica y mucho menos en centros espiritistas. Confió en su equipo entre los cuales hay muchos jóvenes emprendedores como Virginia Suero y otros que descuellan por su desprendimiento personal.
Adalgisa Abreu de Cruz es ejemplo vivo de lo que es la dominicanidad. Y bajo la Cruz de su apellido, para siempre vivirá ese recuerdo que sí se puede garantizar el día que afiancemos la verdadera cosecha patria y será muy difícil cualquier atentado arbitrario a los supremos derechos nacionales que tenemos todos los dominicanos.
La derrota tiene su precio; la dignidad también.
jpm